Llámase ‘violín de Ingres’ a la “gran afición que, más allá de su actividad reconocida, sienten o practican los sabios de una u otra faceta”; o sea, bajándonos a la tierra. Un pasatiempo que se ejecuta con brío y pasión“, un hobby. El de este diletante que les escribe es la investigación, más bien divulgación, literaria y filológica –ya les he contado aquí las penalidades de Cervantes, el término ‘discapacitado’ y la ejemplar historia del esclavo y catedrático Juan Latino–, de modo que, ras le bol –que dicen los franceses. Hasta los ésos, que dicen en mi barrio– por el hartazgo intelectual y moral de la pasada campaña electoral, procedo a mi afición.
Decepcionado con la desidia abstencionista de mis conciudadanos españoles (50,7%) y europeos (51%); con el voto a partidos cuyas ideas para Europa son exclusivamente ser califa en lugar del califa local, siguiendo la arenga de Aznar –“el que pueda hacer, que haga”–; con las redes sociales transformadas en barras tabernarias, invadidas por hordas de odiadores insultantes y repetidores de las campañas practicadas y aconsejadas en los argumentarios de sus mayores y por protodelincuentes que aconsejaban escribir a mano un apoyo a Begoña Gómez contra la persecución judicial-mediático-derechista o meter dos papeletas del PSOE en el sobre asegurando que contarían como dos votos (también de la otra parte, según Marc Amorós, periodista experto en bulos: “Se decía que podías hacer el voto dual con PP y Vox, incluso poner los porcentajes con los que votarías a cada uno”).
Harto, pues, aprovecho que se cumple estos días el 807º aniversario de la leyenda de los amantes de Teruel para entretenerles –ya les he contado que el joven y malogrado maestro periodista Cuco Cerecedo (1940-1977) decía que “los lectores de Internacional [en su caso, en Cambio 16] también tienen derecho a divertirse”, acaso más– con una historieta de amor y clasismo durante la Baja Edad Media en territorios de la Corona de Aragón.
Doble muerte por amor
Siglo XIII, pleno medievo. Ya unidas las dinastías de la casa real aragonesa con la del condado de Barcelona, el reino de Aragón ha terminado de reconquistar su territorio y avanzado por el arco mediterráneo hasta las puertas de Murcia, el Jardín de al-Ándalus. Conquista árabe y Reconquista cristiana son términos en revisión por algunas tendencias historiográficas –personalmente, siempre me ha sorprendido que la primera empleara sólo ocho años en llegar de Tarifa (o Cartagena) a la Occitania y la segunda ocho siglos para rehacer el trayecto contrario–, pero en el año 1217 convivían ambas civilizaciones, más la judía, en los territorios cristianizados.
Preparémonos un té rápido –un Earl Grey de Twinnings, desde luego, muy cargado, con miel y un chorrito de limón, sin pastas– para degustar la preciosa leyenda que cuenta la desgracia de dos personajes históricos: el joven noble Juan Martínez de Marcilla, rebautizado Diego de Marcilla en los textos literarios posteriores, tan pobre como enamorado de Isabel de Segura, bella joven dama hija de familia turolense noble y acaudalada. Diego ha de salir en busca de fortuna por el periodo de cinco años que le promete el padre para guardarle la mano de la joven, a la que quiere casar con un pretendiente adinerado. La fortuna le sonríe al caballero en las guerras mudéjares de Murcia y Andalucía –el historiador renacentista Francisco Cascales habla de un Marcilla en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) en sus Discursos Históricos de la Ciudad de Murcia (1621)–, pero la fatalidad le obliga a apurar el plazo, aunque entra en Teruel el mismo día que se cumple. Lo recibe el jolgorio de las celebraciones de una gran boda en la ciudad, que había tenido lugar el día anterior, lo que el joven toma por buen augurio, hasta que conoce que la novia había sido su amada Isabel.
Consigue entrevistarse con ella, que le confía que sigue siendo virgen pues había puesto como condición para casarse un día antes de que expirase el término había sido no ‘consumir’ matrimonio la noche de bodas. Ambos están desfallecidos de dolor por la desdicha mutua. Él le pide un beso de despedida que ella le niega por su condición de esposa de otro hombre. Diego insiste y, tras un segundo rechazo, se desploma sin vida a sus pies.
Las alegrías musicales de la víspera se truecan en el monótono y sombrío repique de las campanas tocando a muerto. En la iglesia de San Pedro, la misma donde se había casado Isabel, se alza el túmulo de Diego. A mitad del oficio religioso de los funerales, la figura estilizada de Isabel recorre como un torbellino de luz las tenebrosas naves hasta el pálido cadáver de su amado; abraza su cuerpo y sella su boca con sus labios. Nunca se dirá mejor que el silencio es mortal: Isabel no llora ni se lamenta, los asistentes al funeral no reaccionan y tampoco el cura, que opta por continuar el oficio. Hasta que no termina, nadie se atreve a separar a Isabel de Diego y cuando tratan de hacerlo con palabras de consuelo, Isabel cae muerta al suelo. Se conoce su voluntad de ser enterrada junto a su amado, con las manos entrelazadas, a lo que acceden ambas familias, que, humilladas por la desventura de sus hijos, se reconcilian –del marido no habla nadie; parece que por mucho que asesinaran en nombre de su honor, la condición de 'cornudo' no era muy respetable.
Digamos al paso, como curiosidad, que nada se dice sobre las causas de la muerte de Isabel; ‘aparenta’ ser de mal de amor, pero, ¿ha tomado un bebedizo, como veremos en la Madonna Fiammetta (1343) y en el Decamerón (1353) de Boccaccio, o aún no ha llegado a la literatura castellana la hora de una Melibea suicida por amor a Calisto en La Celestina (1499)?
La leyenda enseguida se hizo muy popular en una Europa literariamente dispuesta para la ficción sentimental prerrenacentista, para el individuo como sujeto central de la vida. Pero, ¿leyenda o historia?
En uno de los tantos meneos como se daban en los enterramientos eclesiásticos para hacer sitio a nuevas vanidades adineradas recién fallecidas, hacia 1619 fueron exhumados de la capilla de san Cosme y san Damián de la iglesia de San Pedro dos cuerpos momificados de una mujer y hombre cogidos de la mano y con los vestidos en buenas condiciones.
Coincidencias demasiado afortunadas
El notario que identificó las momias como la de los dos no-amantes pero muy amadores fue Juan Yagüe de Salas (Teruel, 1561-1621). La sucesión de hechos no puede ser más sorprendente: el notario y escribano, secretario y archivero del concejo de la ciudad de Teruel, también era poeta y miembro de la Academia de los Montañeses del Parnaso, fundada en Valencia por Guillén de Castro como sucesora de la muy famosa valenciana de los Nocturnos. Tres años antes, en 1616, había dado a la imprenta la Epopeya Trágica de los Amantes de Teruel, un poema narrativo escrito en 'sólo' 20.043 endecasílabos, que le valió ser considerado poeta turolense principal y por lo que Cervantes le dedicó un soneto. Su epopeya, ya conocida como Los Amantes de Teruel, siguió fielmente los hechos narrados en la tradición oral y en diversos textos del siglo anterior, el XVI.
Lo curioso es que cinco días antes del descubrimiento de las momias enamoradas, el propio Yagüe de Salas encuentra en el llamado Archivo Pequeño de la ciudad, el que se conoce –por los textos, pues desapareció– lo que se da en llamar “papel de letra antigua” con la relación de la historia de Diego e Isabel. Yagüe se rodea de una verdadera corte –otros dos notarios, el vicario del templo y otros clérigos, un descendiente de los Marcilla y varios testigos oculares para testificar el descubrimiento, del que se levanta acta con dos protocolos, de las notarías de Yagüe y de Juan Hernández, uno de los otros dos notarios –y que se conservan en el Archivo Histórico Provincial–, en los que se transcribe el citado documento “de letra antigua”, junto con una detallada descripción de las momias y de sus vestimentas.
El suceder en tiempos de farsantes –¿cuáles no lo son?–, el hincapié que se hace para descartar una falsificación –esa insistencia en que se trata de “papel de letra antigua” y esa procesión de personajes como para dar verosimilitud a una identificación por entonces imposible y sólo indirecta– y esas casualidades tan oportunas, no dejan descartar ninguna sospecha. Y, al tiempo, revela la popularidad de la tradición y la importancia de ambos descubrimientos, para una leyenda, un hecho, que ya llevaba más de un siglo, que se conozca, inserto en la tradición literaria.
La primera obra de que se tiene constancia que cuenta los infortunios de los enamorados es la Historia lastimosa y sentida de los dos tiernos amantes Marcilla y Segura, naturales de Teruel, ahora nuevamente copilada y dada a luz por Pedro de Alventosa, vecino de dicha ciudad. Relato que, por desgracia, no se conserva y del que sabemos su existencia gracias a don Pascual de Gayangos y Arce (Sevilla, 1809-Londres, 1897) –uno esos eruditos del XIX que tanto trabajaron por la literatura española; el nuestro, arabista y, además, bibliógrafo–, quien pudo copiar su ficha bibliográfica en Londres, cuando redactaba las notas a la traducción española de la Historia de la literatura española’, del hispanista norteamericano M. George Ticknor (a quien, por cierto, el renombrado cervantista novecentista Cayetano Alberto de la Barrera, con displicencia adecuadamente británica, lo califica en su Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español, de “diligente, si bien algunas veces ligero e inexacto”).
“Del contenido concreto de la versión de Alventosa, Gayangos no nos dice nada y sus dieciséis hojas en cuarto a dos columnas no se han vuelto a encontrar”, informa el historiador Antonio Linage Conde (Sepúlveda, Segovia, 1931), quien observa que ese “nuevamente compilada” del título de Alventosa supone al menos un relato anterior. Relato que ha de ser de la segunda mitad del siglo XV o de antes, porque en la novela castellana Triste deleytación, de autor anónimo, datada hacia 1450, se menciona la historia, pero como no se ‘copila’ ha de suponerse que cita una obra, si no más, anterior y, además, conocida. Encontramos otras alusiones a Diego e Isabel en loss siglo XVI y XVII, en poemas, tragedias y novelas de caballerías.
Linage Conde es el Yagüe de Salas contemporáneo, pues a su condición académica de historiador une la profesión de la notaría y como fue, además, notario de Teruel, sumó ambas capacidades para revisar a fondo la documentación sobre todos los protagonistas de la desgraciada historia de amor. Y él, como otros historiadores devotos de esta tradición, conscientes de que no hay pruebas definitivas sobre los extremos del relato ni de la identidad cierta de la pareja momificada, se inclina por su verosimilitud histórica a la espera de que aparezcan pruebas o san ADN aclare las cosas.
Lo que no es plagio es tradición
Pero, de momento, la historiografía actual está dividido entre quienes mantienen que se trata de un relato de ficción y no de una narración histórica y los que aseguran su historicidad. El medievalista turolense Fernando López Rajadel ha llegado a la conclusión de que esta historia forma parte de un manuscrito fantasioso que mandó escribir la familia Marcilla a finales del siglo XV para ensalzar su linaje y que las momias rescatadas de la capilla de la iglesia de San Pedro corresponden en realidad a una madre y su hijo. Por el contrario, el historiador Conrado Guardiola Alcover sostiene lo verídico del relato en base a las alusiones del citado volumen Triste deleytación y otros textos renacentistas.
Nos movemos en un terreno pantanoso, donde las refundiciones literarias están a la orden del día sin que las nuevas obras confirmen la autenticidad de las anteriores.
A propósito de la pertinaz pelea entre Cervantes y Lope de Vega, cruel aunque no cruenta, el profesor Guillermo Carrascón Garrido, de la Universidad de Turín, señala que “en su profunda incomprensión del nuevo sistema teatral, que para 1613 estaba ya bastante establecido, Cervantes tampoco se había dado cuenta de que la práctica posteriormente llamada 'refundición' era una de las formas de la intertextualidad en que se asentaban los cimientos de la comedia nueva”.
Es extraño, pues era técnica poética cotidiana –las traductio, amplificatio, imitatio, aemulatio e inventio–, que no sólo viene del renacimiento sino que perdurará con excelente salud hasta que, entrado el siglo XVIII, cambie la consideración filosófica de la poesía y de ciencia –'la gaya ciencia'– pase a ser considerada creación. Bueno, hasta bien entrado el siglo XVIII, el XIX, el XX y seguro que el XXI: pensemos cómo la técnica ha sobrevivido en el teatro con las adaptaciones y versiones firmadas también por el manipulador y no digamos nada del picadillo que el cine ha hecho de las obras originales, clásicas y modernas, que no distingue. Otro día les cuento lo que llamo el primer 'bestseller jolivudiano' de la historia en la literatura española: la historia del Myo Cid Rodrigo el de Vivar, cantar contemporáneo de los amantes de Teruel.
Veamos lo que da de sí con un ejemplo: la comedia de Lope Castelvines y Monteses (datada entre 1606 y 1612) se basa en una novela italiana de la recopilación Historias trágicas exemplares sacadas de las obras del Bandello Veronés (impresas en Salamanca, 1589), obra de Matteo Bandello (Castelnuovo Scrivia, Italia, 1480-Agen, Francia, 1562), la misma que utiliza William Shakespeare para su Romeo y Julieta (ca. 1595), aunque en Lope el amor no es trágico sino constructivo y conduce a los amantes a unas relaciones felices en las que ellos y sus antagónicas familias comen perdices, si es que el escritor italiano del XVI no lo tomó de la leyenda turolense del siglo XIII.
Me pregunto si Bandello no habría bebido en las ya se ve que bastantes aguas, orales y escritas, de la leyenda-realidad de los amantes de Teruel y si de él y/o de ellas lo hicieron Lope y Shakespeare. Pero no hay que dejar de tener en cuenta que por muy singular que parezca la historia que nos ocupa, por su capacidad para exaltar el ánimo, no deja de ser un argumento manido, universal e intemporal. Porque aunque es verdad que ha pasado casi un siglo y medio desde los sucesos turolenses hasta que Giovanni Boccaccio escribe su Decamerón (1353), sería más complicado, si no imposible, trazar el conocimiento de los hechos por el genio italiano como inspiración de la novella o jornada cuarta de su libro.
Cuando el caballero renacentista se baja del caballo y deja en él el amor cortés de los juglares para echarse en el catre con las armas del amor altanero, Boccaccio produce el impresionante discurso moral que la bellísima Ghismunda, enamorada de Guiscardo, dirige a Tancredo, su cruel padre, que ha ordenado asesinar al joven para arrancarlo de los brazos de su hija y a quien presentan el corazón de su amante en una copa de oro, sobre el que Ghismunda vierte veneno y se suicida. Reléase: no se encontrará en la cartelera espectáculo de mayor belleza.
De modo que, ¿quién sabe? La imitatio continúa, ahora también de los imitadores, de fuera y de aquí. Tirso de Molina escribe Los amantes de Teruel (1635), con los trucos aprendidos de Lope: Diego no marcha a batalla tan remota como la de las Navas de Tolosa (Jaén, 1212) sino a la de La Goleta (Túnez, 1535), aún viva en el imaginario popular, donde, además tiene la oportunidad de salvar la vida nada menos que a Carlos V, quien, como es natural, lo cubre de riquezas para comprar la mano de Isabel.
Y el imitador del imitador es imitado: Juan Pérez de Montalbán, el colega y hagiógrafo de Lope, que utilizó más la obra de Tirso que la de su maestro para su Los amantes de Teruel (1638), mejora de la versión de Tirso para alguna crítica. No sé si en la misma estela 'postlopesca', Pérez de Montalbán añadió nuevas sabrosas innovaciones en la historia original, pero de hacerlo se quedaría corto respecto a Juan Eugenio Hartzenbusch (Madrid, 1806-1880), quien vuelve a los cinco actos por cuyo rechazo se habían peleado Cervantes, que reivindicaba la paternidad de los tres actos, y Lope, que se la atribuía a su amigo el capitán Cristóbal de Virués (Valencia, 1550-1614), mezcla verso y prosa, mientras que susurraba a su hagiógrafo Montalbán: di que fui yo, que digo que fue el capitán Virués por humildad.
En la vorágine imitativa, superada la ampliatio por Tirso y la emulatio por Montalbán, de manos del brillante hijo de un ebanista alemán y una española, llega la inventio: dos siglos después, Los amantes de Teruel (1837) de Hartzenbusch es prueba que las comedias aún “como las paga el vulgo, es justo/ hablarle en necio para darle gusto”, como dijo Lope en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Dirigido a la Academia de Madrid (1610), por si no hubiera sido malhadada la vida de los pobres amantes, el inventor se inventa para Diego una violenta novia musulmana, Zulima, y para Isabel, una madre adúltera.
Una Zulima enamorada de Diego y vengativa y una doña Margarita, madre de Isabel, casquivana, por don Juan Eugenio Hartzenbusch ¿Será posible?
Si Hartzenbusch, justamente considerado, creo, un principal de los dramaturgos del Romanticismo español, adultera con 'corazonadas' y 'basurillas' la tersa historia de Diego e Isabel, a veces parece preferible la brutalidad del ingenio popular, que para reducir el mal de amor a los estrictos límites domésticos, para que el tufo a repollo hirviendo o a sardinas friéndose impida que se confunda una pelea con una épica, perpetró el conocido pareado:
Los amantes de Teruel,
tonta ella y tonto él.
Claro que a quienes nos guste ‘esa olor’ –la de las sardinas, ¿eh? No la del repollo–.
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