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Conchita es imparable
«We are unstoppable» («somos imparables») fue la contundente frase con la que culminó Conchita Wurst el sábado al recoger el primer premio en la final de Eurovisión. Y no se refería con ese «we» a las mujeres de barbas pobladas ni a los hombres con traje de cola, que también, pero eso sería quedarse en la punta del iceberg, como muchos han decidido hacer porque tienen miedo de mirar más allá. En ese «we» Conchita estaba incluyendo a todas aquellas personas que son diferentes o sufren discriminación y que todavía tienen mucho por lo que luchar para poder vivir una vida normal. Sí, porque aunque sea paradójico, ser diferente es normal, y a estas alturas de la vida, por triste e insólito que parezca, aún se hace necesario reivindicarlo en muchos países de nuestra Europa.
Se acusa a Eurovisión de ser anticuada, casposa o sin talento. Pero, una vez más, el festival no sólo ha demostrado que hay grandes voces y canciones, sino que de anticuada tiene bastante poco cuando sirve de escenario a la reivindicación de la igualdad, la no exclusión y la paz. En un contexto europeo donde desde lo político se ha decidido mirar a otro lado ante las flagrantes discriminaciones, persecuciones y violencia homófoba ejercida desde el poder de los gobiernos y las instituciones (especialmente en Rusia y otros países del Este) y que sufren el colectivo LGTB y todos aquellos que deciden vivir su vida de forma diferente y pacífica o simplemente en condiciones de igualdad, Eurovisión se ha convertido en una plataforma desde donde reivindicar el espíritu europeo de unidad e inclusión, y todo ello a través de alguien que personifica, en el escenario y fuera de él, lo transgresor, lo queer, lo no normativo.
Conchita Wurst llegó siendo la representante de Austria y ha terminado siendo la de Europa entera. Y no sólo porque así lo han querido los seguidores de Eurovisión, sino porque ha provocado declaraciones de personalidades políticas rusas que incluso han calificado su triunfo como «el fin de Europa», sin saber que precisamente su canción, «Rise like a Phoenix», trata sobre el resurgir de las cenizas. Puede que Conchita Wurst represente el fin de Europa, de una Europa que no mira hacia delante y desea enquistarse en el conservadurismo más atroz, pero también simboliza el resurgir de otra con un futuro sin miedos, empoderada, igualitaria, libre, transgénero.
Su victoria ha sido, incluso más que simbólica, necesaria. Habrá pobres de espíritu que la llamen «friki» o «mamarracha», que no sepan ver más allá de su transgresora imagen o que osen compararla con engendros artificiales y falsos como el Chikilicuatre, nuestro representante eurovisivo allá por 2008. Pero mientras éste se queda en la mera representación de algo cutre y verdaderamente ridículo, sin más pretensión, Conchita ha decidido alzarse como símbolo de la diversidad, apoyo altruista a las personas acosadas por su condición (recordemos que el propio artista que se esconde tras la barba, Thomas Neuwirth, creó el personaje de Conchita para superar su dificultosa salida del armario) y reconocimiento de derechos igualitarios.
Si Europa significa la eliminación de fronteras, Conchita Wurst debe ser su símbolo. Ella misma es la viva imagen de que poner límites no es más que algo artificioso que desune, excluye y discrimina. Borrar esas fronteras se puede lograr y ella es el mejor ejemplo. Eurovisión mira al futuro y Europa debería mirar a Eurovisión.
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