Llamamos referéndum a dos plantas distintas, aunque muchas veces hibridadas. Para no buscar la diferencia en las palabras, uso plebiscito con el mismo valor, latinajos ambos. Mirando hacia atrás en su historia podemos cotejar dos tradiciones. La una está inspirada por la democracia directa, de abajo arriba, descentralizada y, normalmente, de ámbito local o regional, aunque puede alcanzar, como en Suiza, las decisiones del poder central. La otra concibe las consultas de arriba abajo, propende al centralismo y tiene orígenes inequívocamente autoritarios –algunos dirán que solo ambivalentes- aunque se encuentre adaptada con mayor o menor fortuna a la democracia representativa. Sus raíces aún se perciben, bien que confundidas, en las instituciones modernas. Esta es mi propuesta, como diría un modista. Veremos si nos sirve.
La enciclopedia de las ciencias sociales, juiciosamente, nos manda buscar en tres países los primeros pasos de lo que conocemos como referéndum: Suiza, Estados Unidos y Francia. En los dos primeros la institución desciende, aunque debidamente reconstruida, de la práctica de la democracia directa en el ámbito local: fue impulsada en Suiza por los Liberales en los años 1830 y en EEUU durante la Era Progresista (aprox. 1890-1920). En Francia, esa misma institución desciende directamente de la autoridad central. Con media razón se dice a veces que “el referéndum se inventó en Francia en 1793”: para la aprobación de la Constitución jacobina, que nunca fue aplicada. Y aunque la idea provenía, siquiera vagamente, de la inclinación roussoniana de los jacobinos a reverenciar la voluntad del pueblo, en la práctica asomaba con ello un potente recurso en la mano de sus intérpretes. Y aunque Sièyes, defensor del parlamentarismo, se supone que ganó el debate teórico, Bonaparte ganó sin más. La llamada Constitución del Año III (1795) por la que se introducía el Directorio fue así referida al pueblo, como lo fueron las sucesivas ampliaciones de poderes de Napoleón. Memorable el uso que luego hizo de ello Luis Bonaparte (Napoleón III), quien sostuvo sus principales políticas en consultas plebiscitarias, empezando por la propia ratificación de su golpe de estado en 1851. Esto último, al menos, ofreció el motivo para un clásico universal: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Marx.
Estas tradiciones políticas han cruzado sus caminos desde el principio, razón por la que los rasgos distintivos de una y otra están normalmente muy recombinados. De ahí que, por lo que sé, la distinción a la que apunto no se subraye normalmente (el mentís sería muy bienvenido). Están tan mezcladas que el primer “referéndum nacional” en Suiza se convocó para ratificar la constitución traída por la “mediación” napoleónica en 1803. Y me voy a saltar los referéndums de autodeterminación nacional, que me parecen transgénicos, porque ya bastante se enreda la madeja. Sin embargo, la distinción es útil, aunque se mantenga imprecisa. La mayoría de las democracias modernas han recibido una amalgama de ambas, y tienen cierto espacio, cada vez mayor, para la democracia directa local y cierto espacio para la sanción o rechazo popular de decisiones centrales, donde a menudo son los propios ciudadanos los que pueden tomar la iniciativa. Pero hay casos muy puros, en EEUU las consultas populares nunca han rebasado el ámbito de los estados, y su regulación, descentralizada, varía mucho de uno a otro. En España, de otra parte, las consultas populares tienen una de las legislaciones más restrictivas, jerárquicas y centralistas imaginables, sin apenas espacio para la iniciativa popular. La simiente de la democracia local no ha prendido en la península (ya sé que me estoy pasando con la imagen vegetal) y cuando lo ha hecho ha habido más que palabras.
Se dice a veces que en la posguerra muchos estados continentales desarrollaron una notable aversión a los referéndums. Lo que es peor, lo llaman plebisfobia de posguerra, y viene del alemán vid p8 -hay gente que ama poner esto en sus apuntes. No es raro, se asociaban con los plebiscitos de Hitler, pura y simplemente (Mussolini también hizo un par y Franco… ay, Franco). En Francia ni la tercera ni la cuarta república francesa habían querido saber nada de referéndums, viniendo la cosa de donde venía en su propia historia, y los tuvo que resucitar De Gaulle, paloma mensajera de la democracia popular directa, como se sabe.
Pero incluso en Francia es posible, a día de hoy, convocar un referéndum legislativo por iniciativa popular, o por iniciativa de los legisladores. En España podíamos habernos vacunado con el uso franquista del plebiscito, pero más bien lo que se hizo fue adaptarlo al marco democrático, lo digo con deliberado retorcimiento. No sé si aprecian la belleza histórica de que la sucinta Ley de Referéndum del franquismo fuera una de sus llamadas leyes fundamentales del reino -y solo son siete, si no contamos la de la Reforma Política de Suárez- una de las más antiguas (1945) y lo bastante importante para desarrollarse en las posteriores Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado (1947) y Ley Orgánica del Estado (1967). No les voy a decir que me haya mirado todos los países, pero no he visto ninguno en que el referéndum sea todavía hoy, como en España, iniciativa reservada al jefe del ejecutivo, con la pertinente aprobación parlamentaria. De nuevo, aquí se agradecería un mentís. Expertos en Bielorusia, un paso al frente.
Me dirán que en muchos sitios no hay referéndum, y mejor poco que nada. Lo discutiría, pero lo importante es ahora esto: aunque no haya referéndums (o se usen con extrema mesura) en el nivel de decisión que acostumbramos a llamar nacional –entendámonos- la democracia local sí que se encuentra muy extendida. Países como Alemania, arquetipo constitucional donde los referéndums nacionales son evitados en lo posible, tienen legislaciones estatales que regulan las consultas descentralizadas. Cada Estado (Land) tiene la suya. Y no es un caso raro, es más bien la norma general en estos alrededores.
Lo raro es lo de España, que de usos democráticos locales ni sabe ni se entrena. Voy a dejar el ámbito autonómico de un lado, para no enredar más. Miremos cómo es la democracia local. Bueno, si no les importa, mírenlo ustedes que lleva un rato. El procedimiento, por supuesto, es igualador y uniforme, y es muy restrictivo. Por si fuera poco, el Gobierno de la Nación, ni más ni menos, tiene que aprobar cada consulta. Es como de otro mundo. Si no entiendo mal, con Primo de Rivera había más capacidad de iniciativa popular local. El resultado está a la vista: hasta 2012 los 8199 municipios españoles habían promovido 127 consultas populares municipales, esto es, en más de 30 años (se regula en 1980). Es ridículo, pero no se vayan todavía, de ellas el gobierno solo autorizó 27. Poco más de una de cada cinco. 27, lo de nuestros gobernantes con la democracia local es pasión.(Referencias: ver José Luis Martínez-Alonso Camps y Tomàs Font i Llovet)
Cuando el Presidente del Gobierno dice que una consulta no es legal, no se hagan líos, no se pregunten si tiene o no razón, es infalible como Pío XI, porque sólo es legal si la autoriza (para la buena verdad, un poco menos que el Papa, porque ya ha habido algún ayuntamiento que ha recurrido una negativa al Supremo y ha ganado). Posiblemente, con ordenamientos constitucionales menos autoritarios y estreñidos por lo que toca a la iniciativa popular y a la democracia local, una consulta como la que se ha planteado en Cataluña seguiría sin tener buen encaje. (Haciendo amigos: es como el postre de la casa, tiene democracia local y participativa, tiene consulta de opinión para el mejor gobierno de las cosas, y lleva su golpe de derecho a decidir, autodeterminación nacional en el menú en inglés; y se puede pedir flambeado). Puede ser que nunca encaje bien, no lo voy a decidir yo, pero al esgrimir la Constitución conviene mirarse al espejo.
En lugar de die plebisphobie der Nachkrieg (la plebisfobia de posguerra, lo siento, al final tenía que decirlo) aquí los plebiscitos de arriba a abajo se diría que nos van bien, o que ni fu ni fa. La cosa tendría un pasar si nos hubiera llegado también el aire de la otra tradición. Encajar no la Ley de Consultas catalana, sino cualquier cosa parecida, con nuestra manera de hacer las cosas es, que me perdonen los juristas, poner a volar un ornitorrinco. Desde otros usos y costumbres la cuestión catalana podría abordarse de una forma muy distinta, y mucho más fácil sería el pacto. El acuerdo entre la gente para vivir lo mejor posible es, pido permiso, la idea clásica de república. Pero aquí no sufrimos la incertidumbre de que cada uno vaya a hacer lo que le dé la gana, que si en un sitio votan una cosa, que si en otro sitio otra. Eso no. Para esa fobia debemos inventar un nombre aún más infame.
Llamamos referéndum a dos plantas distintas, aunque muchas veces hibridadas. Para no buscar la diferencia en las palabras, uso plebiscito con el mismo valor, latinajos ambos. Mirando hacia atrás en su historia podemos cotejar dos tradiciones. La una está inspirada por la democracia directa, de abajo arriba, descentralizada y, normalmente, de ámbito local o regional, aunque puede alcanzar, como en Suiza, las decisiones del poder central. La otra concibe las consultas de arriba abajo, propende al centralismo y tiene orígenes inequívocamente autoritarios –algunos dirán que solo ambivalentes- aunque se encuentre adaptada con mayor o menor fortuna a la democracia representativa. Sus raíces aún se perciben, bien que confundidas, en las instituciones modernas. Esta es mi propuesta, como diría un modista. Veremos si nos sirve.
La enciclopedia de las ciencias sociales, juiciosamente, nos manda buscar en tres países los primeros pasos de lo que conocemos como referéndum: Suiza, Estados Unidos y Francia. En los dos primeros la institución desciende, aunque debidamente reconstruida, de la práctica de la democracia directa en el ámbito local: fue impulsada en Suiza por los Liberales en los años 1830 y en EEUU durante la Era Progresista (aprox. 1890-1920). En Francia, esa misma institución desciende directamente de la autoridad central. Con media razón se dice a veces que “el referéndum se inventó en Francia en 1793”: para la aprobación de la Constitución jacobina, que nunca fue aplicada. Y aunque la idea provenía, siquiera vagamente, de la inclinación roussoniana de los jacobinos a reverenciar la voluntad del pueblo, en la práctica asomaba con ello un potente recurso en la mano de sus intérpretes. Y aunque Sièyes, defensor del parlamentarismo, se supone que ganó el debate teórico, Bonaparte ganó sin más. La llamada Constitución del Año III (1795) por la que se introducía el Directorio fue así referida al pueblo, como lo fueron las sucesivas ampliaciones de poderes de Napoleón. Memorable el uso que luego hizo de ello Luis Bonaparte (Napoleón III), quien sostuvo sus principales políticas en consultas plebiscitarias, empezando por la propia ratificación de su golpe de estado en 1851. Esto último, al menos, ofreció el motivo para un clásico universal: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Marx.