Franco empezó a morirse el martes 9 de julio de 1974, cuando, aquejado de una tromboflebitis, los médicos decidieron internarlo en la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco –entonces, todo era Franco en Francolandia–, el hoy, más digno, Hospital General Universitario Gregorio Marañón.
Escribidor de ustedes estaba en los inicios de su carrera periodística y hacía unos meses había sido contratado en Cambio 16. Fundado en 1971 como “Semanario de Economía y Sociedad”, decía su subtítulo, ya había despegado hacia la información general, es decir, a la información política, y se estaba convirtiendo en el icono social del cambio democrático que fue.
Tras una semana agitada por la enfermedad del dictador, el sábado 13, a las cinco de la tarde, descansaba en mi casa de la calle de la Povedilla, a poco más de medio kilómetro del hospital, cuando recibí una llamada telefónica del director de la revista, el gran maestro y amigo Manuel Velasco: “Vete corriendo como estés al Francisco Franco: ha tenido una hemorragia masiva: se muere”. Y tal como estaba –'outfit' casero veraniego: vaqueros, camisa blanca, mocasines– me planté en el vestíbulo del hospital, atestado de señores empingorotados, militares con sus nutridos pasadores de diario de condecoraciones al pecho, algunos policías de uniforme y muchos de la secreta, reconocibles por sus bigotitos tipo desfile de hormigas y gafas negras. Me miraron como si un gato negro deambulara entre ellos.
Se me acercó un funcionario de la casa de 'Su Excremencia' –uno de los numerosos apelativos cariñosos con que conocíamos al indino– y, tras pedirme que me identificase, lo que hice con mi carnet de periodista y el de C16, azorado y muy respetuosamente –y, me pareció entonces, algo intimidado por el medio–, me hizo ver que mi atuendo no era el más apropiado para tan grave ocasión. Me disculpé y aduje la orden perentoria que había recibido de mi director ante lo que presentíamos. “Te da tiempo de ir a casa, cambiarte y volver”, me dijo, y añadió con solemnidad: “Te prometo que no se muere”.
El funcionario, grande profesionalidad, cumplió lo prometido. El 'generalEnésimo' –o General Superlativo (Miguel Ángel Aguilar)– seguía vivo y la guardia, sin buenas noticias, un coñazo –dicho sea sin atribuciones sexistas– sabatino. En cambio, no tuvieron nada de latosos ni insoportables (sinónimos del término malsonante según el DRAE) los 17 meses y 10 días de dilatada agonía coronados por una espantosa agonía, a medida de sus innumerables y despiadados crímenes a lo largo de los 40 años de su dictadura.
Ni un día sin su afán
1974 fue un año frenético. Desde la lejanía, medio siglo nada menos, tengo la sensación de que inauguró la velocidad supersónica que tiene la política en este país, donde el increíble suceso de hoy queda opacado por el asombroso suceso de pasado mañana. Aquel año, apenas hubo una semana sin su particular terremoto.
El caso es que el año parecía empezar bien. Tras el ascenso al barrio alto del presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, el 20 de diciembre, Franco nombró para el cargo a un anodino paniaguado de la dictadura, Carlos Arias Navarro, que tras distinguirse por su ferocidad fiscal en los tribunales farsas del ejército golpista, había hecho carrera de momio en momio, de gobierno civil en gobierno civil y de la alcaldía de Madrid, era precisamente el ministro de la Gobernación cuando la banda etarra campó a sus anchas en Madrid y asesinó a Carrero.
Pero, por influencia decisiva de Carmen Polo, la esposa del dictador disminuido física y psíquicamente, fue nombrado presidente del gobierno el 1 de enero. El 12 de febrero presentó ante las caricaturescas Cortes franquistas un teórico programa de gobierno, con etéreas promesas aperturistas de participación política y otras libertades. Pero como había sido precedido de declaraciones promisorias de una mayor libertad de prensa y expresión, la nueva prensa, la prensa progresista nacida con la década y la histórica superviviente, como Triunfo y Cuadernos para el Dálogo, la conocida como Parlamento de Papel, aparentaron creérselo para avanzar en la conquista de las libertades democráticas. Cambio 16 denominó el discurso de Arias como “el espíritu del 12 de febrero”, expresión que hizo fortuna.
Fue un espíritu que no tardó en revelarse fantasma: exactamente, 12 días. El obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, una de las escasas autoridades antifranquistas de la jerarquía eclesiástica, publicó el 24 de febrero la pastoral El Cristianismo, mensaje de salvación para los pueblos, un llamamiento al reconocimiento de la identidad cultural y lingüística del País Vasco en un panorama de libertad general en España. Arias se empeñó en expulsarlo al Vaticano y sólo la contundente amenaza a Franco del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, primado de España y presidente de la Conferencia Episcopal Española, de excomulgarlo si se consumaba el destierro, obligó al dictador, entre lágrimas, a retractarse.
A un Franco senil de 81 años y notablemente deteriorado por el Parkinson, se le multiplicaban los problemas: inflación desbocada, subida descontrolada de precios, incesantes manifestaciones de protesta de los más variados estamentos: desde los taxistas madrileños a los pescadores, exigencia del derecho a la huelga sugerida en el discurso de Arias, continuas revueltas universitarias, motines en las cárceles y la ejecución, el 2 de marzo, del anarquista Salvador Puig Antich y del delincuente alemán Heinz Chez –últimas víctimas del medieval método de ejecución por garrote vil–.
Y por si fuera poco, su amada dictadura hermana portuguesa, que tan señalados favores represivos había hecho al ejército golpista en la Guerra Civil y a su compadre dictatorial Franco en la posguerra, caía el 25 de abril tras 48 años de existencia, en una revolución pacífica, la de los Claveles, que sólo arrojó cuatro civiles muertos por disparos de agentes de la odiada policía política, la PIDE (Policía Internacional y de Defensa del Estado), colega de la Brigada Político-Social franquista.
El miedo a una revolución similar en España, aunque era imposible dada la estructura y sumisión retribuida del ejército a la dictadura franquista –la única y minúscula organización militar democrática, la clandestina Unión Militar Democrática (UMD, los úmedos) no se fundaría hasta el mes de agosto, siguiendo el modelo del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) de sus colegas portugueses–, ahondó la polémica entre las dos familias en que, finalmente, se había simplificado el régimen: la brutal inmovilista –el 'búnker' la bautizó también Cambio 16– y la tímida aperturista, representada en el gobierno por el ministro de Información y Turismo Pío Cabanillas y el de Hacienda, Antonio Barrera de Irimo.
El ‘gironazo’ contra la riada
El miedo se tradujo cuatro días después de la Revolución de los Claveles: el día 29 de abril, el diario falangista Arriba publicó en portada y en las tres primeras páginas el artículo “declaración política de José Antonio Girón de Velasco”, exministro de Trabajo, usuario retribuido de chollos institucionales y mascarón de popa del inmovilismo franquista más cerril y violento. Lo que los suyos trataron de dignificar como el Manifiesto de Fuengirola, por la localidad malagueña donde residía, fue más conocido y celebrado por la creativa definición, de nuevo de Cambio 16, del 'gironazo'.
Según el apodado, también por los suyos, 'el León de Fuengirola', con resonancia de cartel de la lucha libre falsa del espectáculo mexicano, el nuevo presidente del gobierno –otro: 'carnicerito de Málaga', según la caracterización de Cuco Cerecedo en su Figuras de la Fiesta Nacional– estaba “cercado” por “los falsos liberales”: dado que, salvo algunos técnicos, los ministros de Arias eran franquistas acérrimos, todo estaba dirigido contra Pío Cabanillas. El garbanzo negro liberal del gobierno, que había sido subsecretario con Fraga –vetado por Franco para volver al gobierno cuando lo propuso Arias– venía de cometer un crimen de lesa franquidad: el 23 de abril, con motivo de un discurso que pronunció en el Consejo de Ciento barcelonés con motivo del Día del Libro, no sólo habló de “tolerancia cultural e informativa” y del “papel de las culturas regionales” sino que se caló una barretina que luego agitó al estilo de los cantaires catalanes.
Girón amenazaba sutilmente: “Lucharemos hasta la extenuación de nuestras fuerzas humanas por el cumplimiento de los principios revolucionarios que justifican la existencia del Estado español, y que no hemos de consentir ni la frustración de ese Estado, en vida de quien lo fundó y lo encarna, ni que ese Estado se frustre cuando sea llamado a la tarea de continuar la obra alcanzada la persona designada para la sucesión”, el príncipe Juan Carlos. “No estamos dispuestos a repetir la triste historia, entre otras razones porque, como Franco ha dicho, quienes olvidan esa historia están condenados inexorablemente a repetirla”. Girón aliñaba su intimidación con su ignorancia: la frase era del filósofo español George Santayana.
Y redondeaba la admonición con alusiones veladas al ejercicio de la fuerza: “Nosotros estamos en el deber, y lo cumpliremos frente a toda suerte de dificultades y sacrificios, de ejecutar un mandamiento revolucionario que recibimos de las manos estremecidas de nuestros caídos” y un wishful thinking: “Queremos que si un día se nos derrota en el campo de las ideas y la juventud se aparta de nosotros no sea porque, previamente, se ha secuestrado o deformado con impudor el pensamiento de José Antonio y la promesa revolucionaria del 18 de Julio”.
Cambio 16 se lo hizo saber a través de una encuesta del Instituto Consulta, empresa de investigación de la opinión pública fundada en 1973 por Julio Feo –artífice de la campaña electoral del PSOE con la que alcanzó la mayoría absoluta en 1982–: el 60% de los españoles (encuestados) abogaba por una democracia a la europea frente a la autocracia franquista. Y eran los jóvenes quienes más votarían a los socialistas, mientras que los falangistas apenas atraían a un 6% (3 de junio de 1974).
No obstante, en realidad el 'gironazo' tenía como objetivo principal avisar. “Nuestra doctrina política es cada día más vigente y actual, por eso estamos dispuestos a explicarles a los españoles auténticamente los términos ‘gestión’ ‘participación’, ‘representatividad’, frente a quienes lo esgrimen como fácil mercancía útil a sus intereses inconfesables”. Avisar a Arias Navarro, que era quien había puesto en circulación esos conceptos en su discurso del 12 de febrero. Obediente, Arias, en la asamblea de dirigentes locales del Movimiento, celebrada en Barcelona el 15 de junio, se refiere al espíritu del 12 de febrero –“y utilizo la frase popularizada por algunos medios informativos”– para decir que “existe”, pero “este espíritu ni puede ni quiere ser nada distinto del espíritu permanente e indeclinable del régimen de Franco desde su hora fundacional”: ovación unánime puestos en pie y patética entonación coral del himno fascista, el Cara al sol (que más calienta). El segundo objetivo, echar del gobierno al liberal Pío Cabanillas, el que 'cercaba' a Arias Navarro y los suyos, según Girón, lo consiguió el 29 de octubre, cuando fue destituido; Barrera de Irimo, al que Arias había nombrado vicepresidente segundo de Economía, dimitió en solidaridad con él.
El año luminoso en que nos quedamos sin ‘lucecita’
Yo era secretario general de Redacción de Cambio 16, un cargo que se había inventado para mí Ricardo Utrilla, maestro y no obstante amigo, porque mi juventud, me dijo, no me daba para ser redactor jefe, y entre las numerosas tareas que desempeñaba en aquella escuela de periodistas, “tenía firma”. No sé por qué, era obligatorio que los diez ejemplares que había que llevar al ministerio de Información y Turismo tenían que ir firmados en la portada por el director de la publicación o su delegado, yo. Iba a la imprenta, Altamira Rotopress, en la carretera de Barcelona, cogía los diez primeros ejemplares que salían de la rotativa –que se paraba–, los firmaba y llevaba volando a las siniestras oficinas del ministerio, a las que se accedía por una puerta trasera del edificio con fachada al paseo de la Castellana, entonces avenida del Generalísimo.
A veces, cuando estábamos casi seguros de que no pasaría la que decían desaparecida censura, llevaba sólo las galeradas a lo que la ley de Prensa de Fraga de 1966 denominaba “consulta voluntaria”. En esos casos aguardaba en el vestíbulo mal iluminado, gélido o tórrido según la estación, a que me las devolvieran con un excepcional “apto” o con el más habitual “no” o “no apto” tachado por completo en rojo o con las frases y palabras que había que suprimir. Cuando se trataba de las revistas completas, avisaban telefónicamente del nihil obstat o de lo contrario a la redacción y desde allí daba instrucciones al regente de turno en Altamira con un adelante con los faroles –reanudar la impresión– o con las modificaciones que había que hacer.
En aquel año y medio entre las dos enfermedades del dictador rara fue la semana que la revista llegara a los kioscos como había salido de la redacción. En varias ocasiones, no llegó de ninguna manera, secuestrados los números al completo y el Consejo de Ministros del 21 febrero de 1975 ordenó el cierre del semanario por tres semanas y una multa de 100.000 pesetas a su director, por la información “Comida política: vascos y trece” y el artículo “En el umbral del cambio” de Luis González Seara, presidente de Cambio 16. Una medida durísima, pero atemperada para los modales del régimen, que solía aplicar cierres de cuatro meses y 250.000 pesetas de multa (Triunfo, Por Favor...), pero el prestigio internacional de la revista había crecido de tal manera (el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, evitaría más adelante, ya muerto Franco, el cierre total de la revista: otra historia) que aconsejó la 'moderación' del castigo.
El 20-N-75 amanecí al pie de la noticia, como quien dice: en Benalmádena, Málaga, a 570 kilómetros del Hecho Palmatorio, lo que la prensa del régimen llamaba el Hecho Biológico. Y es que, hartos de la interminable agonía del general 'Patascortísimas', cansados de que no se apagara “la lucecita de El Pardo” que tanto hizo llorar a Arias Navarro, un grupo de periodistas y algo más que amigos –Susana Olmo, Caridad Plaza, Juan González Yuste– nos habíamos ido al peculiar Festival de Cine de la costa malagueña que dirigía Julio Diamante, la Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena.
Su jefe de prensa era Manuel Leguineche y nos había invitado para descansar del amontonamiento de sucesos –unos caricaturescos, la última aparición de Franco en la plaza de Oriente, y otros tan dolorosos como los últimos fusilamientos de la Dictadura, vivido a pie de obra, o la traición al pueblo saharui–. Y también para 'desengrasar' de la desesperante espera por la aparición de la tan deseada esquela. Era madrugada alta cuando Manu aporreaba las puertas de nuestras habitaciones con la buena nueva y a los diez minutos estábamos camino de Madrid.
Antes de mediodía ya estaba sentado en la vieja y primera redacción de Cambio 16 en la calle de López de Hoyos, frente por frente al redactor jefe, José Román Orozco, otro maestro y amigo, y en la que no descorchamos champaña sino que trabajamos seria y muy profesionalmente durante muchas horas en un número extraordinario de portada negra con un escueto mensaje en blanco: “La muerte”.
Los días de luto oficial fueron de estupefacción ciudadana. El rey 'sucedió' a Franco y, a continuación, comenzó todo: la transformación de España del integrismo triste a la liberalidad, el empuje y las ganas de vivir y dejar vivir. Así fue, aunque a algunos no se lo parezca.
Tengo para mí, como dicen los cursis, que aquella decisión que tomó Alfonso XIII de exiliarse tras la relativa derrota de las derechas en las elecciones municipales del 14 de abril de 1931, si bien desencadenó los mecanismos que condujeron a la Guerra Civil, posibilitó una Transición casi medio siglo después que si en cuanto a justicia e igualitarismo es discutible que fuera modélica, sí lo fue a los ojos de un mundo que parecía esperar que, honrando la tradición, resolviéramos el contencioso a navajazos.
Hubo violencia, terrorista, fascista, institucional, pero no pudo con la generosidad, el sacrificio personal e ideológico de muchos protagonistas ni, desde luego, con la exigencia popular incontenible de ser una sociedad libre, por fin europea, incluso más avanzada. Pero ésta ya fue otra historia. La iremos contando y analizando.
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