Pujol tiene la suerte de que este tipo de delitos prescribe a los cinco años, se ha salvado por los pelos. En todas sus actuaciones, el ministerio fiscal se rige inspirado por los principios de legalidad, imparcialidad e independencia funcional, con plena autonomía en cuanto a su quehacer profesional […], principios estos que han guiado su actuación en el presente caso.
Pocos son los que a día de hoy no consideran absolutamente previsible la quiebra de Banca Catalana. La crisis de Banca Catalana arrancaba de las participaciones industriales de su grupo, de la improductividad de muchos de sus activos inmobiliarios y de la discutible gestión técnica de sus rectores. Arrancaba de lejos, del mismo momento en que la crisis económica general producida por el cambio energético de 1973; repercutió en la industria y en el sector inmobiliario.
Mientras la economía mundial iniciaba una ola recesiva, los rectores de Catalana seguían apostando fuerte por la industria en que participaban y, lo que era más arriesgado, absorbían otros bancos catalanes en difi cultades. La última y decisiva etapa de la crisis de Banca Catalana se inició en las navidades de 1981, a pesar de que el estallido fuera en junio de 1982.
Aunque Jordi Pujol se consideraba completamente desvinculado de Banca Catalana cuando accedió a la presidencia de la Generalitat en 1980, el fantasma de la entidad que había utilizado para «fer país» durante más de veinte años y que le había permitido crear la red territorial que serviría de base para su elección como mandatario catalán le persiguió durante los veintitrés años y medio que fue el inquilino ofi cial de la Casa dels Canonges. Y no iba a tardar en manifestarse. Si la noche del 23 de febrero de 1981, la actuación de Pujol durante el intento de golpe de Estado del teniente coronel Antonio Tejero configuró en el imaginario colectivo de los catalanes y de buena parte de los españoles una imagen consolidada de estadista del líder nacionalista catalán, la independencia de dos fiscales, Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena, obligaría al presidente catalán a recurrir nuevamente a las viejas tácticas de agitador. La previsible quiebra de Banca Catalana hizo que Pujol se instalara definitivamente en el discurso victimista y explotara hasta la náusea su propio martirologio. El caso Banca Catalana dividiría a la sociedad de Cataluña entre los que consideraban a Pujol intocable e identificaban cualquier crítica al presidente de la Generalitat como un ataque al país y aquellos que defendían que un delincuente económico se había colado en el Palau de la Generalitat y había que desalojarlo por cualquier medio. Para Pujol, la Administración de justicia española se presentaba como la que siempre había perseguido a su familia y había que reactivar los mecanismos más eficaces para eludirla.
Crónica de una quiebra anunciada
Entre octubre de 1980 y mayo de 1982, el Banco de España había realizado una inspección del grupo Catalana y había detectado una insuficiencia de los recursos propios y la falta de rentabilidad de algunos de los activos, como ciertas inversiones inmobiliarias que el grupo había recomendado realizar, que generaban unas pérdidas anuales de 1.670 millones de pesetas en concepto de intereses crediticios no satisfechos. El 22 de septiembre de 1981, la inspección del Banco de España había descubierto un desequilibrio patrimonial de 6.762 millones de pesetas. En conjunto, hubo un desacuerdo en la valoración de los desequilibrios, pero el hecho es que el consejo de Catalana tenía sobrevalorados muchos de sus activos.
Había que recomponer el equilibrio patrimonial urgentemente, pues el estallido de las crisis del Banco de los Pirineos –en diciembre de 1981– y de la Banca Mas Sardà, poco después de la Pascua de 1982, aceleraban el clima de desconfianza en el mundo económico catalán y la autoridad monetaria lo exigía. Eso sólo podía hacerse con recursos frescos, y el consejo de Banca Catalana no dudó en recurrir directamente al presidente de la Generalitat, y antiguo promotor del grupo. Durante el mes de mayo de 1982, Jordi Pujol realizó, directa y personalmente, una serie de gestiones con las principales cajas de ahorros catalanas, como había hecho también en el caso de la Banca Mas Sardà, para intentar que el control de la entidad no saliese de Cataluña.
La primera de esas entidades, la Caixa de Pensions, dirigida por Josep Vilarasau, barajó en un primer momento la idea de ayudar en solitario al grupo bancario y hacerse con su control. Existía un precedente: en noviembre de 1979 había adquirido acciones de Catalana por un nominal de cuatrocientos millones de pesetas que habían sido valoradas y pagadas al 300 por ciento, lo que representaba un paquete del 7 por ciento del capital y le daba derecho a un representante en el consejo, que nunca nombró. Se trataba de una operación para apoyar al grupo en un momento de dificultades, a la que seguirían otros apoyos hipotecarios. Existía también una dificultad: la normativa legal impedía que las cajas tomaran participaciones bancarias superiores al 15 por ciento del total del capital. Pujol nunca perdonaría a Vilarasau su negativa.