En los últimos tiempos el referéndum está de moda en España por un doble motivo. Por un lado, la profunda crisis política que vivimos ha abierto el debate sobre nuestro modelo de democracia. Son muchas las voces que piden un sistema político más participativo donde los partidos tengan un papel menos relevante en beneficio de la voz de la calle. Es aquí donde los referéndums aparecen como solución mágica a muchos de nuestros males. Por otro lado, una abrumadora mayoría de catalanes demanda poder elegir de forma directa su relación con el resto de España. Las sucesivas Diadas de los últimos años y el referéndum escocés han dado alas a esta reclamación. Pero, ¿es el referéndum la solución para ambas situaciones? Veamos algunos argumentos que ponen en duda esta forma de participación política
La primera de las reflexiones la obtenemos de un libro que ha aparecido en los últimos días y que les recomiendo de forma encarecida: ¿Cómo votamos en los referéndums? (Catarata, Madrid) de Braulio Gómez y Joan Font (Eds.) En él se analiza el comportamiento electoral de los españoles en los distintos referéndums que se han celebrado en nuestro país. Una de sus conclusiones más robustas es que existe una fuerte relación entre las posturas de los partidos políticos y lo que finalmente votan los ciudadanos. O dicho de otra forma, las formaciones políticas parecen representar de forma muy acertada las preferencias de la gente. Si esto es así, la primera pregunta que nos surge es: ¿es necesario un referéndum si el resultado será muy similar a una votación en un Parlamento? ¿Hasta que punto es necesario tensionar una sociedad pudiéndose llegar al mismo resultado a través de las instituciones representativas?
En segundo lugar, los referéndums son un instrumento magnífico para evadir responsabilidades. Si por algo se definen las democracias representativas es porque los políticos son responsables de sus decisiones en la medida que éstas son sometidas a juicio público en las elecciones. Pero si un representante comienza a dejar en manos de los ciudadanos sus decisiones, siendo éstos quienes las adoptan a través de consultas directas, el político deja de ser responsable de estas decisiones. Es decir, la responsabilidad se trasladaría del representante al representado. De esta forma, la democracia dejaría de ser representativa y las elecciones no serían el “juicio final” de la legislatura. De hecho, en un referéndum, son tantas las personas responsables de la decisión, que al final nadie es responsable. Y sin responsabilidad, la democracia es muy imperfecta.
En tercer lugar, los referéndums son magníficos instrumentos de manipulación política. Esto significa que muchos gobiernos los convocan por razones que van más allá de la pregunta que se formula como, por ejemplo, ganar popularidad. Pero el comportamiento de las oposiciones no es menos oportunista y en muchas ocasiones los suelen utilizar como una ocasión más para desgastar al ejecutivo de turno. Esto es posible, entre otras razones, por la fuerte influencia partidista a la hora de decidir el sentido del voto, tal y como hemos visto anteriormente. Si esto es así, cuando los ciudadanos se enfrentan a un referéndum, sus motivaciones del voto no tienen mucho que ver con la pregunta que se formula, sino con otras cuestiones. Dicho de otra forma, las razones del voto en un referéndum tienen que ver con miles de razones, excepto con lo que se pregunta a la ciudadanía.
En cuarto lugar, cuando los resultados son muy ajustados, los perdedores tienen la tentación de esperar una “segunda vuelta”. En una democracia representativa, esto no es un problema muy serio. Sabemos que cada x tiempo las elecciones vuelven a celebrarse. Pero en el caso de los referéndums, ¿cada cuanto tiempo tienen que convocarse? ¿Una vez en cada generación? ¿Una vez en la vida? ¿Cada cinco años? El horizonte temporal de los referéndums para los perdedores que tocan con la punta de sus dedos la victoria no es algo simple y sencillo. Pueden tener la tentación de desestabilizar la situación política y convocar sistemáticamente movilizaciones ciudadanas hasta que logren la victoria.
En quinto lugar, no queda muy claro si un referéndum es el punto de partida o el punto de llegada de un problema. Es decir, si la convocatoria no se hace con plenas garantías y tras un debate serio y rigoroso, es posible que el referéndum acabe generando más inestabilidad que la existente previamente. Por eso, su convocatoria no es baladí y es necesario llevarlo a cabo cuando todas las partes están de acuerdo en que es la mejor forma de resolver un conflicto.
En sexto lugar, como toda forma de democracia directa donde los representantes se relacionan directamente con los representados, los controles intermedios desaparecen. Esto se traduce en una enorme desprotección de las minorías.
Por todo ello, considero que los referéndums no son un instrumento sencillo. Merecen una reflexión profunda más allá de lugares comunes y deseos personales. De hecho, las prisas no son buenas a la hora de convocarlos. Pero esto no significa que las consultas ciudadanas no sean una magnífica forma de resolver problemas democráticos. No obstante, para que así sea, tiene que cumplir con una serie de requisitos: que haya acuerdo entre las partes, que las reglas del juego quedan definidas con antelación, que el debate público sea constructivo y riguroso y que la pregunta sea sencilla y clara. Otra cosa será la gestión del resultado.
En los últimos tiempos el referéndum está de moda en España por un doble motivo. Por un lado, la profunda crisis política que vivimos ha abierto el debate sobre nuestro modelo de democracia. Son muchas las voces que piden un sistema político más participativo donde los partidos tengan un papel menos relevante en beneficio de la voz de la calle. Es aquí donde los referéndums aparecen como solución mágica a muchos de nuestros males. Por otro lado, una abrumadora mayoría de catalanes demanda poder elegir de forma directa su relación con el resto de España. Las sucesivas Diadas de los últimos años y el referéndum escocés han dado alas a esta reclamación. Pero, ¿es el referéndum la solución para ambas situaciones? Veamos algunos argumentos que ponen en duda esta forma de participación política
La primera de las reflexiones la obtenemos de un libro que ha aparecido en los últimos días y que les recomiendo de forma encarecida: ¿Cómo votamos en los referéndums? (Catarata, Madrid) de Braulio Gómez y Joan Font (Eds.) En él se analiza el comportamiento electoral de los españoles en los distintos referéndums que se han celebrado en nuestro país. Una de sus conclusiones más robustas es que existe una fuerte relación entre las posturas de los partidos políticos y lo que finalmente votan los ciudadanos. O dicho de otra forma, las formaciones políticas parecen representar de forma muy acertada las preferencias de la gente. Si esto es así, la primera pregunta que nos surge es: ¿es necesario un referéndum si el resultado será muy similar a una votación en un Parlamento? ¿Hasta que punto es necesario tensionar una sociedad pudiéndose llegar al mismo resultado a través de las instituciones representativas?