Desde sus orígenes hasta la actualidad, el Estado ha tenido siempre, como el dios Jano de la mitología, dos caras: una benigna y una malévola. El poder de coacción de los primeros estados mesopotámicos y egipcios permitía acumular grano en tiempos de abundancia para distribuirlo en tiempos de escasez; pero, al mismo tiempo, también facilitaba que unas élites acumularan grano a expensas de los demás. Y, desde entonces hasta ahora, cuando contamos con mecanismos de intervención estatal mucho más complejos, hemos de ser conscientes de esa naturaleza intrínsecamente dual del Estado. Porque lo que puede parecer una actuación benigna puede esconder unos efectos perversos.
Esta cautela es especialmente importante en tiempos de incertidumbre. Si las aguas del Éufrates o del Nilo se volvían caprichosas, aumentaban las demandas para la intervención estatal y, por ende, las oportunidades para que los gobernantes aprovecharan la situación para beneficiar a unos a expensas de otros. Hoy día, la globalización genera una incertidumbre parecida: vivimos bajo el riesgo permanente de que nuestros esfuerzos acaben inundados por una presión competitiva irresistible. Por ello, el estado se nos aparece muy a menudo como una tabla de salvación que nos rescatará de las contingencias imprevistas.
Y a veces lo es. Pero no siempre. En ocasiones, la intervención estatal en la economía puede tener efectos malévolos para el bienestar social agregado. Esta es una idea que cuesta asumir en muchos sectores del pensamiento progresista. En particular, hay dos mitos sobre la intervención del estado que tienen gran predicamento en la izquierda y que son sólo eso: mitos.
Mito 1: cuanto más regulemos la economía, mejor.
Este mito se ha visto reforzado durante crisis, donde la lectura predominante responsabiliza de la misma a la desregulación de los mercados – sobre todo, los financieros –. Aunque sea una interpretación correcta – lo cual es discutible, pues también hubo intervenciones estatales irresponsables – del hecho de que la desregulación jugó un papel protagonista en la crisis no se deriva que el camino para “refundar el capitalismo” pase por una mayor regulación de la economía en general.
Lo podemos ver en el gráfico. El eje vertical presenta la tasa de empleo en países desarrollados y el horizontal el nivel de regulación de sus economías. El índice de regulación se ha calculado siguiendo el modelo elaborado por Hopkin y Blyth (2011) y básicamente recoge hasta qué punto el estado regula los mercados laborales, financieros y de otros productos. Dependiendo del peso concedido a una u otra regulación, los países pueden variar ligeramente en su índice agregado de regulación. Pero, de forma algo sorprendente, las variaciones son pequeñas: países como Grecia, Turquía, Italia, España, México suelen aparecer como los grandes campeones de la regulación en casi todas las combinaciones de indicadores sectoriales de regulación. Y países como Canadá, Nueva Zelanda y Dinamarca suelen figurar invariablemente como los campeones de la regulación mínima. Mínima, que no cero: estos países regulan, pero no sobrerregulan.
Autor: Lovisa Möller para el proyecto Economic Consequences of State Intervention, Quality of Government Institute, University of Gothenburg.
El gráfico apunta a que, en el contexto de países desarrollados (en otro contexto puede que no sea así; es más, es probable que no sea así, pero carecemos de datos suficientes), cuanto más regulada está una economía, menos empleo genera. En otras palabras, países como España, si quieren crear puestos de trabajo, deben desregular más sus mercados (laborales, de productos y financieros). En términos de regulación económica – y, de nuevo, para el contexto de países de la OCDE –, hay que desandar el camino andado. En países como Grecia, Italia o España la intervención regulatoria del estado no es tan benigna como tan a menudo se nos quiere vender. Tanto por parte de muchos partidos políticos como de muchos de nuestros agentes sociales.
Mito 2. Cuanto más gasto social, mejor.
Dos artículos recientes en el debate español han cuestionado este segundo mito sobre la intervención benigna del estado con unas reflexiones bastante explosivas y muy necesarias para agitar este auténtico tabú en muchos círculos de nuestro país.
En primer lugar, y siguiendo el informe de la OCDE Society at Glance, Pau Marí-Klose notaba preocupado cómo el estado de bienestar español es muy generoso… con los que más tienen. En general, “las transferencias monetarias totales percibidas por los hogares más acomodados en España (también en otros países del sur de Europa) son muy superiores a las que perciben los hogares más desfavorecidos”; y, en particular, Pau reflexionaba, “es llamativo, por ejemplo, que mientras 600.000 pensionistas cobran más de 2000 euros al mes, alrededor de 250.000 pensionistas con prestación no contributiva cobran por término medio menos de 400 euros.”
La deliberación de Pau debería animar a un ejercicio de introspección a esas numerosas voces que, en nuestro país, tratan el gasto social como una variable unidimensional: todo recorte es una concesión a la derecha y debe ser resistido con uña y dientes. Al contrario, parece más acertado pensar que tenemos existen varios “gastos sociales” y que unos son más redistributivos – y oportunos en un contexto de crisis – que otros, que se pueden recortar cuando hay que priorizar. Vamos, que la tijera también puede ser de izquierdas.
En segundo lugar, Germà Bel, desafiando las muchas opiniones que han bramado estos días en nuestro país contra el plan de ajuste presentado por el primer ministro francés Manuel Valls, decía que “me parece digno de elogio”. El elogio de Bel me parece también digno de elogio, pues, sencillamente, con una economía estancada, el mayor gasto público de la OCDE (Francia gasta el 57% del PIB) no es sostenible.
Bel alertaba de uno de los principales sesgos en los análisis políticos dominantes: asociar automáticamente gasto público con menor desigualdad. Por ejemplo, el gasto público en Francia es más elevado – pero, al mismo tiempo, la desigualdad es mayor – que en Alemania.
En resumen, que el Estado haga más – ya sea regulación o gasto público – no quiere decir que haga mejor. Estos dos mitos – el de la “buena regulación” y el del “buen gasto público” – son especialmente queridos en España. Cualquier propuesta para recortar regulaciones o partidas presupuestarias de dudosos efectos redistributivos encuentra una oposición feroz, procedente sobre todo de muchos intelectuales progresistas. Para alcanzar los objetivos de pleno empleo y mínima desigualdad económica posible, necesitamos extender el papel del estado en algunas esferas concretas (como en políticas activas de empleo), pero en otras dimensiones necesitamos reducirlo.