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Las Fallas de València: la religión del fuego

Fallas de València.
16 de marzo de 2024 23:11 h

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No hay civilización que se haya sustraído al primitivo influjo del fuego y en muchas ha llegado a ocupar plaza en sus altares. De entre todas, destacan las culturas mediterráneas que a lo largo de la historia han conservado aquella fascinación, aún hoy presente en sus celebraciones festivas. Y de las manifestaciones con que se expresa la cultura del fuego sobresale València, de cuyo amor a ella hay fe desde las crónicas medievales y desde las formas más arcaicas del valenciano, donde junto al significado práctico de mera antorcha o luminaria, lumbre de hogar o incendio, la palabra falles ya cobraba en ocasiones el significado posterior de fuego festivo.

Y es que a partir del siglo XVI no hay acontecimiento notable para la ciudad o para España –como, por ejemplo, con motivo del regreso del emperador Carlos V en 1522 tras su estancia en Aquisgrán, Alemania, donde fue coronado líder de la cristiandad– que no lo celebre València con espectaculares falles. Los valencianos van convirtiendo el juego en tradición y asignando a la palabra falles al aspecto lúdico del fuego, mientras que se deja la de foc para las llamas prácticas o destructoras.

Otras costumbres vienen a sumarse para irle dando forma a la hoguera. La del gremio de carpinteros, que incluía también a tallistas, imagineros y a todo el que trabajaba la madera, es un antecedente directo de la falla actual: los talleres disponían de estais, altos pies derechos de madera con brazos de los que se colgaban los candiles en las jornadas invernales, largas de tarea y cortas de luz; al llegar la primavera, la luz natural los arrinconaba y eran quemados en la calle con motivo de alguna celebración, no sin ser vestidos con ropas viejas y coronados con sombreros y tocados en desuso y junto a toneles llenos de brea que ardían durante dos o tres días.

La apariencia antropomórfica de los estais no tardó en inspirar a los falleros el asimilarlos con vecinos o políticos poco apreciados. Y cuando la autoridad eclesiástica concedió a la ciudad de València día feriado el de su patrono san José, también del gremio de la madera, las antiguas fallas abrieron paso a la alusión personal. Igual que el Carnaval es tiempo para expresar cada uno su esencia oculta, las fogatas se convertirán en tribunal satírico popular. En la víspera de san José, se colgaba en las calles un pelele, el ninot de tiro, que era blanco de burlas y proyectiles y al que se atribuía identidad en pliegos de cordel con aleluyas:

A la nit voran vostés

com ardix este jodio

que dient-li tots nebot

cada vegada es més tio,

(“A la noche verán/ cómo arde este jodido/ que aunque lo llaman sobrino/ cada vez es más tío”), dice una de 1788 dedicada al doctor Juan Bautista Nebot, un al parecer odiado político y abogado de los Reales Consejos, donde se aprovecha el significado de su apellido –nebot: sobrino– para calificarlo despectivamente de ‘tío’. Digamos de paso que las fallas produjeron una divertida cultura popular, tanto en su expresión artística como en forma de llibrets, folletos explicativos del significado de cada falla y en los que se insertaba publicidad local para subvenir los gastos del festejo, una curiosa prensa efímera que nacía y moría con la fiesta.

De modo que no es extraño que cuando la vida civil se complica en España, las abnegadas autoridades se apliquen en prohibir las fallas so capa de “los peligros a que se expone el vecindario, como por los perjuicios que irremisiblemente han de seguirse a los edificios”, según reza la prohibición del alcalde corregidor Vicente Rodríguez de la Encina en 1850, aunque deja la puerta abierta a aquellas que logren pasar la férrea censura, verdadero motivo del bando. Y trasfondo de la lucha sorda de la sociedad biempensante por controlar lo incontrolable, asustada por el cariz crítico de las fallas. En 1890, un grupo no identificado más que por lo evidente de su comportamiento destrozó una falla en la noche de la antevíspera de la crema –y no cremá, como se dice impropiamente– como protesta por su contenido: las jóvenes coristas de una compañía italiana de operetas que habían arrasado las buenas costumbres y los bolsillos de lo más granado de los venerables paterfamilias de la ciudad.

Una prueba, no obstante su significado de la intolerancia tradicional de las burguesías rurales levantinas, de la progresiva vitalidad con que se implantan las falles, que en 1929 llegan al centenar y empiezan a ser visitadas desde toda España. Una vitalidad que en 1934 conduce a los organizadores al primer indulto de ninots: por votación popular, Laia i Neta (Abuela y Nieta), obra del imaginero Vicente Benedito para la comisión fallera de la Plaza del Mercado, se salva de las llamas y será la primera obra de un futuro museo de ninots del Gremi d’Artistes Fallers. Benedito ya era un artista muy celebrado, pues había creado un ninot muy peculiar: el niño Pepet con su abuela huertana, cuyo crecimiento y circunstancias (comunión, estudios...) representaba año tras año, desde 1924, en la falla del Círculo de Bellas Artes.

Tras las 120 fallas que se plantaron en 1936, el levantamiento militar interrumpió brutalmente la vida en España y los tres largos años siguientes de guerra civil impidieron los dispendios propios del festejo. Resurgió penosamente de las cenizas civiles en 1940, pero por la escasez de brazos masculinos, caídos en la guerra o presos en el inmenso campo de concentración que era la España de la postguerra, así como por los bolsillos exhaustos sólo pudieron plantarse 34 fallas.

Pero ya era una tradición perfectamente estructurada –comisiones falleras, por barrios, con sus directivas organizadoras, sus artistas, sus falleras y sus llibrets–. Y una tradición irreversible, pues cada año atraía a más visitantes e iba camino de convertirse en la fiesta nacional valenciana y gran atractivo turístico para viajeros de toda España y el mundo. Si bien la interminable postguerra y la feroz represión de la dictadura franquista distorsionaron el verdadero espíritu crítico y popular de las fallas.

La vegetación en el páramo

Aunque no en todos los casos: la vegetación crecía en el páramo, como dijo Julián Marías, y el antifranquismo surgía en las grietas más imprevistas de la dictadura.

Desde 1953, los alumnos de los escolapios de la calle de Carniceros de la capital valenciana plantaban su falla en el patio del colegio y en 1955 le encargaron el llibret a Vicente Andrés Estellés, valencianista-catalanista entonces notable reportero del diario Las Provincias e ilustre poeta llamado a ser el renovador de la moderna poesía valenciana. Su ‘himno’ obtuvo el Plat de Glòria, una tarta típica de la localidad de Alcàsser que premiaba el mejor llibret y era concedida por Lo Rat Penat, Societat d'amadors de les glories de València y son antich Realme (El Murciélago, Sociedad de amadores de las glorias de València y su antiguo Reino), ateneo cultural fundado en 1878 para la promoción, defensa, enseñanza y difusión de la lengua y cultura valencianas. Valiéndose del lenguaje estudiantil y futbolístico, Estellés coló un mensaje antifranquista:

Igualtat! Revolució!

Abaix l´enxufisme,

abaix el despotisme.

Ni que siga avanter

ni que siga mig volant.

Igualtat ante la Lley!

Ni al defensa ni al porter;

ni que perden, ni guanyant,

qui no sapia… Foc a ell!

Tinc una altra solució

que crec vos ha d´agradar:

que nos aproven a tots.

I que vixca la igualtat!

(“¡Igualdad! ¡Revolución!/ Abajo el enchufismo,/ abajo el nepotismo./ Ni que sea delantero/ ni que sea medio volante./ ¡Igualdad ante la Ley!/ Ni al defensa ni al portero;/ ni que pierda, ni ganando./ Quien no sepa... ¡Fuego con él!/ Tengo otra solución/ que creo que os va a gustar:/ que nos aprueben a todos./ ¡Y que viva la igualdad!”).

Fue la última falla del colegio de las Escuelas Pías.

Hasta la llegada de la democracia, las fallas hubieron de limitarse a la crítica costumbrista y no hay asunto, invento, adelanto que las fallas no reflejen un reaccionario sentido crítico de la vida: la píldora anti-baby, los hippies –“dominados por las drogas”, reza un llibret de 1972–, el biquini, la minifalda…; si acaso, una ligerísima crítica municipal, del estraperlo o de la especulación, pero, como era natural en defensa propia, sin una sola alusión a la dictadura, a sus gobernantes ni al corrupto caldo de cultivo de su política.

Pero las falles se han impuesto a personas y circunstancias que pretendían torcer o abortar su destino y, nunca se podrá aplicar mejor el tópico, una y otra vez renacen de sus cenizas, ave fénix que “nos hace comprender –escribió el hispanista francés Maurice Legendre en los años 40– con qué facilidad y con qué desinterés València crea la belleza”. De desahogo callejero a espectáculo universal.

El carácter del valenciano: como una falla

“Levantinos, os perderá vuestro barroquismo”, escribió de los valencianos Manuel Vázquez Montalbán, de madre murciana, y por mucha razón que tiene en la premisa, falta por ver si el ser barroco acarrea las funestas consecuencias como predijo o, por el contrario, es como viene siendo: combustible para la trayectoria ascendente del cohete.

Aunque, en efecto, los valencianos son como sus fallas: una exhibición sin pudor de esfuerzo y riqueza destinados a ser quemada. Y puesto que así eligen vivir, que se los vea, también los defectos son más aparentes que las virtudes. Reunámoslos en uno: beben whisky escocés en el bar y güisqui nacional en casa: prefieren aparentar. Y lo peor de todo, que viven de espaldas al mar, es lo mejor para todos: de su energía volcada al interior se beneficia todo el país.

Pero saben contrapesar los defectos: no mirarán al mar, pero son viajeros impenitentes. Y ya metidos en características evidentes, su espíritu comerciante desarrolló su afición por el dinero. Aunque no es sino una parte de su pasión por la vida. No hay valenciano al que no le recorra una vena artística que lo empuja a ser culto y a cultivarse. Y como gente de tierra que son, de huerta, son curiosos y están dispuestos a sorprenderse por todo: apasionados, en una palabra. Y, claro, cumplidores.

Los forasteros se sienten a gusto entre ellos: son gente abierta, buena gente que se vuelcan con los de fuera. Y como son generosos, no sólo son de fiar sino de confiar en ellos.

Los valencianos son brillantes y barrocos como una falla. Lo sé de buena tinta: un octavo de mi sangre es valenciana.

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