Francia ha sido el décimo cuarto país en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Interesa este caso, entre otras cosas, por ser el país más poblado que ha aprobado, hasta la fecha, una ley de este tipo. No obstante, lo verdaderamente llamativo del proceso legislativo francés no ha sido la aprobación de la conocida como ‘Ley Taubira’, sino la continuada, masiva y, en ocasiones muy violenta oposición a esta reforma. Los opositores, espoleados por la derecha y la extrema derecha, la Iglesia católica, por personalidades imposibles como la cómica ‘Frigide Barjot’, así como por algunos activistas lesbianas y gays, se han movilizado repetidamente en la calle, y se han obstinado en atraer la atención de los medios de comunicación con iniciativas particularmente resonantes e imaginativas (invito al lector, por ejemplo, a que busque imágenes de las llamativas ‘Mariannes’ republicanas en la cabeza de la ‘manif pour tous’ de marzo de 2013).
¿Por qué ha sido notablemente más sencillo legalizar el matrimonio igualitario en España que en Francia, teniendo en cuenta los diferentes momentos temporales de ambos procesos legislativos y, también, las diferentes tradiciones históricas y políticas de ambos países? Es necesario recordar que, en España, la oposición a la legalización del matrimonio homosexual fue relativamente débil, centrada casi exclusivamente en el (fracasado) recurso al Tribunal Constitucional interpuesto por el PP. ¿No tendría que haber sido al revés? ¿No tendría Francia que haber sido el espejo en donde nosotros querríamos reflejarnos?
Vaya por delante mi negativa a aceptar las explicaciones cortoplacistas del tipo “la oposición al ‘mariage por tous’ no es una expresión del desprecio a los derechos de las minorías sexuales, sino una ‘excusa’ para castigar al Presidente Hollande por su política económica”. Creo que la cosa es un poco más complicada. Aunque las explicaciones no se agotan del todo en lo que prosigue, me gustaría discutir, al menos, tres circunstancias que se dan en Francia, pero que no están presentes en el caso español, y que pueden ayudar a entender por qué el mismo bocado ha causado una enorme indigestión en Francia cuando a nosotros nos sentó tan ricamente.
Empezando por lo aparentemente más evidente. La existencia, en Francia, de una activa e institucionalmente reconocida extrema derecha ofrece puntos de acceso a la agenda política a los argumentos que desafían convencionalismos basados en la corrección política; más aún, la legitimación parlamentaria proporciona incentivos para la movilización en la calle de votantes y simpatizantes de extrema-derecha (más de 6 millones de votantes en la primera ronda de las elecciones presidenciales de 2012), cuya proclividad hacia las estrategias de confrontación está más que demostrada. Así, mientras que en España ningún mimbro del PP osaría cuestionar, en público, la legitimidad moral de las decisiones familiares de las personas o parejas homosexuales, en Francia existe espacio público para representaciones publicas de la diferencia sexual en términos moralmente muy negativos. Famoso se ha hecho el político conservador Christian Vanneste , por ejemplo, el afirmar que la homosexualidad es una ‘aberración antropológica’.
La colonización absoluta de la derecha por parte del PP ha tenido un efecto sorprendentemente positivo para los derechos sexuales en España; la necesidad de contentar al centro ideológico ha impedido al PP discutir la asociación entre derechos sexuales y derechos humanos. Este partido, así, se ha visto arrastrado hacia posturas discursivamente favorables a la extensión del principio constitucional de la igualdad, con muy poco margen de maniobra para presentar una oposición basada en principios. Esta asociación, en cambio, sí ha sido brutalmente discutida en los Estados Unidos, y lo es también desde la extrema derecha europea, incluyendo la francesa. En España, las objeciones morales a la homosexualidad no tienen espacio en lo público; en Francia si. Este tipo de fracturas en la representación pública de los problemas genera incentivos para la movilización y la oposición activa a los avances en territorio de políticas morales, que dificultan el acuerdo y promueven las conocidas como ‘guerras culturales’.
En segundo lugar, en Francia el movimiento de lesbianas y gays no se ha mostrado tan solidamente unido en la defensa de la necesidad del matrimonio como ocurrió, y sigue ocurriendo, en España. La plataforma ‘homovox’, una iniciativa marginal pero muy publicitada, en la que (pocos) hombres y mujeres lesbianas y gays defendían su postura contraria al matrimonio igualitario, ha dado enorme espacio para los argumentos contrarios a la extensión del matrimonio civil a las parejas del mismo sexo. La clave, de nuevo, radica en encontrar fracturas en la definición pública de los problemas, que alteren los cálculos de costes y beneficios de los opositores radicales a las reformas en el terreno moral. Y es que no nos debería sorprender tanto que haya gente que piense lo siguiente: si hay hasta gays en contra del matrimonio entre gays, muy bueno no será, ¿no?
Y, finalmente, está la cuestión menos evidente, pero, a mi juicio, más importante. En España el debate nacional no es un debate sobre qué tipo de nación queremos ser, sino sobre si determinadas partes que, aparentemente, constituyen el todo nacional han de seguir siéndolo. En Francia, sin embargo, el debate nacional es un debate cultural, sobre qué comunidad se quiere crear y, también, hacia donde se ha de dirigir. Algunos de los análisis más prometedores del conflicto francés con el matrimonio igualitario apuntan en esta dirección:[1] el debate ha puesto de manifiesto la contraposición entre dos visiones de la república, una dinámica que inserta los principios de igualdad y justicia en un mundo cosmopolita y cambiante, y una estática que quiere aislar a la república del tornado de cambios culturales, políticos y económicos que definen el mundo globalizado de hoy en día. Una es una Francia plural, abierta a la diferencia sexual, a la inmigración, a las nuevas ideas; la otra es una Francia cerrada, celosa de su identidad, temerosa de lo que pueda venir.
No es cosa de elegir entre quien es peor enemigo, si los Obispos o los matones del Frente Nacional francés. Pero sí es importante reconocer que la peculiar configuración de nuestro sistema de partidos, la enorme habilidad estratégica del movimiento de lesbianas y gays español, así como las dinámicas propias a un conflicto territorial de corte tradicional han reducido enormemente los incentivos, en España, para la oposición al matrimonio igualitario como algo antiespañol o antidemocrático. En Francia, sin embargo, la radical transformación del matrimonio civil – recuérdese que en este país el matrimonio civil es obligatorio en todo caso, y no puede suplirse por una ceremonia religiosa – despierta el debate eterno sobre la identidad de lo francés, sobre los confines de la república, y sobre la capacidad real de cualquier comunidad política para asumir que las diferencias entre las personas no han de tener ninguna expresión en el ámbito de lo público y lo político.
[1] Me gustaría mencionar aquí en particular a la historiadora Camille Robcis, Cornell University (http://history.arts.cornell.edu/faculty-department-Robcis.php).
Francia ha sido el décimo cuarto país en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Interesa este caso, entre otras cosas, por ser el país más poblado que ha aprobado, hasta la fecha, una ley de este tipo. No obstante, lo verdaderamente llamativo del proceso legislativo francés no ha sido la aprobación de la conocida como ‘Ley Taubira’, sino la continuada, masiva y, en ocasiones muy violenta oposición a esta reforma. Los opositores, espoleados por la derecha y la extrema derecha, la Iglesia católica, por personalidades imposibles como la cómica ‘Frigide Barjot’, así como por algunos activistas lesbianas y gays, se han movilizado repetidamente en la calle, y se han obstinado en atraer la atención de los medios de comunicación con iniciativas particularmente resonantes e imaginativas (invito al lector, por ejemplo, a que busque imágenes de las llamativas ‘Mariannes’ republicanas en la cabeza de la ‘manif pour tous’ de marzo de 2013).
¿Por qué ha sido notablemente más sencillo legalizar el matrimonio igualitario en España que en Francia, teniendo en cuenta los diferentes momentos temporales de ambos procesos legislativos y, también, las diferentes tradiciones históricas y políticas de ambos países? Es necesario recordar que, en España, la oposición a la legalización del matrimonio homosexual fue relativamente débil, centrada casi exclusivamente en el (fracasado) recurso al Tribunal Constitucional interpuesto por el PP. ¿No tendría que haber sido al revés? ¿No tendría Francia que haber sido el espejo en donde nosotros querríamos reflejarnos?