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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Pedro in the Sky with Diamonds

Pedro Sánchez sube a la tribuna para iniciar su discurso.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Pedro Sánchez se presentó en el Congreso decidido a no decir nada, o lo mínimo posible, sobre los asuntos que interesan a los únicos partidos que pueden concederle la investidura con sus votos. Parecen dispuestos a hacerlo, pero si tienen que tomar una decisión en función del discurso pronunciado por Sánchez, lo más razonable habría sido quedarse en casa esta mañana. Ahorrarse el tocho de una hora y 52 minutos y esperar al turno de réplicas que se producirá por la tarde después de las intervenciones de los portavoces de la oposición.

En los minutos finales del discurso, el candidato a la reelección se dignó a hacer una referencia de una sola frase a las negociaciones en marcha con Unidas Podemos. No crean que fue la bomba, sino un simple reconocimiento de su existencia. El monitor gigante que está en el hemiciclo ofreció en ese momento un plano corto de Pablo Iglesias. Se le veía una cara con intenciones casi homicidas, o quizá sólo estaba mortalmente aburrido. Si hay que guiarse por su rostro en relación al éxito de las negociaciones, la cosa no anda muy boyante.

Pero unos instantes después se produjo una situación que seguro que enfureció (más) a Iglesias. Sánchez miró directamente a Pablo Casado para reclamarle la abstención en la votación de investidura: “Lo que les pido es que retiren las barreras, que España tenga un Gobierno, que avance”.

Sumados esos momentos, Sánchez había dedicado más tiempo a pedir a la derecha su apoyo en forma de abstención que a hablar de los contactos negociadores con el partido de Iglesias. Y con eso cerró el discurso. Ese era el broche que quería elegir.

Hay otro grupo parlamentario que debía estar atento al discurso, el de ERC. Si querían escuchar algún planteamiento de diálogo por parte del líder del PSOE, se quedaron con las ganas. Sánchez habló más tiempo de China que de la crisis política de Catalunya.

Sánchez sí reservó unas frases para elogiar a Josep Borrell por su futuro nombramiento europeo. En ese momento, Gabriel Rufián resopló en plan no me puedo creer lo que estoy oyendo. Pasa de nosotros como si le diera igual lo que voten los 15 diputados de ERC.

En política, no es como cuando eres niño y te dan miedo los rayos o los truenos. No puedes taparte los oídos y salir corriendo. Bueno, eso es lo que hizo Sánchez al no mencionar directamente la mayor crisis constitucional sufrida por este país desde los 80. Alguno pensará que es porque ya se ha solucionado, pero Moncloa y el PSOE saben que no es cierto. Como los niños, al menos en un discurso puede fingir que algunos problemas no existen.

El discurso de Pedro Sánchez tuvo algo de irreal. Como propuesta de investidura que se precie, contenía un alto número de compromisos y promesas. Leyes sobre todo. Propuestas concretas, algo menos. Habló de “medidas para frenar las subidas abusivas de los alquileres”, pero no dijo cuáles. Derogar la 'ley mordaza', “un compromiso que quiero asumir de forma expresa”. Ley de muerte digna. Mucho sobre transición ecológica. Un compromiso con el feminismo (“no puede haber una relación sexual sin el consentimiento expreso de la mujer”: con aplausos del PSOE, Podemos, Pablo Casado, su diputada Belén Hoyo y un puñado de diputados del PP).

Todo el rato en primera persona del plural. Vamos a hacer esto. Vamos a aprobar eso. ¿Con qué votos? ¿Con el apoyo de qué partidos?

El discurso tenía un aire de ficción soñada con la ayuda de sustancias que no se venden en establecimientos legales. Sánchez veía flores de celofán amarillas y verdes elevándose sobre su cabeza, un escenario idílico en que un gigantesco programa legislativo se aprueba en el Congreso por arte de magia mientras Iglesias mira enfurruñado mientras come pasteles de colores.

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