Más complejidad, menos alternativas, por Lídia Brun
El acuerdo de gobierno conseguido en tiempo récord menos de 48h después de que se conociera el resultado electoral nos deja con cierta sensación de incredulidad. PSOE y Unidas Podemos han acordado lo que en julio parecía inviable, a pesar de que ambos gozaban de grupos parlamentarios más grandes y una mayor predisposición de sus necesarios apoyos externos. En primer lugar, la tentación de repetición electoral, omnipresente en julio, se ha esfumado tras la pérdida de votos y escaños de ambos partidos. El triste auge de la extrema derecha, que alcanza 52 escaños, apunta a la emergencia de recuperar unas políticas de bienestar ambiciosas frente al riesgo de involución.
Además, al PSOE le desaparece un posible socio de gobierno, Cs, que antes de las elecciones garantizaba una mayoría sólida de 180 escaños y ahora ha caído en la irrelevancia. La irrupción del partido de Errejón apenas ha hecho cosquillas, aunque esos dos o tres escaños que se han perdido para la izquierda por la penalización de la ley electoral pueden acabar poniendo en riesgo la mayoría parlamentaria en un Congreso muy fragmentado. Desaparecida la amenaza errejonista, el acuerdo ha empezado a subsanar esa sensación de exceso de celo, personalismos, intransigencias y poca generosidad de los renovados socios, que seguramente desilusionó a buena parte de su electorado el 10N.
La sentencia a los líderes del procés acaba de dibujar un panorama mucho más complejo para la gobernabilidad que cuando el pacto consumado el martes se frustró en julio. Pero la presión de ciertos medios para una Gran Coalición PSOE-PP y la oferta de Pablo Casado de facilitar un gobierno del PSOE a cambio de la cabeza de Sánchez, parece haberle recordado al presidente en funciones la lección que él mismo extrajo de su defenestración en el Comité Federal del PSOE en 2016. A saber, que el PSOE es necesario para la vertebración del sistema político español, pero sus líderes son contingentes. El coste para Pedro Sánchez de no haberse acordado en julio de las razones de su propia supervivencia se sentará a su lado en el Consejo de Ministros, con cargo de vicepresidente.
Una coalición inevitable, por Alberto Penadés
Gobernar con 120 escaños, o con 123 como obtuvo el PSOE en abril (el 35,1% del parlamento) sería, como era, más que una audacia, pretender algo muy poco probable. En los datos para el conjunto de las democracias de la Unión Europea o de la OCDE (1960-2017, cpds-data.org) aparecen solo 16 casos de gobiernos con menos del 36% de los escaños como apoyo interno, con una vida media de dos años. Representan poco más del 2% del tiempo de gobierno parlamentario de todos los países, es decir, son una rareza extrema. Una rareza, además, concentrada en los países nórdicos, que se caracterizan por ese “parlamentarismo negativo” en el que se puede formar gobierno con tal de no tener una mayoría absoluta en contra (lo que también sucede en Portugal o en Holanda, donde también se han dado casos de gobiernos con solo un tercio de la cámara). En España no era y no es lógico pensar en ello como opción, salvo en situación de extrema crisis. El tipo de crisis que en muchos países llevan más bien a gobiernos “técnicos”. Nadie quiere ese tipo de situaciones.
Una coalición entre el PSOE y Unidas Podemos sumaría el 41% de los votos en el electorado y el 44% de los escaños en el parlamento. La otra coalición posible, con el Partido Popular, sumaría el 49% de los votos y el 59% de los escaños. A la segunda la llamamos “gran coalición”, germano parlando, más bien por ser la de los dos primeros partidos -dejando fuera, en principio, al centro- que por ser realmente grande, ya que no suma muchos más apoyos electorales. Una gran coalición en una democracia en la que basta con la mayoría simple para formar gobierno tampoco es esperable. Si con las reglas de investidura de los países nórdicos tal vez Sánchez habría sido presidente ya hace rato con su minoría, negociando apoyos para legislar, con las reglas de investidura de Alemania habría sido prácticamente obligatorio que se formara el gobierno de coalición PSOE-Ciudadanos en abril, como lo sería un gobierno PSOE-PP ahora (o terceras).
Así que las reglas importan, y tal vez sufrimos lo peor de las dos casas: ni tanta libertad como en el Norte, ni tan poca como en Alemania. Las reglas contribuyen bastante a que hayamos tirado los dados cuatro veces en cuatro años.
Pero no son solo las reglas. Pedro Sánchez dijo que los españoles teníamos una nueva oportunidad para “hablar más claro”. La antropomorfización de los españoles (o de cualquier colectivo) suele salir como tiro por la culata, salvo que no nos importe mucho la lógica. Los españoles han cambiado su voto, pero en cuatro elecciones los números para la coalición de izquierdas más nacionalistas han estado siempre muy pelados, las cuatro veces. Lo que ha cambiado mucho han sido los votos de la derecha, tanto como para hacer la coalición de izquierdas (con apoyo nacionalista) inevitable. Pero a eso malamente se le puede llamar “hablar claro”. Y, la verdad, tenemos democracia representativa porque el pueblo “hablando claro” normalmente es una ficción ante la que lo mejor es echarse cuerpo a tierra.
En todo caso, parece que la opinión pública sonríe a esta coalición. En la encuesta pre-electoral de 40db de abril el pacto PSOE-UP-Nacionalistas era el preferido como primera opción por el 34% de los encuestados. En la encuesta de noviembre, incluyendo a Más País en la pregunta, parece ser la primera preferencia del 43% de los entrevistados. Obvio que un pacto de centro siempre, o casi siempre, tiene más apoyo total frente a uno de izquierda o uno de derecha, pero la alternancia tiene muchas virtudes, si se evita la polarización. Hará bien el gobierno en recordar que las combinaciones partidistas por las que se preguntaba no han cambiado su porcentaje de votos de abril a hoy.
Así pues, la coalición es casi inevitable. Y puede traer algunos buenos resultados. Frente a quienes ven un peligro de alternancia polarizada, con crecimiento de la capacidad de influencia de los extremos, soy optimista. Al fin y al cabo, lo que se ha despejado ahora es el centro, alineándose el centralismo territorial mucho más claramente que hasta ahora con las posiciones más a la derecha, y facilitándose, en teoría, una competición más centrípeta.
¿Qué hay de lo mío?, por Sandra León
Las grandes sorpresas de los resultados de las pasadas elecciones generales las han protagonizado el descalabro de Ciudadanos y el fulgurante ascenso de Vox. Algo menos comentados ha sido el refuerzo y la resistencia del voto de corte regionalista/nacionalista (BNG, CCa-PNC-NC, PRC) y la aparición de un nuevo partido en el Congreso - Teruel Existe. Los resultados de estos partidos son llamativos porque, siendo unas elecciones generales y con un alto nivel de polarización, uno esperaría que los principales partidos de ámbito estatal tuvieran más capacidad de aglutinar voto. Si bien en el caso del BNG (o de Bildu, que también mejora resultados) su ascenso puede explicarse en gran medida por la polarización del debate territorial (auspiciada por el conflicto en Cataluña y el ascenso de Vox), la aparición de Teruel Existe o la capacidad de resistencia de PRC genera mayores incógnitas. ¿Significa que ante el bloque político de la política nacional y la incertidumbre general los ciudadanos prefieren aquellas opciones que, como mínimo, procuren beneficios para el territorio?
La consecuencia de la regionalización del voto en estas elecciones es que, desde un punto de vista de la gobernabilidad de un Estado descentralizado como el nuestro, las cosas se complican, pues los partidos de ámbito estatal han ido perdiendo la capacidad de articular intereses en todo el territorio. Ese papel es esencial porque permite engrasar las relaciones entre distintos niveles de gobierno: coordinando preferencias, consensuando posiciones de las distintas comunidades autónomas dentro de los partidos y, más importante, obligándoles a mantener un equilibrio entre el interés general del partido – el proyecto nacional – y los intereses de sus territorios. El parlamento que ha salido de estas elecciones no sólo está más fragmentado que en el 2016, sino que es más heterogéneo en el alcance u horizonte de los proyectos que sus parlamentarios representan. Los partidos regionalistas, por la naturaleza de su programa (defensa de los intereses del territorio) tienen menos interés o capacidad (diputados) para definir un proyecto para todo el Estado, aunque tendrán un papel esencial aportando estabilidad a la investidura o al ejecutivo a cambio, quizás, de más inversiones o competencias. El reto será encontrar un buen equilibrio entre el “qué hay de lo mío” y sus contribuciones a un proyecto común capaz de promover alianzas más allá de sus territorios.
Nueva “temporada” política, por Marta Romero
Como si se tratara de una serie de thriller político, la repetición electoral del 10 de noviembre ha marcado el fin de una “temporada” y el inicio de “otra”. Siguiendo con la metáfora televisiva, hay un cambio de escenografía. Entre los actores principales, encontramos que algunos (Pedro Sánchez), repiten su papel. Otros (Pablo Iglesias), pasan de secundarios a protagonistas. Hay nuevas incorporaciones (Íñigo Errejón) y bajas (Albert Rivera). Duelo de interpretaciones (Santiago Abascal frente a Pablo Casado). Ritmo vertiginoso. Aumento de la tensión política. Todos son elementos que ya hemos podido entrever en el tráiler de la nueva “temporada”. ¿Pero qué cabe esperar del desarrollo de los nuevos “capítulos”?
Apuntamos dos de los factores que pueden resultar clave en la nueva temporada política, y en los giros que se puedan producir: la crispación, y la fragmentación
El malestar de los ciudadanos con los partidos, los políticos y la política parece haberse convertido en un estado social de ánimo permanente. Desde hace una década, y de acuerdo con los datos del CIS, los ciudadanos vienen suspendiendo a la inmensa mayoría de los políticos. Ni los relevos de liderazgos en los partidos tradicionales, ni la irrupción de nuevas fuerzas políticas y líderes, han servido para renovar la confianza en la clase política. Ni tampoco para oxigenar el clima político. La preocupación por la política comenzó a dispararse a principios de 2010. Desde entonces la “cuestión política” ha ocupado los primeros puestos del ranking de problemas que, a ojos de la ciudadanía, tiene España.
Pero también es cierto que, en el último año, desde noviembre de 2018, se ha producido un nuevo y acusado repunte, hasta convertirse la política en el segundo problema del país percibido por la ciudadanía; y hacerlo, además, con niveles récord. La tensión a cuenta del conflicto catalán, el enfrentamiento entre los partidos políticos, la sobreactuación política, la falta de acuerdos o la dificultad, en los últimos cuatro años, para formar, a nivel nacional, gobiernos y que éstos sean duraderos, son sólo algunos de los factores que han contribuido a hacer casi irrespirable el clima político.
En la antesala de esta segunda repetición electoral, casi un 38% de los ciudadanos se mostraba preocupado por la política. Además, un 21% mostraba inquietud por el problema de la corrupción y el fraude, y a un 16%, le inquietaba la inestabilidad política y la falta de acuerdos. Ocho de cada diez ciudadanos valoraban de forma negativa la situación política.
Lejos de tener un efecto descompresor, los resultados electorales, y las primeras reacciones políticas y mediáticas, han arrojado un panorama político más polarizado y tensionado. Y en el que se van a añadir los efectos directos (y colaterales) de la estrategia de crispación máxima por la que un crecido Vox parece estar dispuesto a apostar. Con esta estrategia, la formación ultraderechista intentará convertirse en el partido que de facto lidere la oposición al (potencial) gobierno progresista de Pedro Sánchez-Pablo Iglesias, así como encabece la “batalla ideológica” contra las fuerzas independentistas y nacionalistas.
Los incentivos para hacerlo son muy altos para esta formación ultraderechista, ya que el descontento político y el sentimiento anti-político constituyen el caldo de cultivo en el que ha crecido electoralmente. Por votantes, son los electores de Vox los que mayor preocupación sienten por la política (además, de por la inmigración y la independencia de Cataluña). Por ello, en un clima político convulso que les favorece, el interés partidista de Vox pasaría por mantener un elevado nivel de agitación política con el que logren tener una gran visibilidad y potenciar (aún más) el descontento político. ¿Cuál será el umbral de crispación que la sociedad española podrá tolerar? ¿habrá una reacción social?
Tras las últimas elecciones, nos encontramos con el Congreso más fragmentado de la democracia, con 17 fuerzas políticas con representación parlamentaria. Y el más polarizado, al haberse acentuado la distancia en todos los ejes de competición política, así como haberse reforzado los antagonismos, ganado espacio los extremos.
Por una parte, se ha agrandado la brecha en el eje territorial e identitario (nacionalismo español versus nacionalismos territoriales), con el crecimiento de los partidos, que a un lado y otro del eje, lideran las posiciones más “duras” y extremas. El crecimiento de Vox se completa con la irrupción parlamentaria de la CUP, como dos fuerzas antagonistas. Por otra parte, se ha acentuado la brecha en el eje ideológico (con una mayor fragmentación de partidos por la izquierda, y el fortalecimiento de Vox por la derecha).
Pero también se ha acentuado la distancia en el eje de competición campo-ciudad/ centro-periferia, con el avance de los partidos regionalistas y la entrada en el Congreso de la plataforma Teruel Existe. Este último eje ha servido para evidenciar el escaso peso que tiene el Senado como Cámara de representación territorial frente al Congreso.
El antagonismo de las fuerzas políticas refuerza la idea de que más que intereses plurales, existen intereses contrapuestos e irreconciliables que conducen a un juego o competición política de suma cero, en el que lo que uno gana es lo que pierde otro. Y en el que no existen incentivos para la cooperación ni la moderación, pues las fuerzas políticas que defienden posiciones más moderadas o bien quedan anuladas (por falta de visibilidad), o bien sufren un efecto arrastre de radicalización de sus posiciones.
El hartazgo social a propósito de los problemas de gobernabilidad y tensiones que genera la competición entre fuerzas antagonistas podría contribuir a que el incentivo por moderarse o abandonar las posiciones extremas aumente. ¡Veremos!