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El racismo es un riesgo para la salud

Tatiana Romero

21 de septiembre de 2022 06:00 h

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En Ciudadana, Claudia Rankine cita las investigaciones del epidemiólogo Sherman James, quien en 1980 concluyó que las personas -en este caso afroamericanas- que sufrían de manera prolongada y sistemática de discriminación racial padecían enfermedades cardiovasculares, ataques cardiacos y problemas de salud mental, debido al enorme estrés de soportar dicha discriminación. A este fenómeno se le conoce como “John Henryism”. El nombre hace referencia a la leyenda de John Henry el ferroviario, un trabajador negro que buscando que él y sus compañeros no fueran sustituídos en la construcción del ferrocaril por una máquina martilladora, juega una carrera al jefe fijando los clavos en los rieles a mayor velocidad que la propia máquina. Gana la carrera, pero muere inmediatamente después por el enorme esfuerzo que ello le supone. Enfrentarse al racismo, dice la misma Rankine es eso, estar en riesgo de muerte.

Al leer los primeros párrafos del libro Hija de inmigrantes, de Safia El Aaddam, volvió a mi mente la idea del johnhenrismo y no me abandonó hasta terminar la lectura. Comienza en la consulta de una psicóloga: “Me he dado cuenta de que soy incapaz de llevar a cabo cosas que son fáciles y sencillas para otras personas (...) siento que me van a rechazar, siento que se me forma una barrera en la garganta que le impide el paso a mi saliva. -Cierra los ojos e intenta viajar al recuerdo más antiguo que te haya hecho sentir así. La primera vez que te sentiste rechazada, Lunja, no importa qué edad tenías- me dice con un tono de voz más tranquilo todavía”.

A partir de esa primera escena se desarrolla una historia que podría ser la de cualquier hija de inmigrantes. Lunja, la protagonista, retrocede a su infancia en un pueblo de la costa catalana para contar una historia en la que el racismo prolongado y sistemático y la pobreza derivada del mismo racismo convierten a una niña en adulta antes de tiempo y cuya vida adulta está marcada por ataques de pánico y ansiedad generalizada.

Safia El Aaddam describe, desde los ojos de la pequeña Lunja y con la inocencia infantil de quien todavía no es capaz de entender por qué el mundo es cómo es, la sensación de desolación y el nudo en la garganta que provocan las risas, las miradas y las burlas por tener un nombre que a oídos de la profesora “es muy raro” y por eso es incapaz de pronunciarlo o recordarlo; la vergüenza de tener el pelo rizado, la tristeza de pensar que ha nacido con “el pelo estropeado” porque las compañeras le repiten una y otra vez que su pelo es feo, “como de estropajo”, porque ella misma sueña con tener el pelo liso y poder ponerse un lazo en la cabeza como la mayoría de niñas con las que va al colegio, las que a ojos de la sociedad representan lo bello.

Lo chocante que es que el llamado color carne no se parezca en nada a tu tono de piel, porque es rosa y no marrón, que en el patio te griten que tu color es como el de la caca y por eso apestas. La terrible frustración y sentimiento de soledad e indefensión al acudir a las profesoras para contarles que te insultan y ellas respondan que son solo bromas y a su vez se rían… de ti. Hija de inmigrantes duele porque rompe con la ilusión del colegio como lugar seguro, como “segunda casa”, para devolvernos la imagen real de un espacio más donde las violencias racistas y clasistas que se viven fuera de sus muros se reproducen. 

Los colegios son lugares peligrosos para las infancias racializadas, más del 10% del total de los casos de acoso escolar lo sufren los y las hijas de inmigrantes. Hace tan solo unos días, Saray, una niña de 10 años, se tiró de la ventana de su casa en un cuarto piso en Zaragoza porque no soportaba más el acoso racista que sufría: la llamaban “sudaca de mierda” desde el curso anterior. Era el segundo día de clases. El colegio no se responsabiliza de lo sucedido, muy por el contrario afirman que “no se esperaban algo así”, sin embargo, es el profesorado quien muchas veces, carente totalmente de alguna formación en antirracismo, permite y perpetúa las agresiones. Sin mencionar lo que supone que el profesorado sea en un 90 por ciento blanco y las únicas personas racializadas en los colegios, institutos y bachilleratos son trabajadoras del comedor o la limpieza.

El racismo y el clasismo en los centros de enseñanza son también causantes de la deserción académica, pero los prejuicios normalizan el abandono escolar achacándolo a la “falta de ganas de aprender”, la “pereza” de los hijos e hijas de inmigrantes, o la “mala cabeza” del alumnado gitano, sin poner el foco en las condiciones materiales y las experiencias vitales de cada estudiante.

“¿Todavía no tienes los libros?”, le pregunta un profesor a Lunja en la tercera semana de clases. Ella sabe que no tendrá libros durante todo el curso porque su familia no puede permitirse pagar ni los suyos ni los de su hermano y con vergüenza repite una y otra vez que “ya están pedidos pero no han llegado a la librería”. Sus profesores también lo saben y aun así insisten en hacer la misma pregunta semana tras semana, año tras año, avergonzándola frente a toda la clase. “Estudiar es de ricos, no de pobres”, dice Lunja y continúa: “El sistema educativo español excluye y hace daño. No, los pobres y los inmigrantes pobres no fracasamos en el instituto. No nos cuesta. No es que no queramos estudiar y fracasemos, es que no nos dejáis. El sistema educativo está hecho para excluir a las personas pobres y migrantes, para mantenernos siempre en la exclusión y que no subamos ningún escalón”. Apunta Silvia Agüero en muchas de sus charlas que “no he fracasado yo, el sistema ha fracasado conmigo”, al hablar de la brecha educativa de la comunidad gitana.

La discriminación y exclusión comienza en los primeros años de vida de los y las hijas de inmigrantes y de las infancias racializadas y se extiende a lo largo de nuestra vida, independientemente del nivel de escolaridad o el puesto de trabajo. El johnhenrysmo es extensible a la experiencia de Lunja, quien al ser víctima de racismo y acoso laboral, comienza a sufrir pinchazos en el estómago, dolores, vómitos, mareos, ansiedad y ataques de pánico. El racismo es una herida que se infringe sobre los cuerpos de personas muy pequeñas y que va haciéndose más grande y creciendo con el paso de los años, sin tener ni un solo momento de respiro para poder limpiarla, cauterizarla y que pueda cicatrizar, hasta que llega un momento en el que el enorme estrés que supone soportarlo, nos enferma.

El libro de Safia El Aaddam es una novela valiente y necesaria, una crítica al sistema educativo español, una denuncia del racismo estructural, un testimonio en primera persona del acoso escolar, la pobreza infantil y, también, una muestra de la urgencia que muchas hijas de inmigrantes y personas racializadas tenemos de hablar de ello.

En Ciudadana, Claudia Rankine cita las investigaciones del epidemiólogo Sherman James, quien en 1980 concluyó que las personas -en este caso afroamericanas- que sufrían de manera prolongada y sistemática de discriminación racial padecían enfermedades cardiovasculares, ataques cardiacos y problemas de salud mental, debido al enorme estrés de soportar dicha discriminación. A este fenómeno se le conoce como “John Henryism”. El nombre hace referencia a la leyenda de John Henry el ferroviario, un trabajador negro que buscando que él y sus compañeros no fueran sustituídos en la construcción del ferrocaril por una máquina martilladora, juega una carrera al jefe fijando los clavos en los rieles a mayor velocidad que la propia máquina. Gana la carrera, pero muere inmediatamente después por el enorme esfuerzo que ello le supone. Enfrentarse al racismo, dice la misma Rankine es eso, estar en riesgo de muerte.

Al leer los primeros párrafos del libro Hija de inmigrantes, de Safia El Aaddam, volvió a mi mente la idea del johnhenrismo y no me abandonó hasta terminar la lectura. Comienza en la consulta de una psicóloga: “Me he dado cuenta de que soy incapaz de llevar a cabo cosas que son fáciles y sencillas para otras personas (...) siento que me van a rechazar, siento que se me forma una barrera en la garganta que le impide el paso a mi saliva. -Cierra los ojos e intenta viajar al recuerdo más antiguo que te haya hecho sentir así. La primera vez que te sentiste rechazada, Lunja, no importa qué edad tenías- me dice con un tono de voz más tranquilo todavía”.