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Teresa de Ávila, la santa demediada

Teresa de Ávila, de Tamara de Lempicka

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Si el camino de la santidad está erizado de tribulaciones, el entrar el alma con fanfarrias en el Reino del Altísimo no garantiza la paz de los restos mortales del elegido en lo bajísimo.

Los de Teresa de Cepeda y Ahumada, Teresa de Ávila, santa Teresa de Jesús, (Ávila, o Gotarrendura, 1515-Alba de Tormes, Salamanca, 1582) son un vivo ejemplo de ello: a finales del pasado agosto, su sepulcro ha sido nuevamente abierto, esta vez a instancias de unos científicos italianos que convencieron al dicasterio romano para realizar unas pruebas en sus restos y reliquias sin duda trascendentes para un mayor conocimiento de la santa, cuyo objetivo se me escapa. La nueva pesquisa científica de las reliquias y del cuerpo de la fundadora de la orden de las carmelitas descalzas fue autorizada por el Vaticano con la condición de que “no perjudique, dañe o disminuya en manera alguna la integridad del mismo”. La integridad se entiende, de lo desintegrado.

Ha sido la última intervención sobre uno de los cadáveres famosos más baqueteados de la historia: tras pasar por tres entierros, su sepulcro ha sido abierto varias veces, unas para comprobar su “entera incorrupción”; otras para, ya digo, investigaciones científicas y unas terceras, incluso para saciar la curiosidad de alguna abnegada autoridad: en 1588, a petición del obispo de Salamanca, Jerónimo Manrique y en 1914, el general de la orden carmelita, Clemente de los Santos, de viaje en España, tuvo la curiosidad de ver los restos de los fundadores: san Juan de la Cruz, en Segovia, y santa Teresa, en Alba de Tormes... La momia de la primera doctora universal de la Iglesia se ha convertido en estos cuatro siglos y medio pasados desde su muerte en una expendeduría de carne santa diseminada por toda la geografía española, italiana e incluso americana.

Veamos por encima lo que se exhibe en el mostrador del expolio. Lo que queda del cadáver reposa, si puede decirse así, en el monasterio de la Anunciación, en Alba de Tormes, donde está su sepulcro, pero el brazo izquierdo y el corazón están en sendos relicarios separados del cuerpo; el uno, cortado en 1585 y el otro, extraído en 1588. Antes, en julio de 1583, el provincial de la orden, Jerónimo de la Madre de Dios, cortó la mano izquierda para las carmelitas descalzas de Ávila y, de ella, el dedo meñique para quedárselo él, que dejó por escrito que desde lo que tenía no había sufrido enfermedades de importancia.

Las carmelitas de Madrid, las Malagón y las de Valladolid tienen por auténticos repitajos de carne con forma de corazón. Y dientes y muelas son venerados en el convento de San José de Toledo, en la catedral de Santiago de Compostela y en Puebla de Zaragoza, México. En el convento de Ronda, el ojo izquierdo y en el de San José de Ávila, que fue uno de sus enterramientos, una clavícula. El Convento de Santa Teresa de Ávila tiene un dedo anular. Se mandó a Roma el pie derecho, que se encuentra en la Iglesia de Santa Maria della Scala. El convento de San José de Sevilla adora partes de un dedo y de una costilla y hay otro dedo de la santa en Sanlúcar de Barrameda. En fin, en 1614, año de su beatificación, se envió el pie derecho al convento romano de Santa María della Scala y un trozo de la mandíbula superior, fragmentos del cráneo y unos dientes al de San Pancracio. Y, en fin, la iglesia de Nuestra Señora de Loreto de París exhibe un dedo que considera reliquia teresiana.

El féretro no corrió mejor suerte y estuvo dando tumbos: del convento de la Anunciación de Alba de Tormes al de San José de Ávila, primera fundación de los carmelitas descalzos de Teresa, el primer palomar como los denominaría, y de aquí, tras pleitos, de nuevo a Alba de Tormes, predio del ducado de Alba, donde sufriría tres traslados en diversas dependencias hasta el, por ahora, definitivo: un camarín mantenido por los Alba en un túmulo costeado en 1750 por el rey Fernando VI que contiene dentro de un féretro de mármol una caja de plata con lo que resta de la santa.

Para abrirlo, son necesarias diez llaves: tres las custodia la casa de Alba; otras tres, la orden carmelita; tres más, el Vaticano y la décima, honorífica e innecesaria para la apertura, la casa real española.

En vista de lo visto, pocas llaves nos parecen.

La mano de Teresa, la ‘pata de conejo’ de Franco

La mano izquierda de Teresa de Ávila no corrió mejor suerte. Ya hemos contado que el provincial Jerónimo de la Madre de Dios fue quien la cortó y, tras quedarse con el dedo meñique para su devoción particular, la depositó en el convento de San José de Ávila, pero en 1585 la cedió al convento carmelita de San Alberto de Lisboa, y más tarde, al de Santa Maria dos Olivais. Durante la revolución portuguesa republicana y anticlerical de 1910, las carmelitas la enviaron de vuelta a España, al convento de las descalzas de Ronda. La mano, ya en un relicario, un guante de plata cuajado de piedras preciosas, fue requisada por milicianos anarquistas al iniciarse la guerra civil y cuando el ejército leal se retiró de Málaga, las tropas traidoras la encontraron entre los pertrechos del coronel José Eduardo Villalba Rubio, jefe del Ejército del Sur. Los nuevos expoliadores la enviaron al cuartel general de Franco en Salamanca, quien, fascinado por la reliquia e imitador del fetichismo supersticioso de Felipe II, con el que se identificaba, se negó a devolverla a su convento, la conservó toda su vida, hizo construir en su dormitorio del palacio de El Pardo un oratorio para exponerla y no viajaba si no era en su compañía. Consideraba que la mano de la santa de Ávila le había llegado “de forma milagrosa” y desoyó las numerosas misivas de las monjas carmelitanas de Ronda para que le restituyera su propiedad: era su mascota, su talismán de la suerte, su pata de conejo y que sus tropas golpistas entraran en Madrid el 28 de marzo de 1939, 424º aniversario del nacimiento de Teresa de Cepeda y Ahumada, era un signo divino.

Lo único que consiguió el obispo de Málaga, asediado por las reiteradas reclamaciones de las carmelitas fue la promesa de que la reliquia se restituiría cuando falleciera el dictador. Su viuda, Carmen Polo, y su hija, Carmen Martínez Bordiú, la devolvieron al arzobispo de Toledo el 9 de diciembre de 1975 y este al carmelo de Ronda el 21 de enero de 1976. Con la mano, las deudas de Franco añadieron la insignia de solapa de la cruz laureada de San Fernando, de oro y brillantes, que Franco quería que se engastara en el relicario. A lo que se me alcanza, las carmelitas no profanaron la reliquia histórica con la última vanidad del dictador.

Ángeles con cruces y otras extravagancias

El culto a las reliquias comenzó con el cristianismo, se arraigó con fuerza en el medievo y se expandió de manera extraordinaria a continuación, como una forma de piedad popular y también como un símbolo de prestigio y de poder. Creada la demanda, se multiplicó la oferta: es un lugar común decir que con las reliquias de la cruz de Cristo, el lignum crucis, la madera de la supuesta cruz en que fue crucificado Cristo –descubierta en Jerusalén, en el siglo IV, por santa Elena, madre del emperador Constantino-, llegó a ser tan popular que las reliquias que circulaban daban como para reconstruir diez santas cruces o construir un navío, de manera que Roma inventó un sello de calidad, el apellido de Vera Cruz, para distinguir las que debían recibir culto de latría, el mismo que se profesa a la hostia consagrada, es decir, el que solo se le debe a Dios.

De la autenticidad de las reliquias de la cruz da cuenta la tradición de una de las más veneradas, la de Caravaca de la Cruz, Murcia, que este año celebra su Año Jubilar –una de las siete ciudades del mundo donde se celebra in perpetuum, con Jerusalén, Roma, Santiago de Compostela, Santo Toribio de Liébana, Urda y Valencia–: el sidi almohade de Valencia, Abu-Ceyt, que había conquistado Caravaca en 1230, preguntaba sus oficios a los cristianos prisioneros y el conquense Ginés Pérez Chirinos dijo que el suyo era decir misa; interesado el musulmán, le invitó a decirla, pero el cura adujo que no podría hacerlo sin una cruz en el altar; momento en que entraron por la ventana del recinto dos ángeles con un lignum crucis... Abu-Ceit y su corte se convirtieron al cristianismo. ¿Quién no ante tal prodigio?

En un país tan piadoso como supersticioso como la España renacentista, el culto de dulía, el debido a los santos o a sus pedazos, las reliquias, despertó furores. El desgraciado príncipe don Carlos, primogénito de Felipe II de España y María Manuela de Portugal, en el que la vieja hipocresía religiosa española se adoba con la austriaca y la portuguesa en un príncipe jovencito. Y quien, por cierto, sacaba de su padre la fanática afición a las reliquias. El escritor francés Raymond Clauzel cuenta de una carta enviada por el príncipe al embajador español en Roma, ordenándole solicitar al papa tres gracias: una astilla de la supuesta cruz de Cristo, una autorización para mandar decir misa a cualquier hora y, se escandaliza el doctor Cabanès, “¡una reliquia procedente de la circuncisión de Nuestro Señor! Esta última ocurrencia, aunque se defienda lo contrario, se aleja de lo normal. Esto ya no es pietismo [sic] exaltado, es la frontera de la aberración mental”.

La miseria extravagante de las reliquias es más desternillante que escandalosa: quizá en la época del médico e historiador francés Augustin Cabanès (París, 1862-1928), autor de libros sobre misterios médicos históricos, no había conocimiento popular, como hoy, de que se conservan trece reliquias del Santísimo Prepucio del [Dotadísimo] Niño Jesús –en realidad, a pesar del nombre, colgajos del pellejo resultante de la circuncisión y nada menos que 13, otros dicen que 17-, en otras tantas iglesias de la cristiandad. Aunque, como la mayoría de las reliquias, sin que la jerarquía otorgue certificado de Denominación de Origen... No es tan extraño: se veneran cuatro cabezas de san Juan Bautista: la primera se encuentra en la mezquita omeya de Damasco, Siria; la segunda, en el museo alemán Residenz de Múnich; la tercera, en la basílica romana de San Silvestro in Capite y la cuarta, en la catedral francesa de Amiens...

Los detractores de don Carlos suelen serlo por ser panegiristas de Felipe II, de modo que les parecen “aberrantes” los caprichos loquitos de don Carlos y, en cambio, “muy piadosa” la verdaderamente monstruosa colección de más de siete mil reliquias que el monarca reunió para dotar el monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial (entre ellas, diez cuerpos incorruptos de santos, 144 cabezas, 306 brazos y piernas, huesos, cabellos de Cristo y de la Virgen, las consabidas reliquias de la cruz y de la corona de espinas de Cristo...).

Y de este espectáculo de barraca de feria, cabe hasta la autocaricatura cruel: las muelas cariadas que el futuro santo exprés Josemaría Escrivá de Balaguer (alias aristocrático para la santidad de José María Escriba Balbás) recuperaba del dentista y confiaba a sus discípulos para que las conservasen como reliquias in péctore.

Desde el siglo XIV, la carrera de los poderosos por hacerse con las huellas de la santidad promovió una provechosa industria de falsificadores que fueron desorbitando sus estafas a medida que crecía la ambición estúpida de los coleccionistas. Del éxito de la industria ilustran sobradamente que, aparte de la Sindone de Turín, hubieran más de cuarenta sábanas santas repartias de Toledo a Colonia: un ajuar improbable..., actualmente operativo en buena parte, tras descartar las falsificaciones más burdas. Pero la imaginación de los estafadores es mucho más rica y surrealista e increíble la idiocia de la fe de los compradores: “(...) no se agota con ello la capacidad de inventiva de los fabricantes de reliquias. Me hubiera gustado conocer a los que vendieron la columna sobre la que cantó el gallo en la negación de San Pedro (Roma), los rayos de la Estrella de Belén (M.P.C. de Roma), un suspiro de San José convenientemente guardado en una botellita (Sancta Sanctorum de Roma) o un estornudo del Espíritu Santo también en su correspondiente ampolla y también en el Sancta Sanctorum de Roma. Claro que la lista de reliquias más improbables debería incluir también la pluma del Arcángel San Gabriel (Liria), la del estiércol del muladar donde vivió el Santo Job o la del pico del Espíritu Santo, por no mencionar sus plumas o sus huevos que se conservaron en Maguncia”, escribe José Luis Calvo Buey. O las espinas de la corona de Cristo, gotas de su sangre –y de la leche maternal de la virgen María–, una rama de las de olivo con las que entró en Jerusalén, en la catedral de Oviedo... O en fin, el pelo de la barba de Jesucristo que se venera en la catedral de Murcia.

Carlos II, el último de los Austria, fue llamado El Hechizado, a saber por qué, porque su nacimiento no pudo estar rodeado de mejores augurios; no hubo iglesia de los reinos que no enviara lo más friki de sus sacristías: fueron testigos del parto, entre otras monstruosidades, tres espinas de la corona de Cristo, un diente de san Pedro, un retal del manto de la Magdalena y una pluma de un ala del arcángel san Gabriel. Y por si alguno le parecían pocas supersticiones, el rey mandó a los astrólogos levantar la carta astral de la criatura y, a pesar de la evidencia, aseguraron: “va a vivir largos años en medio de la mayor felicidad y de prósperos sucesos de sus Estados, toda vez que, al venir al mundo, se da una situación especial entre los planetas: Saturno se halla libre de malignos aspectos, en el signo de Escorpión, en conjugación con Mercurio, de quien se va separando, y del Sol, a quien se acerca”. ¿Qué podía salir mal? O sea, las farsas vienen de antiguo y son de muy buena y acendrada devoción...No les arriendo la ganancia a los santos el día de la resurrección de la carne de los días finales, cuando, según las previsiones de la Santa Madre Iglesia, nos sea restituido nuestro aspecto corporal: las películas de zombies –Thriller, el video de Michael Jackson dirigido por John Landis (1983)– nos van a parecer los bailes palaciegos de la corte austrohúngara de Sissi emperatriz (Ernst Marischka, 1956).

***

Una anécdota personal: el día que duché a Álvaro Pombo, premio Cervantes 2024

Lo rememoraba con Eugenio Benet Jordana, el hijo menor de Juan Benet el pasado día 18 de octubre en el homenaje privado que rendimos un grupo de amigos y su hermano a aquel gran escritor –mejor persona, acierta el tópico– que fue Eduardo Chamorro en el 15º aniversario de su fallecimiento. Lo comentaba.

Principios del verano de 1978. Pisuerga, 7, chalet del barrio madrileño de El Viso de Juan Benet, donde un grupo de amigos disfrutamos de una fiesta. No es un guateque, no se baila y ya nos pilla mayorcitos; a Antonio Martínez Sarrión lo llaman El Moderno porque le gusta el rock and roll (salvo Eduardo, que lo apoda El poeta cetáceo, en alusión a su primer libro de poemas, una tromba mortal para los balleneros, 1970). Se pica un poco, tortilla, jamón, queso, mediasnoches, y se bebe bastante. Estamos en el jardicincillo trasero, de vegetación rala, charlando en animados grupos.

En la esquina inferior derecha del rectángulo, Álvaro Pombo tontea con los jóvenes de la fiesta, los hijos de Benet y sus primos. Ha vuelto de Gran Bretaña, donde lo exilió su familia a causa de su homosexualidad, el año anterior. Juan Benet lo había acogido y presentado a Rosa Regàs, quien le había publicado en su editorial La Gaya Ciencia su primer libro de prosa, Relatos sobre la falta de sustancia. Un grupo bullicioso que ríe y canta con alegría.

En el ángulo superior izquierdo del jardín, al pie de la escalera de entrada a la casa, charlo con Benet –sus amigos, incluso sus hijos, lo llaman don Juan; yo no– y con Javier Marías. Recuerdo que comentábamos anécdotas de su gira literaria por Estados Unidos, donde nos habíamos visto y cenado tras una brillante conferencia en la universidad de Columbia.

De repente, una botella vacía de ginebra –ni siquiera es de whisky– pasa entre nosotros, a diez centímetros de la cabeza de Benet y estalla en pedazos en la pared de la casa. Atónitos, vemos a un vociferante Álvaro Pombo que, enloquecido, fuera de sí, grita e insulta a Juan desde el rincón opuesto y busca otra botella para tirársela mientras los chicos jóvenes tratan sin éxito de contenerlo.

No es que yo fuera, ni soy, de talante contenido, acaso lo contrario, de modo que ni corto ni perezoso, como aconseja el dicho, cruzo el patio, cojo la manguera del jardín, abro el grifo y, sin piedad, le aplico una inclemente terapia acuática que lo deja hecho una bayeta a él y a su impecable terno inglés de Savile Row. Mano de loquero santo. Los chicos sacan de la casa al empapado Pombo y lo meten en un taxi.

La fiesta siguió como si no hubiera pasado nada.

No he leído nada de Álvaro Pombo. Para mí dejó de existir.

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