Cada cuatro años, el rito del debate presidencial que sigue siendo referente para las democracias del mundo se repite tres o cuatro veces, con reglas siempre iguales y controladas por periodistas. Se suele celebrar en un campus universitario, los participantes deben ajustarse a normas previas y se puede ver en cualquier televisión, medio o plataforma. Un periodista pregunta y repregunta a cada candidato, que tiene dos minutos para contestar y un minuto para replicar a su oponente, y los políticos, incluso los más rebeldes, se someten a las normas establecidas por una comisión independiente.
Así se hacen los debates presidenciales en Estados Unidos con un sistema claro desde la creación de la Comisión de Debates Presidenciales en 1987. La organización sin ánimo de lucro fue fruto de un acuerdo de republicanos y demócratas para consolidar el bipartidismo y contrarrestar la influencia de la Liga de Mujeres Votantes, que había organizado debates en las elecciones de 1976, 1980 y 1984 y no dudaba en invitar a candidatos más minoritarios. “Nos quieren poner la zancadilla”, se quejó entonces la liga mientras los principales partidos presentaron su pacto como “el proyecto de educación del votante más eficaz”.
Fuera cual fuera la intención, el resultado es un sistema controlado por los periodistas sin intervención de las campañas de los candidatos, abierto a todos los espectadores (ninguna televisión o sitio web tiene el monopolio de la emisión) y que puede poner contra las cuerdas a un candidato mentiroso. Los primeros debates entre candidatos empezaron en el siglo XIX, y los más famosos fueron los primeros televisados entre Richard Nixon y John F. Kennedy en otoño de 1960, pero hasta la creación de la comisión se trataba más de costumbres que de reglas.
Desde entonces, ni las televisiones tienen que luchar por conseguir que los candidatos acudan a su llamada ni los periodistas deben seguir las normas de los políticos. Los candidatos tienen un tiempo limitado para divagar. No se cuestiona que los periodistas lideren el debate con preguntas y repreguntas ni que la persona que modera intervenga para aclarar algunos puntos, evitar cacofonías de datos y desatascar debates. Y no se trata solo del marco acordado, sino de la costumbre de décadas de debates y de la aceptación del papel de los periodistas, aunque luego sean criticados por los partidos. Son debates que se parecen más a entrevistas y por ello los periodistas tienen más poder que los políticos para dirigir y mediar en la bronca.
En España falta el sistema, pero también falta la costumbre. “Los anglosajones y los franceses sacan millas a otros países como el nuestro, pero no tiro balones fuera: es más una decisión propia”, dice a elDiario.es la periodista Ana Pastor, directora de El Objetivo, fundadora de Newtral y moderadora del debate del lunes junto a Vicente Vallés. “Es cierto que a mí, por ejemplo, el cuerpo me pedía clarificar algunos datos y entrar más. Pero si lo hago, a la segunda vez de 100 me habría convertido yo en el cara a cara de Feijóo o Sánchez. Se habría convertido en una entrevista. Y también hay que decidir en décimas de segundo por qué clarificar unos datos sí y otros no. ¿Los hago con todos? No hay respuesta sencilla”, asegura.
Aunque tiene dudas en este caso, también destaca que en 2016 su programa hizo un debate con fact-checking en tiempo real sobre economía con los representantes de cuatro partidos. En las elecciones municipales de mayo, TV3 hizo un debate con los candidatos al Ayuntamiento de Barcelona donde incluía datos superpuestos en la pantalla para corregir o dar contexto a lo que decían los aspirantes.
Pastor, que ha moderado nueve debates electorales, también comenta que, en realidad, los debates “han mejorado” en España y las cadenas ya no tienen que pactar los detalles con los equipos de los candidatos. La periodista explica que ni Vallés ni ella se han visto con los partidos en ningún momento antes del debate. Hasta 2015 los partidos pactaban entre ellos y se lo daban hecho a los medios. Desde entonces, en el caso de Atresmedia, la cadena decide el formato, incluido si los candidatos están sentados o de pie, el lugar, los tiempos y los temas. “Ahora ha sido igual”, dice la periodista.
En este caso, cuenta que decidieron dejar hablar a los candidatos en lugar de introducir más preguntas como en los debates a cuatro de 2015 y 2019. “Al ser un cara a cara, pensamos que también es un buen retrato de los candidatos ver en directo cómo evitan o eligen ciertos asuntos”, dice. Sobre la conveniencia de una comisión de debates presidenciales como la de Estados Unidos, opina que “no hay un solo modelo” y que la existencia de reglas tan detalladas también puede dar lugar a un debate “más encorsetado”.
En España, además, el contexto es cada vez más difícil para periodistas que intentan hacer su trabajo entre críticas de los principales partidos tanto de manera genérica –los “medios” empaquetados o no en etiquetas ideológicas– como de manera específica con el señalamiento y el acoso en redes y fuera de ellas a personas concretas.
En el caso del debate del lunes, circularon varios bulos antes del debate, que incluían falsedades como que Feijóo iba a llevar un pinganillo especial o que Vallés había comido con el PP el domingo. Después, han proliferado los insultos en redes, incluido de políticos del PP y Vox por la pregunta que hizo la periodista sobre la violencia de género.
Qué es y cómo funciona la comisión
La comisión de debates presidenciales está liderada en Estados Unidos por un consejo independiente y no recibe financiación del Gobierno ni de ningún partido político o candidato. Recauda dinero entre fundaciones, empresas y otros donantes. Organiza también debates entre votantes corrientes, estudia las mejores maneras de hacer un debate y asesora a otras democracias por el mundo. Los donantes no pueden opinar sobre los formatos, los participantes o los periodistas seleccionados para hacer las preguntas cada ciclo electoral.
No hay debate sobre los debates porque las reglas están claras. Entre septiembre y octubre, justo antes de las elecciones de noviembre, hay tres citas entre los aspirantes a presidente y una de los que quieren ser vicepresidente. Los que participan tienen que haberse presentado en un número de estados suficientes para poder ganar las elecciones y tener un nivel de apoyo de al menos el 15% del electorado nacional, según la media de las encuestas más recientes. Solo un candidato de un tercer partido ha conseguido estar en un debate presidencial: Ross Perot, que en 1992 se presentaba como la opción anti-establishment.
La comisión elige a los moderadores y habitualmente busca que estén representadas voces de medios grandes con líneas editoriales variadas y que tengan experiencia cubriendo la campaña electoral. Lo habitual suele ser que sea una persona la que modera, que a veces recoge preguntas de votantes seleccionados por la encuestadora Gallup y de otros periodistas. Los elegidos tienen independencia para decidir cómo gestionar el debate. “Solo los moderadores seleccionan las preguntas que hacen, que no conocen ni la comisión de debates presidenciales ni los candidatos. No se reúnen con las campañas [de los candidatos] ni las campañas tienen ningún papel en la selección de moderadores”, explica la comisión.
Los moderadores también pueden rebatir a los candidatos y señalar sus inconsistencias o sus mentiras. Eso no significa que lo consigan de manera exitosa y la mayoría tiende a tener cuidado desde que en 2012 la periodista de la CNN Candy Crowley fue duramente criticada por corregir al candidato Mitt Romney por insistir en que el presidente Barack Obama no había llamado “atentado terrorista” al ataque al consulado de Estados Unidos en Bengasi, en Libia (lo hizo pero tardó, como en realidad también dijo Crowley).
Los candidatos llegan con muchas tablas a la cita porque suelen llevar por delante decenas de debates en sus propias primarias, que no dependen de la comisión independiente pero que también suelen seguir reglas parecidas, además de un año de mítines y encuentros con votantes en cafés, gimnasios de escuelas y ferias agrícolas de pequeñas ciudades en los estados decisivos de las primarias. También están acostumbrados a quejarse de los periodistas cuando no les va bien en los debates.
El efecto Trump
La presencia de Donald Trump en las elecciones de 2016 y 2020 ha hecho especialmente difícil la labor de moderación en los debates por la agresividad y por el ritmo de insultos y mentiras del candidato republicano. En 2020, tras el primer debate de guirigay de interrupciones constantes sobre todo de Trump, la comisión de debates decidió nuevas reglas por las que solo el micrófono del candidato que estuviera hablando estaría abierto, al menos en los primeros dos minutos de su intervención en cada segmento de 15 minutos. El comité nacional republicano –el equivalente al aparato del partido, aunque con mucho menos poder que los europeos– anunció el año pasado que se retiraba de la comisión de debates presidenciales como protesta por el supuesto sesgo anti-Trump en la elección de moderadores, pero se trata de un movimiento simbólico porque el partido no tiene poder en la organización independiente y ni siquiera ha dicho que su candidato no vaya a participar en los debates que se esperan en 2024.
Los debates presidenciales de EEUU suelen tener audiencias que solo en la televisión rondan los 80 millones de espectadores, entre otras cosas porque los emiten todas las grandes cadenas y cualquier medio que tenga streaming. Es habitual que los emitan las cadenas generalistas tradicionales como ABC, CBS y NBC, la televisión pública PBS y también los canales de 24 horas de noticias como CNN y Fox News. Telemundo y Univision suelen retransmitirlos con interpretación al español y se pueden encontrar en Facebook, YouTube o C-SPAN, un medio que retransmite sin filtro todas las sesiones del Congreso. Las webs de los medios impresos también utilizan la señal en directo. Si se cuenta la audiencia en las múltiples plataformas, los debates siguen teniendo la atención de más de 100 millones de personas en Estados Unidos (el debate del lunes tuvo una audiencia de 5,9 millones en España).
Suele haber fiestas para ver los debates en universidades, casas, clubes de partidos y hasta en la calle. Los debates son parte de canciones (como quien ve el debate desde el sofá gritándole a la tele un domingo por la tarde en Mrs. Robinson de Simon and Garfunkel) y de la cultura popular, aunque no necesariamente se traduzcan en votos o en cambios de opinión: rara vez suponen una alteración de la campaña que se pueda probar y múltiples estudios apuntan a que quienes ven los debates ya son los más informados y partidistas.
El efecto de los debates
Uno de los estudios más completos sobre el efecto de los debates, publicado en 2020 y actualizado en 2022, es obra de los profesores Caroline Le Pennec, académica de la Universidad de Berkeley y ahora HEC de Montreal, y Vicent Pons, de la Universidad de Harvard, y analiza 62 elecciones en 10 países (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Alemania, Italia, Países Bajos, Suecia, Austria, Suiza y Nueva Zelanda) desde 1952 y compara la intención de voto con el voto efectivo con encuestas antes y después de los comicios. Su conclusión es que no han identificado “ningún efecto” específico de los debates televisados y que, en realidad, “la información recibida durante la campaña de otras fuentes como medios, activistas políticos y otros ciudadanos, tiene más impacto”.
Puede que los debates no cambien opiniones, pero al fin y al cabo se trata, como decía la declaración fundacional, de una herramienta casi didáctica para la democracia. Si no sirve a los propósitos de los partidos, puede que sí sirva a los ciudadanos para reafirmarse sobre sus ideas o simplemente para ver a su posible líder en acción.
Pese a las reglas estrictas de los debates y los estándares periodísticos más transparentes y elevados que en Europa, Estados Unidos ya ha elegido una vez a uno de los líderes más mentirosos (pronunció más de 30.000 falsedades o afirmaciones manipuladoras en cuatro años, según el Washington Post) y autoritarios (animó a una insurrección para revertir el resultado de las elecciones y hacerse con el poder) de una democracia moderna. Los debates bien hechos igual que otros muchos estándares de libertad de prensa no inmunizan contra los peores abusos de poder, pero al menos ofrecen información suficiente para que los votantes tomen decisiones informadas con las que preservar la democracia incluso con los peores líderes.