En las guerras hay muchas guerras: entre ellas, la de los despachos donde se deciden, la de los campos de batalla donde se solventan y las de las retaguardias donde se afrontan y en las que habitan la mayoría de las víctimas, las que, al contrario que las otras, no tienen defensas ni alimentos ni techo bajo el que guarecerse. Esta tropa desarmada se distingue de la regular en que mientras que para ésta son los laureles y las pensiones, para aquélla son las penalidades; por lo demás, son de condición similar, con sus héroes, sus villanos y su mayoritaria marea humana agitada por lo que llaman vientos de la historia, es decir, las pasiones turbias de los dirigentes, los intereses espurios de los inductores y las ambiciones miserables que las mantienen. Finalizado el conflicto, para éstos es tiempo de recuento, de hacer caja, repartir botines y aplicar caricaturas de justicia, mientras que para aquéllos sigue la guerra, las ausencias irreversibles, las represalias, la miseria...
Lo que diría el poeta canario Pedro Lezcano en su poema antimilitarista “Consejo de paz”, un himno antifranquista de 1965, que, como era natural, le valió un consejo de guerra y una condena de seis meses y un día de cárcel:
“Muchachos que soñáis con las proezas
y las glorias marciales,
bajaos del corcel, tirad la espada;
los héroes ya no existen o están en cualquier parte.
Llegará la hora cero de ser héroes
cualquier día cruzando cualquier calle“.
Viene el exordio a cuenta del 79º aniversario de las desventuras sufridas por una pareja de españoles, la bailaora Nati Morales y el guitarrista Ángel Iglesias, dos seres minúsculos en el gigantesco vendaval bélico europeo con cuyas peripecias me tropecé en el curso de una investigación hemerográfica para una historia social de la España de Franco.
París ha sido liberado el 25 de agosto de 1944 y el 9 de septiembre se constituye el Gobierno Provisional de la República Francesa presidido por el general Charles de Gaulle, que es reconocido el 23 de octubre por los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética. El gobierno español se apresura a hacer lo propio el 15 de noviembre.
Aunque Franco mantenía estrechas relaciones con el gobierno colaboracionista del mariscal Pétain en Vichy, con quien había firmado el Acuerdo Hispano-Francés de 1940, había apostado por la Resistencia francesa desde 1943 y mantenía relaciones con el Comité Nacional de Liberación fundado en Argelia por De Gaulle. El rápido reconocimiento traducía el deseo del gobierno español de normalizar cuanto antes, mediante el envío de embajadores, las relaciones diplomáticas con las nuevas autoridades francesas, lo que no conseguiría hasta 1951.
Los planes de Franco y de sus consejeros estaban claros sobre el papel: entibiadas las relaciones con las potencias anglosajonas, si se normalizaba con Francia, el resto de los aliados seguirían el mismo camino. Francia, por la vecindad y el alto número de republicanos españoles que acogía, era, además, fundamental para neutralizar los movimientos antifranquistas, crecidos a medida que la guerra señalaba a las potencias del Eje como derrotadas. Ya no se podía esperar el botín de felonías recibido de Pétain –la persecución de refugiados españoles, la deportación de Max Aub a Argelia, el encarcelamiento de Federica Montseny en Dordoña, la detención y entrega de Lluís Companys, Julián Zugazagoitia y Joan Peiró, entre otras personalidades republicanas, que serían fusilados, e incluso la vista gorda en el intento de asesinato de Manuel Azaña en su exilio de Pyla-sur-Mer, Burdeos–, por lo que las consignas para las negociaciones con París eran abordadas con la máxima flexibilidad que permitiera conservar la dignidad; de ahí, los numerosos amagos españoles que finalmente se resolvían con nuevas cesiones del gobierno de Franco.
Por ejemplo, la protesta diplomática ante el gobierno francés, aún no reconocido de facto, por haber permitido la presencia de banderas republicanas entre las tropas libertadoras de París. Protestas a las que el Gobierno Provisional de la República Francesa hizo oídos sordos, sin dignarse siquiera a contestarlas, tanto por venir de un gobernante poco apreciado como porque las tropas españolas –los llamados “guerrilleros”– habían sido parte fundamental de las Forces Françaises de l'Intérieur (FFI) en general y, en concreto, de la liberación de París.
De modo que se limitaron a pedirle a De Gaulle que, respecto a los refugiados, se desarmara a los guerrilleros y les impidiera actuar en la frontera y no permitiera instalarse en Francia al gobierno provisional de la República en el exilio. Al gobierno provisional francés, que perseguía al colaboracionismo con el nazismo, le repugnaba el gobierno español en el plano ideológico. Pero, por el lado práctico, necesitaba restaurar las relaciones económicas y comerciales con España: además de porque concentraba el 60% de sus inversiones en el extranjero, sus materias primas le eran imprescindibles para la reconstrucción –como las codiciadas piritas, base de la manufactura de superfosfatos, fundamentales para abonar los destrozados campos franceses y volverlos a poner en producción, y las blendas de cinc, por sus numerosas aplicaciones esenciales para el desarrollo de la industria (como la galvanización del hierro)– y, en fin, de los productos agrícolas españoles dependía, sencillamente, la supervivencia: la salud de millones de niños, enfermos y ancianos franceses precisaba de sus frutas y verduras.
En cuanto a las reivindicaciones políticas del gobierno español, cuya satisfacción unió en un primer momento al entendimiento económico, el gobierno francés oponía las suyas: la liberación de presos de guerra –como consideraban a los ciudadanos franceses encuadrados en las fuerzas de los guerrilleros españoles que lanzaron en noviembre de 1944 la ofensiva del valle de Arán, saldada con fracaso (78 prisioneros franceses, de los que 6 condenados a muerte habían obtenido conmutación de la pena, 18 fueron repatriados y 54 seguían en prisión)– y la devolución de aviones militares que, en operaciones de guerra en el Mediterráneo, se habían visto obligados a aterrizar en Mallorca por averías, así como del submarino Iris, que se refugió en el puerto de Barcelona cuando la marina francesa de Vichy ordenó en 1942 hundir sus naves en el puerto de Toulon antes de que cayeran en manos alemanas y, en fin, veía con reticencia el refuerzo militar de la frontera que había ordenado Franco con lo que les parecían excusas de invasiones guerrilleras.
Asalto al convoy de repatriados
No obstante, para facilitar el diálogo, Franco ordenó, sin contrapartidas, devolver a Francia prisioneros, aviones y submarino y abrir un crédito para que Francia pudiera comprar en España lo más necesario antes de negociar un acuerdo comercial formal. Y el gobierno francés, como muestra de buena voluntad, atendió la reiterada petición española de facilitar el paso de un convoy ferroviario que trasladaría desde Suiza a repatriados españoles, entre los que se encontraba un grupo de soldados de la División Azul que, por diversos motivos, no habían podido volver a España en diciembre de 1943 y de españoles que, desde Alemania y otros países, nórdicos y centroeuropeos, habían sido trasladados y seguían anclados en la neutral Confederación Helvética. En él también viajaban, al parecer, prisioneros españoles capturados entre los refugiados en Francia y que habían sido trasladados a Alemania para trabajar como mano de obra esclava y españoles emigrados a la Alemania nazi para trabajar en sus industrias y que no habían corrido mucha mejor suerte que la de los rojos esclavizados. Y se dice “al parecer” porque nunca se aclaró de manera fehaciente la composición de los 470 españoles viajeros en el tren que partió de Ginebra el día 15 y que en la estación francesa de Chambéry, a menos de cien kilómetros de la frontera suiza, fue asaltado por una turbamulta armada de palos y armas blancas –es posible que también con armas de fuego, pero no se utilizaron–, causando decenas de heridos y obligando al tren a volver a su punto de partida y reintegrar a los españoles al campo de concentración suizo de La Plaine del que habían salido.
De las crónicas y noticias de periódicos y agencias de España, Francia y Suiza se deduce que el grupo de asaltantes estaba compuesto por unas 500-600 personas; que causaron 160 heridos, de los que hubo que hospitalizar a 76; que los 26 soldados de la Guardia Móvil francesa que viajaba en el convoy para protegerlo no opusieron resistencia y que el teniente que los mandaba ordenó volver a Suiza y que, en fin, los viajeros habían sufrido, además de heridas, insultos y vejaciones, grandes destrozos en sus ropas y saqueos de sus pertenencias.
Llama la atención que, de entre todas las mujeres que viajaban en el vagón, sometieran a la humillación de raparle el cabello a una sola, la bailarina de danza española Nati Morales, nombre artístico de Natividad Gil Lomas –García Lomar, según otras fuentes–, era muy conocida y su arte unánimemente apreciado en España antes de la Guerra Civil. El rapado de los cabellos femeninos fue una práctica habitual tanto de los falangistas como de los franceses con rojas y colaboracionistas, respectivamente y en sus respectivas posguerras.
“Natividad Gil Lomas es una bailarina de flamenco, que ha recorrido toda Europa acompañada de su guitarrista. Una de esas españolas que, siguiendo la antigua tradición de las juglaresas gaditanas famosas en la Roma de Marcial, llevan hasta las regiones más lejanas canciones y danzas de la Bética, que con una amplia falda de lunares y una peineta clavada en el moño operan el difícil prodigio de crear, bajo cielos de bruma y de nieve, un ambiente de campo andaluz”.
Me imagino la dramática odisea de esta pareja de cigarras, sorprendidas por la guerra en una remota ciudad nórdica, hasta llegar a Suiza, donde les ofrecieron hospitalidad. No saben por qué combaten los hombres, ni la razón de esos ríos de sangre que han corrido por mil campos de batalla: ignoran la política, los odios de raza y las pasiones que oponen unos pueblos a otros. Son seres sencillos y dichosos que no saben hacer otra cosa que cantar y bailar. Un buen día les dicen de preparar su pequeño equipaje de artistas trashumantes para regresar a España. Solo los que han viajado largos años por tierras extrañas, donde las gentes hablan una lengua incomprensible y permanecen cerradas a toda cordialidad, conocen la atracción de la Patria, que tira de la carne y del alma con mil hilos invisibles y dolorosos. El tren se pone en marcha. La impaciencia aumenta porque al término del viaje está el claro sol que dora unas caras enjalbegadas, y el idioma materno, y los manjares de la tierra, y los perfumes de las flores. El tren se detiene en la estación de Chambéry, donde una multitud hostil, compuesta no solamente por paisanos, sino también por elementos del antiguo ‘maquis’, inicia el ataque. La desdichada bailarina, golpeada y maltratada, cae en manos de unos miserables que la hacen sufrir múltiples vejaciones y le cortan el pelo, esa mata de pelo negro, limpio y lustroso, que es el orgullo de una bailarina de flamenco y su mejor tesoro.
“Mientras tanto, su compañero de glorias y fatigas, abrazado a la guitarra, implora que respeten su instrumento de trabajo. Por último se ven convertidos en rehenes por los llamados ‘resistentes’”. Luis G. de Linares, “De la dramática odisea de unos españoles”, enviado especial de La Vanguardia Española, 22 de junio de 1945.
La investigación en las hemerotecas del incidente en general y de esta pareja en particular es muy significativa, tanto en la historia de las relaciones diplomáticas hispano-francesas como en la pequeña historia de diversos tipos de ciudadanos españoles, desde estos artistas a ex-divisionarios, republicanos esclavizados, españoles pronazis, guerrilleros en activo reacios a abandonar las armas y enfrentarse a la paz, etcétera, etcétera: la fauna humana que sufrió aquella turbulenta era en España y en Europa.
Ya se ha dicho que Morales, cercana a la generación del 27, era una intérprete reconocida y apreciada por su síntesis del flamenco y la danza clásica y de ella se decía en 1930 que su baile era una de las mayores aportaciones a la historia de la danza española. Como de su pareja, Ángel Iglesias (Ángel Ferrera Iglesias, Badajoz, 1917-Barcelona, 1967), nombre que prefería para los carteles, los musicólogos han dicho que de no haber sido eclipsado por la gigantesca figura de Andrés Segovia, hubiera sido figura muy relevante en la historia de la guitarra clásica española, como, de hecho, lo fue durante su carrera, donde sólo en Checoslovaquia dio 150 conciertos en el periodo 1934-1945, además de decenas en el resto de Europa, especialmente en Dinamarca, donde tanto el guitarrista como la bailarina eran especialmente apreciados. Alumno en la Academia de Música del Madrid de Quintín Esquembre, quien a su vez lo fue de Francisco Tárrega, Iglesias viajó a Dinamarca en 1935 comenzó una gira por España y Alemania con otro notable guitarrista compañero suyo, Vicente Gómez. Gira que “duró durante varios años antes de que separaran sus caminos: Iglesias siguió viajando sobre todo en Europa como solista y con su compañera, Nati Morales (...) Iglesias y Morales fueron a Dinamarca por primera vez en enero de 1943 como ‘refugiados’ del fascismo de Franco en España (...)”.
Los periodistas españoles de la época daban otra versión:
“Nati Morales salió de Madrid el año 1935. Iba a París y a Mónaco. Bailó en la Ópera. Se prolongaba la jira [sic]. De pronto, guerra en España. Caminar por Europa se va haciendo cada día más difícil. No obstante, ella sigue. Pasa a Italia. Danza en Roma, en Milán y en Venecia. Luego se va a Suiza. Ella sigue interpretando a Albéniz, a Turina, a Falla y a Granados. Y con lo depurado, lo castizo, con toda la vitalidad del baile español. Cruza por Alemania y va a Dinamarca y a los países bálticos. Escribe desde Finlandia, Estonia y Lituania. Allí brilla el sol del mediodía, cerca del sol de la media noche. Una bailarina española entrevera de fuego, al revolar de sus faralaes, el frío ambiente norteño. La guitarra de Ángel empieza a evocar a España. La bailarina echa sus brazos arriba en las orillas del Báltico.
“Terminados sus contratos, se traslada a Polonia. Allí, en Varsovia, le sorprende la guerra... La guerra entre cuyas devastaciones ha de vivir cinco años. Consigue llegar a Alemania. No puede regresar a España y, forzosamente, queda en el Reich en guerra, sujeta a todas las penalidades del racionamiento y a todos los riesgos de una guerra que cada noche destruye una ciudad. Y baila sus danzas españolas en aquel infierno. ¡Tres años así! Salir de Alemania es cada día más difícil, poco menos que requisada, pasa con otros artistas a Checoslovaquia y Hungría. La guerra tiene ya un sesgo adverso para los países del Eje. Ella sigue bailando, y la guitarra de Ángel Ferreras [sic], fidelidad del amigo en los trances más penosos y en los mayores riesgos, evoca a España, más inaccesible cada día”.
G., “De Chamberí a Chambery: Nati Morales, la bailarina madrileña”, ABC, 25 de junio de 1945.
El “tren de las SS”
Está claro que la poética tanto de la crónica del enviado especial de La Vanguardia Española, de Luis G. De Linares, como la del artículo de este “G.” de ABC –acaso el mismo periodista–, no se correspondía con la realidad. La facilidad de traslado por los países sojuzgados por Hitler, la salida de Alemania y el internamiento en el campo de concentración suizo sugieren cercanía de la pareja a los jerarcas nazis –consta que fueron felicitados por Hitler tras un concierto en Berlín–, lo que vendría a explicar el cobarde rapado al que fue sometida por los asaltantes franceses del convoy de repatriados españoles. Y a desmentir que fueran “refugiados del fascismo de Franco”.
La clave la proporciona otro de los viajeros golpeados en el tren de repatriado, el periodista Félix Ruiz Abascal –que había sido corresponsal de la Agencia Efe en Berlín y también internado en La Plaine, lo que hace suponer sus simpatías pronazis–, quien le cuenta a Ramón Defranch, corresponsal en Ginebra del diario La Prensa de Buenos Aires, que sospechaban de “una veintena” de españoles que unos días antes había conseguido huir de La Plaine y alcanzar la cercana frontera francesa. Republicanos españoles, sin duda, quienes, temerosos de su vida si eran devueltos a España, huyen del campo de concentración y ponen sobre aviso a sus correligionarios del acuerdo del Gobierno Provisional de la República Francesa con las autoridades franquistas. De hecho, la cautela de los preparativos del convoy de repatriados se vio rota por la alerta de la prensa suiza comunista: La Voix Ouvrière, que tituló “¡Attention au train SS!” y publicó el artículo “La Cruz Roja socorre a las SS”:
“(...) diciendo que esta institución humanitaria ayudaba a los criminales de guerra y que, bajo traje de trabajadores españoles, se escondían gran número de S. S. alemanes y fascistas italianos y milicianos de Darnand [líder del Partido Popular Francés, formación monárquica y católica de extrema derecha, jefe máximo de la Milicia Francesa y ministro del Interior de Vichy, fue un significado colaboracionista con los nazis, persecutor de judíos y comunistas] que aun, para despistar, hablaban español. Reproducida por un periódico francés de Saboya [región a la que pertenece Chambéry], esta información, inventada de pies a cabeza, había de tener graves consecuencias para el grupo de inocentes refugiados españoles que regresaban confiados a su patria, el cónsul general de Francia en Ginebra –hermano del general De Gaulle– no se habría apresurado a visitar a los españoles que se encuentran en los hospitales ginebrinos y excusarse ante ellos de la agresión de que habían sido víctimas”.
Juan Alberes, corresponsal de La Vanguardia Española en Ginebra, 20 de junio de 1945.
Félix Ruiz Abascal añadía que una decena de rojos se había unido a los asaltantes del tren y huido posteriormente, aunque otras informaciones dicen que volvieron todos a Ginebra, lo que permitió a las autoridades francesas y suizas asegurar que no había ningún viajero desaparecido.
Posteriormente, llegaron desmentidos; unos auténticos, como el de la Cruz Roja Internacional, que negó haber tenido nada que ver con la constitución del convoy y explicó que había sido un asunto bilateral acordado y organizado por las autoridades francesas y españolas con la colaboración de las suizas, y otros, oficiales, de escasa credibilidad y seguramente pensados para poder realizar la operación pacíficamente en un futuro próximo: el servicio de Información francés negó que hubiera voluntarios de la División Azul y el gobierno añadió, con cierta ambigüedad, que en el tren viajaban “miembros de misiones oficiales, trabajadores y residentes en Alemania”.
La prensa española cargó las tintas contra sus colegas franceses, a cuyos continuos ataques a la España de Franco culpaban del asalto y por la indiferencia con que habían informado de los sucesos de Chambéry, pues para dos que comentaban la noticia, Le Figaro y L’Aube, era para criminalizar a las víctimas con un comprensivo: “Una cosa es el furor y otra la justicia, que sólo compete al gobierno”, vinieron a coincidir, y un tercero que editorializó sobre la cuestión, Le Pays, órgano católico del departamento del Jura, vecino a Saboya y Suiza, fue para preocuparse de la imagen de Francia, no de las víctimas: “El extranjero nos contempla”, tituló su condena...
Por el contrario, la prensa española llegó a compararlo con el asesinato de Calvo Sotelo, al haber eludido la defensa de los atacados las autoridades del estado francés, a pesar de que en el tren viajaba un grupo de gendarmes armados encargados de la seguridad del convoy. La lógica repercusión del suceso en la ciudadanía española animó al gobierno a aprobar las represalias propuestas por el ala más dura –si es que había una menos dura–: suspender las negociaciones comerciales, que se iban a iniciar a finales de junio, hasta que Francia se excusara, lo que hizo rápidamente, como era diplomáticamente previsible, y los culpables fueran detenidos y castigados, lo que era mucho más difícil de satisfacer, no sólo por haberse tratado de una acción tumultuaria sino por la débil voluntad del gobierno francés de enfrentarse a una ciudadanía que, en el fondo, aplaudía la barbarie como una forma de venganza contra el régimen de Franco.
En la prensa española de julio de 1945 abundan breves despachos de la Agencia Efe en las que el gobierno francés repite que continúan las investigaciones... No hay noticia posterior de que concluyeran con éxito.
“Muchachos que soñáis con las proezas
y las glorias marciales,
bajaos del corcel, tirad la espada;
los héroes ya no existen o están en cualquier parte.
Llegará la hora cero de ser héroes
cualquier día cruzando cualquier calle“.
Pedro Lezcano, “Consejo de paz”, 1965.
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