Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.
Mientras los partidos estudian pros y contras y escudriñan encuestas de cara a una posible repetición de las elecciones, la situación de bloqueo político puede poner a prueba el umbral de tolerancia social respecto a la (in)capacidad de la clase política para llegar a acuerdos y gestionar el multipartidismo
Los esfuerzos negociadores han resultado infructuosos, incluida una oferta de última hora para lograr un acuerdo de gobierno. El rey Felipe VI anuncia que no va a volver a proponer a ningún candidato para someterse a la sesión de investidura. El plazo constitucional para que un candidato a la presidencia del gobierno logre la confianza del Congreso expira. El bloqueo político supone la constatación de la incapacidad de los partidos para lograr acuerdos. Una incapacidad que conduce a una nueva convocatoria electoral para que sean los ciudadanos los que resuelvan, nuevamente con su voto en una especie de forzada segunda vuelta, lo que la clase política ha sido incapaz de gestionar: los resultados de unos comicios. ¿Les suena…? Ésta fue la secuencia a la que, como sufridos electores, asistimos hace tres años. Y que podría reproducirse, con algunas variaciones, muy pronto.
Después de un verano político que ha terminado de la misma forma que empezaba, esto es, con la escenificación de los desencuentros entre el PSOE y Unidas Podemos para formar gobierno, la percepción predominante es que, salvo un acuerdo in extremis entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, el país se verá abocado a unas nuevas elecciones generales el próximo 10 de noviembre.
Así, ha ido cobrando fuerza la idea de que las elecciones son la única opción posible para que la política española salga del callejón en el que ha quedado atrapada entre los vetos cruzados de los principales actores políticos. Por un lado, atrapada entre el “no es no” de Pedro Sánchez a un gobierno de coalición con Unidas Podemos y el “no es no” de Pablo Iglesias a un gobierno del PSOE que no cuente con Unidas Podemos, como socios de “pleno derecho”. Y, por otro, una situación política también bloqueada por el “no es no” a facilitar la investidura de Pedro Sánchez, que sostienen Pablo Casado y Albert Rivera.
El arranque del curso político, tras el paréntesis estival, comenzaba, el pasado lunes 2 de septiembre, con el contador puesto en marcha. Tres semanas para evitar la repetición electoral, de las que consumida ya, sin ningún avance, la primera, restan pocos más de diez días. Como parte del juego político, los principales líderes niegan buscar o querer la convocatoria de otras elecciones. Pero ellos, y sus partidos, hacen cábalas, estudian pros y contras, escudriñan encuestas.
Los cálculos de los partidos
Los populares afrontarían unos potenciales nuevos comicios en noviembre en unas condiciones mucho más favorables que en abril. Y es que, pese a los malos resultados que han cosechado en todas las citas electorales (generales, autonómicas, locales y europeas) celebradas este año, la imagen del PP es (ahora) la de una formación que se ha fortalecido en los últimos meses. Sus recientes pactos de gobierno, con Ciudadanos y Vox a nivel autonómico y local, para mantener el poder en ayuntamientos y Comunidades Autónomas, le han permitido al PP exhibir músculo institucional. Algo que ha conllevado el reforzamiento del liderazgo de Pablo Casado dentro de su partido.
Por otra parte, el PP también ha sabido aprovechar la actual crisis interna de Ciudadanos para reafirmarse como el principal partido de la oposición (en funciones) al gobierno de Pedro Sánchez. Un factor que, junto al papel de socio aliado que ha adoptado Vox, frente al de adversario airado que, hasta hace no mucho tiempo, les tildaba de “derechita cobarde”, permitiría a los populares presentarse como el partido hegemónico dentro del bloque de la derecha. Un escenario muy diferente al de hace cinco meses, cuando el PP se enfrentaba al temor de una debacle electoral, tanto por el efecto de un posible sorpasso de Ciudadanos, como por la potencial huida en masa de sus votantes a la formación liderada por Santiago Abascal.
Este cambio de escenario, facilitaría que, ante los hipotéticos comicios de noviembre, el PP pudiera apelar con mayor eficacia al voto útil de la derecha, una vez que su principal competidor, por el centro, está en horas bajas, y una vez que, por la derecha, el tsunami Vox parece haber quedado neutralizado o atemperado.
De acuerdo con la estimación realizada por Kiko Llaneras, a partir de las últimas encuestas publicadas en los medios de comunicación, el PP podría lograr ahora 82 escaños en el Congreso de los Diputados. Serían 16 asientos más de los que obtuvo este partido en las elecciones generales del 28 de abril. Algo que le seguiría colocando como segundo partido más votado, por detrás del PSOE. Pero con una ventaja más holgada, en el bloque de la derecha, sobre Ciudadanos (con una estimación de 41 escaños, y una pérdida potencial de 16 asientos sobre los que logró en abril) y Vox (que se movería, ahora, en los 17 escaños, frente a los 24 que obtuvo en abril).
Es cierto, que, a partir de los sondeos realizados a finales de agosto, el PP no tendría (o, al menos, no por el momento) la posibilidad de poder formar gobierno, dado que la suma con Ciudadanos y Vox seguiría situándose muy por debajo de la mayoría absoluta (176 escaños); y no parece que entre los partidos nacionalistas e independentistas estas tres formaciones pudieran recabar apoyos. En todo caso, los populares saldrían fortalecidos tras una repetición electoral, pues, por un lado, reforzarían su posición dentro del bloque de la derecha. Y, por otro, les serviría, a nivel interno, para mejorar la situación financiera del partido, al obtener más recursos públicos por los escaños conseguidos.
Dos elementos, además, juegan a favor de los populares. El primero es que los intereses que el PP puede albergar sobre una repetición electoral están alineados con las preferencias de sus votantes. Algo que no ocurre con Vox ni, especialmente, con Ciudadanos, a los que la repetición electoral les perjudicaría no sólo por la pérdida potencial de escaños, sino porque los resultados podrían agravar su (ya de por sí delicada) situación interna. Por ahora, y de acuerdo con recientes sondeos (aquí y aquí), la mayoría de los ciudadanos no desea que se vuelvan a convocar elecciones.
No obstante, si se analizan los datos por recuerdo de voto, los electores del PP (junto a los de Ciudadanos y de Vox) se muestran, mayoritariamente, partidarios de volver a acudir a las urnas (si la disyuntiva es elegir entre nuevas elecciones o que socialistas y morados alcancen un acuerdo para formar gobierno). El segundo elemento que favorece a los populares es la utilización que podrían hacer, durante la campaña electoral, sobre los nubarrones que se ciernen sobre el contexto económico internacional y español, ya que la economía es un tema que les sirve para captar apoyos entre los votantes moderados, así como para orillar otros asuntos, como la corrupción, que se los quitan. En algunos análisis demoscópicos, se apunta ya a un brusco empeoramiento de las expectativas, que tiene la ciudadanía, sobre la evolución de la economía.
Frente al PP, encontramos a un PSOE, que, aparentemente, también partiría con buenas perspectivas en caso de repetición electoral. O, al menos, con buenos augurios en lo que se refiere a un potencial aumento de escaños. Siguiendo la estimación realizada por Llaneras, los socialistas pasarían hoy de 123 a 138 escaños. Un aumento de 15 escaños con los que Pedro Sánchez podría reivindicar, con el argumento de tener más escaños que con los que gobernó en solitario entre junio de 2018 y febrero de 2019, y con los que pretendía hacerlo después de las elecciones generales de abril, su “firme voluntad” para liderar un ejecutivo monocolor.
Aunque otra cosa es que lo lograra, porque paradójicamente el PSOE, con un mayor número de asientos parlamentarios, podría quedar situado en una peor situación en el tablero político. Teniendo en cuenta el panorama que arrojan algunas encuestas, la suma de escaños del PSOE y Unidas Podemos podría alcanzar la mayoría absoluta, sin que, al contrario de lo que ocurre ahora, los socialistas tuvieran que precisar también de los apoyos de los partidos nacionalistas. O sólo tuvieran que contar con el respaldo de alguno de ellos.
De esta forma, sería inevitable que las miradas volvieran a ponerse en un acuerdo entre los socialistas y la formación morada, a no ser que (cosa poco probable) Ciudadanos cambiara de estrategia y decidiera apoyar a un gobierno socialista. O que, siguiendo lo ocurrido tras la repetición electoral de 2016, una nueva situación de bloqueo, llevara, en este caso, al PP (y/o a Ciudadanos) a permitir, por razones de responsabilidad y sentido de Estado, una investidura de Sánchez que le permitiera, después, formar un gobierno en minoría.
En el caso de que Íñigo Errejón decidiera (contrariamente a lo que ha manifestado hasta ahora) dar el salto a la política nacional y presentarse a las elecciones de noviembre (si hubiera repetición electoral), no estaría claro en qué medida y de qué forma se fragmentaría el voto en el bloque de izquierda, con la concurrencia de tres candidaturas. No sería descartable que, en ese supuesto, el PSOE tuviera que verse obligado a pactar a dos bandas, con Errejón e Iglesias. Por tanto, podría ocurrir que, aun teniendo menos poder (con una estimación que se sitúa ahora en 37 escaños, frente a 42), Unidas Podemos pudiera estar colocada en una mejor posición para hacer valer su (menguada) fuerza parlamentaria.
Al fin y al cabo, en el mapa multipartidista que se ha ido forjando desde el año 2015, el factor clave de la gobernabilidad no es ni ganar las elecciones, ni tener más escaños, sino saber negociar aprovechando las fortalezas propias y las debilidades de los adversarios, en función de un cambiante contexto político. O, dicho de otro modo, al haber aumentado el número de jugadores, no se trata tanto de tener buenas cartas, sino de saber jugar las que se tienen, contando también en cómo juegan, las suyas, los demás.
Pero más allá de las sumas y restas, y de la proyección de escenarios, que pueden hacerse con los sondeos realizados recientemente, los socialistas se enfrentarían, en un entorno de elevada volatilidad electoral, a la incertidumbre de cómo puede evolucionar la opinión pública en general, y su electorado en particular, en los dos próximos meses de cara a una potencial repetición electoral.
Por el momento, el PSOE cuenta con el rechazo social mayoritario a unas nuevas elecciones. Especialmente, contrarios a la repetición electoral son sus votantes (así como los de Unidas Podemos), quienes prefieren que socialistas y morados alcancen un acuerdo de gobierno. No es de extrañar, así, que los movimientos de Pedro Sánchez hayan ido encaminados, desde que fracasara su investidura en julio, a mostrar que los socialistas se esfuerzan por lograr el apoyo de Unidas Podemos.
Pero no parece que, por ahora, la batalla por el relato les vaya bien, pues, según algunas encuestas, más de un 40% de los ciudadanos consideran, hoy por hoy, que el PSOE es el máximo responsable de que no se forme un gobierno, frente a un 19% que responsabiliza a todos los partidos y un 16,6% que señala a Unidas Podemos. Tampoco, en este punto, los socialistas resultan convincentes entre sus electores, pues si bien casi un 30% de ellos creen que es Unidas Podemos, la formación que tiene mayor responsabilidad del bloqueo, un significativo 24% apunta a su propio partido como máximo responsable.
Probablemente, la imagen final de quiénes fueran los primeros (o los últimos) en levantarse de la “mesa”, y apretar el botón electoral por no aceptar las condiciones propuestas por el otro, no sería una condición suficiente para no ser percibido como “culpable”, habida cuenta de las innumerables idas y venidas protagonizadas por ambos grupos, en el marco de un largo, extenuante y poco edificante proceso negociador. Y en el que los focos se han ido poniendo, cada vez más, sobre ellos, al mostrar otros actores políticos, como ERC o el PNV, su disposición a no impedir la formación de un gobierno.
Por otra parte, la desilusión y el enfado que, ante una nueva repetición electoral, podría sentir el electorado de izquierda y los votantes menos ideologizados, podría materializarse en una importante desmovilización. Algo que complicaría la nueva campaña electoral socialista, dado que, entre muchos de estos votantes, podría pesar más la decepción, que la apelación al voto del miedo ante la posibilidad de que los partidos de derechas, incluido el ultraderechista Vox, pudieran formar gobierno. Más aún, si consideramos que, pese a los esfuerzos de centrarse en su oferta programática, el PSOE tendría difícil que la campaña del 10 de noviembre no girara en torno a los pactos y a su falta de entendimiento previo con la formación morada.
Además de ello, la forma de gestionar las negociaciones para formar gobierno, podrían acabar erosionando la imagen de Pedro Sánchez en este electorado, y, por ende, restando fuerza a su tirón como cabeza de cartel. De este modo, no parece que la repetición electoral resultara tan favorable para los socialistas como a priori puede parecer, dado que ésta podría convertirse en un camino plagado de riesgos, y en el que los cálculos más optimistas pueden quedar pulverizados rápidamente.
Impacto y reacción social
Pero más allá de los cálculos de los partidos, cabe plantearse cómo está “digiriendo” la sociedad la nueva situación de bloqueo político en la que nos encontramos. Y sobre la que todos los supuestos de “desbloqueo” parecen “negativos”: ya sea porque el Partido Socialista consiga, como pretende, formar un gobierno en minoría, aunque sin tener garantizada la posibilidad de gobernar a medio plazo. O porque se forme un ejecutivo de coalición o cooperación, basado en la desconfianza de sus socios, lo que apuntaría a un gobierno inestable y de corta duración. O porque, no se alcance ningún acuerdo, y el país se vea inmerso en una repetición electoral, tras la que podría continuar la situación de bloqueo.
Si, finalmente, se celebran elecciones el 10 de noviembre, serán las cuartas elecciones generales en cuatro años de un ciclo electoral marcado por la inestabilidad política. Un ciclo que comenzó con la celebración de comicios generales en diciembre de 2015, continuó con una repetición electoral en junio de 2016, cuyos resultados no condujeron, por sí solos, a un desbloqueo inmediato, ni fácil. Por el contrario, el bloqueo se alargó cuatro meses más, y logró romperse con mucha dificultad (con una abstención “traumática” del PSOE para permitir la formación de un gobierno en minoría de Rajoy). Los sobresaltos a la política volvieron en mayo de 2018, con la caída del gobierno popular después de una inesperada moción de censura liderada por Pedro Sánchez. Moción que dio paso, durante ocho meses, a un gobierno socialista en minoría, que finalizó de forma casi tan repentina, como se había formado. Un final de legislatura que llevó a la convocatoria anticipada de los pasados comicios generales, del 28 de abril.
El hartazgo y la saturación electoral se verían, ahora, incrementados por el hecho de que, a lo largo de este año, se han celebrado cuatro elecciones (generales, autonómicas en 13 CCAA, locales y europeas); distando, entre los comicios generales y los otros tres cuya convocatoria se celebró el mismo día (26 de mayo, con la excepción de las elecciones autonómicas valencianas), menos de un mes.
Por tanto, la fecha del 10 de noviembre se vislumbraría como la tercera cita electoral, en menos de seis meses, en la que los ciudadanos serían llamados a acudir a las urnas en lo que va de año. Y lo harían, además, para volver a elegir entre los mismos candidatos, listas electorales y programas políticos, que en las elecciones de abril. Es decir, nada cambiaría de la oferta electoral. No obstante, ante unos sondeos que apuntan a que podría volver a producirse una situación similar de bloqueo, como ya ocurrió en 2016, podrían crecer las voces que plantearan la conveniencia de que se presentaran nuevos candidatos el 10 de noviembre. Si la desconfianza entre los líderes actuales ha sido y es un hándicap (insalvable) para la formación de un gobierno, ¿qué sentido tendría que volvieran a concurrir los mismos candidatos?
La falta de flexibilidad a la hora de negociar, la incapacidad para gestionar un sistema multipartidista, la percepción de una clase política ensimismada en sus propios problemas y el prolongado período de parálisis institucional e impasse político han llevado a que el malestar político (que comenzó a ser visible con la crisis económica) haya crecido de forma acusada en los últimos meses. En julio (última observación publicada por el CIS) se registraba un máximo histórico: casi 4 de cada 10 ciudadanos señalaban a los políticos, a los partidos y a la política como un problema que tiene España. Una percepción que sitúa la “cuestión política” como la segunda preocupación ciudadana, sólo superada por la inquietud que genera el problema del paro.
Es posible que los actuales partidos y líderes políticos minimicen el alto nivel de malestar político que muestra la sociedad, bien porque consideren que éste es pasajero, o bien porque crean que se acabará normalizando (a la fuerza de ser crónico). Sin embargo, la “burbuja” del malestar político, puede tener efectos imprevisibles, y en el momento más inesperado. Ya sea en forma de surgimiento de movimientos sociales, como el 15-M, o de aparición de nuevos partidos que traten de capitalizar ese malestar. En los últimos cinco años, y como reflejo del malestar político, se han incorporado a la política nacional tres nuevos partidos (Unidas Podemos, Ciudadanos y Vox), que hoy forman parte del establishment. Pero el alto y persistente nivel de malestar político sigue constituyendo un terreno fértil para la creación de nuevas marcas electorales, en detrimento de otras ya existentes y del regreso a la etapa del bipartidismo (tal y como lo conocíamos).
En cualquier caso, la actual situación de bloqueo puede constituir una suerte de “stress test político”, con el que se puede poner a prueba el umbral de tolerancia social respecto a la (in)capacidad de la clase política para llegar a acuerdos. Y que se puede saldar con un repunte del descrédito institucional y de la insatisfacción de los ciudadanos con el funcionamiento de la democracia.
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