La primera vez que Francisco Paesa murió se enteró todo el mundo. Fue hace justo veinticinco años, el verano de 1998, cuando el periódico El País publicó una esquela comunicando su muerte. Había fallecido el día 2 de julio en Tailandia, donde supuestamente se incineraron sus restos. La esquela anunciaba también que durante todo el mes de agosto se celebrarían misas gregorianas en su honor en el monasterio cisterciense burgalés de San Pedro de Cardeña.
Pero no estaba muerto.
Seis años después, lo localizaba en Luxemburgo un detective y su foto, fumando, por supuesto, Paesa fumaba incluso muerto, aparecía en la portada de El Mundo.
“El muerto está vivo”, titulaba.
— “¿Le venía mejor estar muerto?”, le pregunté años después de aquello.
— “No es que me viniese mejor, es que me daba igual. Ah, ¿que estoy muerto? Bueno, pues estoy muerto, ¿y qué?”.
Las misas gregorianas, literalmente, se la soplaban.
La segunda vez que Francisco Paesa murió solo se enteró él.
Bueno, esto no es del todo cierto, también lo hizo el médico. Sucedió hará unos cuatro años. Así me lo contó él mismo. Estaba tan exhausto de trabajar, aseguraba, de encadenar operaciones, de no dormir, que se desvaneció en la calle en París. Llegó la ambulancia, le tomaron el pulso y escuchó que el médico decía: “Il est mort”. Pero no podía responderle que no, je suis pas mort, porque no podía hablar, ni moverse, ni nada. Sin embargo, ahí estaba, presente su alma, o su mente, o ambos, en un cuerpo inerte. Escuchándolo todo.
Aquella vez tampoco estaba muerto.
Volvió en sí, despertó y anunció al médico que estaba vivo, aunque no hacía falta que lo hiciera.
— “Usted haga mejor su trabajo, que yo haré el mío”, me contó que le recriminó.
La tercera vez que Francisco Paesa murió no se enteró nadie.
Ocurrió el pasado 3 de mayo, a las afueras de París, donde vivía. Monsieur Francisco Paesa Sánchez, como dice la esquela francesa, tenía 87 años. Había muerto ya muchas veces, como él mismo decía, pero esta era la definitiva. Sucedió hace tres meses, pero hasta este lunes, que lo contamos en elDiario.es, no había trascendido. Francisco Paesa murió como el fantasma en el que se había logrado convertir. Hasta su muerte ha resultado esquiva. Su nombre figura hoy en el registro de fallecidos de mayo del instituto nacional francés de estadística entre el del maliense Siriman Camara y el de la argelina Djamila Chenichene. Si lo viera él, probablemente pensaría qué dos buenos nombres y qué dos buenos pasaportes. Esos creo que no los tenía.
Entrevisté a Paesa en París el verano de 2016. Se iba a estrenar próximamente la película ‘El hombre de las mil caras’, de Alberto Rodríguez, basada en el libro homónimo del periodista Manuel Cerdán. Este libro y los reportajes firmados durante años por Cerdán y por Antonio Rubio, en El Mundo, y por José María Irujo, en El País, son, probablemente, la mejor forma de acercarse al currículum de Paesa. O a una parte, al menos. El retrato inacabado pintado durante años de trabajo periodístico de una vida de dobles vidas y múltiples identidades, de golpes casi mágicos y trampas chapuceras, de persecuciones y de huidas. Desde Guinea en los años sesenta, pasando por Ginebra y el secreto de los bancos con secretos, los GAL y la lucha contra ETA, hasta el París del final de su vida donde vivía perseguido por un magnate ruso.
No todo eran sombras. También había luces. Paesa, por ejemplo, fue uno de los hombres clave de la conocida como operación Sokoa, un golpe crucial al aparato logístico ETA en 1986. Esta historia la cuenta muy bien el podcast ‘Sokoa’, de Jerónimo Andreu y Rafael Méndez, estrenado hace justo unas semanas en la plataforma Sonora. Y tampoco, por supuesto, era todo negro. En todo caso, gris. Pero, además, había colores. Hasta el rosa. Ahí está, se puede encontrar la imagen fácilmente en Google, congelado en la fotografía, junto a Dewi Sukarno con un abrigo de visón en la nieve suiza en la portada del ¡Hola! en los años setenta. Y debe ser una de las pocas fotos en la que no fuma.
Durante mis conversaciones con él a lo largo de los años le pregunté, por supuesto, por toda esa vida. O esas vidas, mejor dicho. Y él, por supuesto, respondió como le dio la gana. Entre otras cosas me dijo que había sugerido a Roldán, tras ayudarlo a fugarse, que se entregara y que devolviera el dinero. “No todo, claro, porque llevárselo también es un trabajo…”, añadió. El caso Roldán le dio la fama que no hubiera querido nunca, fue el más notorio de su carrera, pero ni mucho menos el único. Como tampoco España fue su única zona de operaciones. Probablemente, ni siquiera la principal.
En mi primer encuentro con él en 2016, Paesa tenía ya casi 80 años pero fumaba incansable, como si tuviera pulmones de recambio o acabara de empezar a hacerlo. Decía que si fumaba no mentía. Decía también que sabía de qué color vestía las bragas la reina de Inglaterra porque le habían invitado en una ocasión a Balmoral y estaba la ropa tendida en el jardín. Decía que había aprendido a correr huyendo de su padre, siendo niño, por el pasillo de la casa familiar en el barrio madrileño de Chamberí. Decía muchas cosas más...
Aquella vez le pregunté por qué no regresaba a España y respondió que no tenía nada que hacer allí y, cuando le insistí que era su país, me soltó: “Muy bien, pues si quiere vuelvo y chupo el suelo. ¿Y?”. También le pregunté, de todo lo que había sido en su vida y que decían que había sido, banquero, diplomático, agente secreto, traficante, truhan, playboy o estafador, con qué se sentía más identificado. “Nunca he sido un estafador”, afirmó. “Del resto estoy muy contento de todas las vidas. Incluso si han salido mal por culpa de algún hijo de puta”.
— “¿Y quién ha sido el gran amor de su vida?”, añadí.
— “Yo”.
Desde aquel verano mantuve el contacto con él. Más aún estos últimos años. El pasado septiembre lo visité por última vez en Bois-Colombes, donde vivía. A apenas diez minutos en cercanías de París, era un sitio tan apacible como anodino, con mercadillo de alimentos en la placita principal, edificios bajos y las vías del tren cortando el pueblo como un costurón. Paesa estaba muy mayor y débil de salud, veía el final cerca y así lo decía. Pero seguía siendo el mismo hombre desconfiado, irónico, exagerado y envuelto en una nube de secretos y mentiras. Probablemente, para él ya no lo eran, sino el relato repetido muchas veces hasta hacerse verdad.
Si uno quería aproximarse a Paesa como un fiscal, exigiéndole verdades, lógica y coherencia absolutas, estaba perdido. Era mejor acercarse a Paco y atravesar con él esa vida entre la realidad y la ficción, entre las versiones múltiples y contradictorias, como se atraviesa una selva. Con brújula para no perderse y machete para despejar el camino, por supuesto, pero disfrutando el viaje dejándose llevar.
En unas horas con él te hablaba de Papas, de que había conocido al Papa Francisco cuando era cura en Buenos Aires y se telefoneaban de tanto en cuanto o de que Juan Pablo II lo dejaba fumar en su despacho del Vaticano; de presidentes como Emmanuel Macron, que lo había invitado a desayunar al Elíseo pero no le gustaba ir porque no le caía bien su esposa; o de que estuvo en Libia el día que mataron a Gadafi. Daba igual preguntarle qué era verdad o si había algo de verdad.
Aquellos últimos días que estuve con él alternaba el bastón con una silla de ruedas pero hablaba aún de subirse a aviones y marcharse a otros países a completar misiones. También seguía fumando. Benson and Hedges, su marca de siempre. Después de hacerlo, a lo largo de una tarde infinita de café descafeinado y humo, removía las colillas con la punta del índice derecho en el cenicero de latón y se lamentaba por el recuento. Sabía que no debía fumar. Pero estoy convencido de que también sabía que eso no lo mataría ya.
Seis meses antes había muerto Luis Roldán. Podría haber sido su antagonista si no hubiese sido el político corrupto que fue, quien se fugó y acabó detenido en Tailandia. También si en esta historia hubiese buenos y malos, blancos y negros, y Paesa hubiera reconocido haberse pulido el botín. Pero como esta historia no es así y la verdad quizá ya no la conozcamos, cuando se lo recordé torció el gesto. Sentía lástima. No solo por Roldán, sino también, como me confesó, porque veía que apenas quedaba nadie de la gente de su vida.
— “¿Hay vida más allá?”, aproveché el momento para preguntarle.
Se suponía que él había estado muerto. Eso me había vuelto a contar, exactamente igual que la primera vez que lo hizo, ese mismo día solo un rato antes.
— “No”, me contestó.
— “¿Cree en Dios?”.
— “¡Claro, creo en mí mismo!”
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