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Entre la energía como derecho y la energía para qué y para quién

11 de febrero de 2021 06:01 h

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Vivir sin energía es incompatible con tener una vida digna. Vivir sin energía provoca problemas de salud, tanto físicos como mentales. Vivir sin energía genera exclusión, deuda y estigma. Vivir sin energía puede provocar la muerte. Vivir sin energía es imposible.

Hablar de energía es hablar de la climatización de una casa y del acceso a una higiene adecuada, es hablar de cocinar y de conservar los alimentos, también es una cuestión de poder estudiar y de trabajar, es hablar de comunicación y contacto, es necesaria para hacer trámites administrativos que se exigen para seguir en la rueda burocrática, y sin duda es hablar tiempo de ocio y de cultura. Es hablar de una vida digna. Sin energía, da igual casi de qué actividad se realice, es imposible vivir.

Si esto está claro y es así de contundente, ¿debería ser la energía un derecho humano?

Los bienes comunes que sirven para “fabricar” energía están en cierto modo controlados por las compañías privadas que ponen precio, a veces desorbitado, a la luz. La factura de la electricidad en España subió un 66,8 por ciento entre 2008 y 2018. Un informe de la Asociación de Ciencias Ambientales afirma que el Estado español está entre los países de la Unión Europea con los precios de la energía doméstica más caros y donde más han aumentado desde 2008. Y eso, de manera prácticamente automática, genera exclusión. La pobreza energética tampoco ha dejado de aumentar: cada vez hay más gente que no puede pagar la luz y, por tanto, cada vez hay más gente que no puede encender la luz.

“Nadie puede vivir sin energía y los mercados financieros se aprovechan, al igual que en su día lo hicieron y siguen haciendo con la vivienda”, apunta el informe 'Emergencia habitacional, pobresa energètica i salut. Informe sobre la inseguretat residencial a Barcelona 2017-2020'. Es decir, que como no se puede vivir sin energía, las “consumidoras” son cautivas, sí o sí se están dentro de este “mercado”. Fuera, la vida es complicada. Un ejemplo claro es que con la aprobación del estado de alarma por la pandemia se han prohibido los cortes de luz y de agua en los domicilios. Siempre entre comillas. La situación de la Cañada Real es una dolorosa excepción; así como la vida de miles de personas temporeras que malviven en poblados chabolistas sin luz ni agua. A pesar de que el acceso a esta última sí que es un derecho humano desde hace diez años.

“La energía tiene que ser un derecho humano gestionado con criterios de prudencia. No se trata de acceder a toda la energía que desees, sino de acceder a cotas de energía que permitan satisfacer las necesidades humanas”, sostiene la antropóloga y activista ecofeminista Yayo Herrero, en una entrevista publicada en el monográfico de Energías de Pikara Magazine. “La gran trampa es que aquello que son bienes comunes tenga una gestión privada y sea gestionado con criterios de beneficio o de acumulación del capital. Si el acceso a la energía depende de que aquellas empresas que se lo apoderan ganen lo que ellas consideran que es lo que tiene que ganar, lo que sucede es que la vida de la gente está supeditada a los beneficios de esas empresas”, continúa.

“La energía es un derecho que debe ser garantizado”, dice en la misma publicación Laura Martín Murillo, directora para el Instituto para la Transición Justa, del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Democrático.

A priori, y así narrado, hay poco debate sobre la necesidad de que la energía sea un derecho humano, y que se facilite así el acceso con unos criterios de dignidad. El debate también debería ser cómo lograr que el sistema eléctrico y energético sea inclusivo, más democrático, no esquilme paisajes, no fomente desigualdades ni contribuya a las políticas extractivistas en las que siempre se ha sustentado. ¿De dónde viene la energía?, ¿energía para qué y para quién?

Una vez cubiertos unos mínimos de acceso para lograr una vida digna, pensar en el sistema energético debería llevar a una reflexión sobre niveles de consumo y sobre determinadas “necesidades”, así como una crítica del sistema energético que tenga en cuenta las políticas de gestión del territorio y los impactos no contados que genera producir energía. Podemos hablar de expulsión, empobrecimiento, pérdida de biodiversidad, privatización de lo común para beneficios de unos pocos…

Hace unos días nació la Alinza Energía y Territorio (ALIENTE): “Se ha alcanzado un consenso científico que respalda y constata que una transición energética capaz de afrontar los retos de la crisis climática no puede consistir en una transición meramente tecnológica como la que está ocurriendo, en apariencia ‘verde’ aunque carente de atención hacia el soporte sobre el que se instala dicha tecnología: el territorio. El modelo energético centralizado que se plantea satura los territorios con proyectos de renovables a gran escala y líneas de alta tensión, resultando devastador para el paisaje y la biodiversidad, al tiempo que genera en la sociedad un ideal de consumo ilimitado, mientras niega alternativas menos dañinas y menos consumistas”, recoge en su comunicado de lanzamiento.

¿De qué nos sirve encender todas las luces a la vez si al otro lado del cable se ha destruido un paraje, se ha mermado la biodiversidad de la zona y se empobrecido a quien allí habita? Hay que hablar de la energía como un derecho humano, pero también hay que hablar de cómo se produce la energía.

Vivir sin energía es incompatible con tener una vida digna. Vivir sin energía provoca problemas de salud, tanto físicos como mentales. Vivir sin energía genera exclusión, deuda y estigma. Vivir sin energía puede provocar la muerte. Vivir sin energía es imposible.

Hablar de energía es hablar de la climatización de una casa y del acceso a una higiene adecuada, es hablar de cocinar y de conservar los alimentos, también es una cuestión de poder estudiar y de trabajar, es hablar de comunicación y contacto, es necesaria para hacer trámites administrativos que se exigen para seguir en la rueda burocrática, y sin duda es hablar tiempo de ocio y de cultura. Es hablar de una vida digna. Sin energía, da igual casi de qué actividad se realice, es imposible vivir.