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¿Y ahora qué? Cinco opciones para el futuro del Valle de los Caídos sin Franco
Los tres poderes del Estado entierran sin honores al dictador Francisco Franco
CRÓNICA
– ¡Qué vergüenza! Sois la anti España. Estará usted contenta de esta profanación, señora ministra.
–…
– Aquí estamos, abuelo, hemos venido con estos profanadores.
Dolores Delgado no contestó. Ni a esta frase ni a los demás improperios y soliloquios que, durante horas, la ministra de Justicia en funciones escuchó por boca de la nieta de Franco más locuaz: María del Mar Martínez-Bordiú –más conocida como ‘Merry’, de los años en los que se casó con ‘Jimmy’ (Jiménez Arnau) y protagonizó en 1977, en el Pazo de Meirás, la primera boda de la historia que fue vendida en exclusiva a la revista ¡Hola!–.
Merry Martínez-Bordiú y su hermano José Cristóbal fueron los dos nietos del dictador que la familia Franco designó para que estuvieran en la primera fila, bajo una doble carpa azul colocada sobre la tumba para evitar que una cámara oculta pudiera grabar. La actitud de ambos no fue ni lejanamente similar.
Él mantuvo en todo momento la compostura. Ella no paró de increpar a la ministra y al secretario general de la Presidencia, Félix Bolaños –el alto cargo del Gobierno que dirigió la operación– y al subsecretario de Presidencia, Antonio Hidalgo. Merry incluso llegó a invocar una suerte de mal de ojo sobre los tres:
–¡Que la maldición por desenterrar un muerto caiga sobre vosotros!
–… (silencio)
La maldición de la momia, al menos este jueves, no llegó. El Gobierno pudo sacar los restos del dictador del mausoleo faraónico donde llevaba enterrado cuatro décadas. No fue fácil. La operación duró seis horas, la mayor parte del tiempo a resguardo de las cámaras de televisión. Primero en la basílica, después en helicóptero, más tarde en el cementerio de Mingorrubio. Un desenlace que había arrancado la semana antes, en una reunión clave en La Moncloa, donde el Gobierno comunicó a la familia Franco los últimos flecos de la exhumación.
Son cuatro escenas de una intrahistoria que eldiario.es ha podido reconstruir a partir de distintas fuentes. Fue un traslado movido, y que estuvo cerca de fracasar a cuenta de las reticencias de los Franco y de un ataúd descompuesto que amenazaba con colapsar.
Para la cruzada de los Franco en defensa del mausoleo de su abuelo, la sentencia del Supremo fue la derrota definitiva. El 30 de septiembre, cuando el Judicial respaldó al Ejecutivo y al Legislativo en su decisión de trasladar al dictador, el secretario general de la Presidencia, Félix Bolaños, llamó por teléfono al abogado de los Franco, Luis Felipe Utrera Molina. “Me alegro de que me llames porque justo ahora te iba a llamar yo”, le respondió. Ambos quedaron en reunirse para cerrar los detalles de la exhumación.
Se vieron tres veces más tras esa conversación. Y también antes. Bolaños ha sido el alto cargo de Moncloa que se ha ocupado de todos los detalles técnicos y jurídicos de la exhumación desde que Pedro Sánchez se comprometió a sacar al dictador del Valle de los Caídos, hace más de un año. Él ejerció como interlocutor, no solo con la familia, también con la jerarquía católica. Fue también quien advirtió al cardenal Carlos Osoro, en una de sus muchas conversaciones con el arzobispo de Madrid, de que el prior Santiago Cantera se estaba jugando una detención por desobediencia y salir esposado del Valle de los Caídos si insistía en incumplir la sentencia del Tribunal Supremo.
Tras esa conversación entre Osoro y Bolaños, el prior Cantera dejó de poner trabas a la exhumación.
El lunes 14 de octubre, a las siete de la tarde, Félix Bolaños se reunió con Utrera Molina y le comunicó los detalles de cómo sería la exhumación. El abogado de los Franco no quedó contento y dos días después regresó a La Moncloa, a una segunda reunión.
Lo acompañaba Francis Franco Martínez-Bordiú, Marqués de Villaverde, señor de Meirás, grande de España. Fue su abuelo quien concedió estos títulos. Fueron sus padres quienes decidieron cambiar los apellidos del primer nieto varón del dictador “para perpetuar la estirpe”, una decisión que Francis Franco nunca quiso revertir porque “sería como una traición”.
Aquella reunión empezó mal y no acabó mucho mejor.
–Mis hermanos me han mandatado para que nuestro abuelo tenga honores militares como jefe del Estado –arrancó Francis Franco.
Los nietos del dictador querían una banda tocando solemne el himno nacional; un cuerpo militar presentando armas; una salva protocolaria en su honor... Y una bandera de la dictadura sobre el féretro: la misma con el escudo franquista con la que fue enterrado en 1975.
Félix Bolaños se negó. La posición del Gobierno era permitir a la familia Franco que la exhumación se realizara con la dignidad de la democracia, la que la dictadura no tuvo con sus decenas de miles de víctimas. Pero no iban a aceptar que se convirtiera en un acto de reivindicación del dictador.
–Es una humillación, un oprobio– argumentaba Francis Franco–. Mi abuelo fue un gran hombre, un gran militar, y tiene que ser enterrado con honores de jefe de Estado.
–No se me ocurre mayor vulneración de la ley de la Memoria Histórica que sacar a Franco del Valle de los Caídos con salvas y una bandera preconstitucional sobre el ataúd –respondía Bolaños.
La reunión duró casi tres horas y más de la mitad de ese tiempo se empleó en una sola cuestión: la bandera. Tras negarse el Gobierno al uso de ese símbolo de la dictadura, Francis Franco planteó una segunda opción: cubrir el ataúd con una bandera española sin ningún escudo; solo las tres franjas rojigualdas. Bolaños también se negó a esa petición, recordando que esa simbología también incumple la ley de la bandera, de 1981.
–¿Así que un español no puede ser enterrado con la bandera de España? ¿Pero por qué no podemos enterrar a nuestro abuelo con la bandera que queramos? –insistía Francis Franco.
–En Mingorrubio, en la ceremonia privada a puerta cerrada, haced con el funeral de vuestro abuelo lo que queráis. Pero a la salida de la basílica eso no va a pasar.
La bandera franquista volvió a ser objeto de conflicto el día de la exhumación. A pesar de las advertencias del Gobierno, Francis Franco acudió con ella al Valle de los Caídos. Fue la Guardia Civil quien avisó a Félix Bolaños de que el nieto de Franco pretendía introducirla en la basílica. Fue también la Guardia Civil quien la requisó y se la entregó a la familia más tarde, al llegar al cementerio de Mingorrubio. Es la bandera que exhibieron durante la ceremonia privada, en el panteón.
En aquella reunión a tres, Francis Franco sí pactó algo con el Gobierno: quién sería el único interlocutor. Los herederos del dictador no querían, bajo ningún concepto, hablar con la ministra de Justicia en funciones, Dolores Delgado, que debía estar presente en todo momento para dar fe de la la exhumación como notaria mayor del reino. Tampoco querían saludarla. Así que acordaron que todas sus comunicaciones durante ese día serían con Félix Bolaños. A esa petición de los Franco el Gobierno sí accedió.
Iban a ser 22. Solo fueron 20. Dos de los familiares del dictador, en el último momento, decidieron no acudir a la exhumación por motivos que eldiario.es no ha podido conocer. En esta reconstrucción de lo ocurrido, la familia Franco no ha querido responder a las preguntas de esta redacción.
El Gobierno los recogió con varios vehículos, en tres puntos de Madrid, y los trasladó hasta la basílica del Valle de los Caídos. Antes de entrar, todos dejaron en los coches sus objetos metálicos –móviles incluidos– en unas bolsas de plástico. Todos menos Francis Franco. Él iba a viajar en el helicóptero hasta Mingorrubio, así que tuvo que guardar todos esos objetos y el teléfono en un maletín con candado.
La Guardia Civil ofreció a Francis Franco dos opciones: llevarse la llave del maletín, y que ellos se ocuparan de los objetos, o llevarse el maletín, y que la llave quedara custodiada por los agentes. El nieto mayor de Franco prefirió cargar toda la mañana con el maletín y con él quedó retratado en cientos de fotos para la historia.
A cambio, la Guardia Civil le aligeró otro sobrepeso: la bandera franquista con la que su abuelo fue enterrado, y que había llevado hasta allí. En vez de entregársela a la salida de la basílica, la bandera fue devuelta al resto de los familiares que viajaban en coche hasta Mingorrubio. Acabaría enterrada en la nueva tumba del dictador.
–Me han quitado un objeto personal y no sé por qué no me lo devuelven a mí –se quejaba Francis Franco.
–Para evitarle la tentación de colocar la bandera franquista sobre el ataúd, en el vuelo o al bajar del helicóptero.
Además del maletín, el nieto mayor de los Franco cargó todo el día con una libreta y un bolígrafo que la Guardia Civil sospecha que se usó para tomar imágenes de forma subrepticia al menos en Mingorrubio. Es posible que esos vídeos, si es que realmente era un bolígrafo espía, aparezcan en los próximos días. No sería la primera vez que eso ocurre; también fue la propia familia quien, en noviembre de 1975, fotografió a un Franco agonizante en el hospital, en unas imágenes que después se filtraron a la prensa.
Dentro de la basílica del Valle, el Gobierno instaló dos carpas de color azul sobre la tumba para evitar cámaras camufladas. Medían alrededor de diez metros de largo por cuatro de ancho y, bajo ellas, los operarios de la funeraria pudieron trabajar, evitando el riesgo de que algún dispositivo escondido grabara la exhumación. También se hicieron barridos de señal y se instalaron detectores de metales.
No era un temor infundado. El domingo previo, la Guardia Civil detuvo al reportero conservador Cake Minuesa intentando colarse en el templo disfrazado de monje con la ayuda de una cizalla para colocar una cámara dentro de la basílica –la investigación sospecha que llegó hasta allí con el apoyo de los propios benedictinos–. Incluso los monjes, el día antes de la exhumación, también intentaron entrar con sus móviles y grabar el despliegue interior.
Bajo las dos carpas, unidas por una cremallera, el acceso estaba restringido. De los 20 miembros de la familia presentes en la basílica solo podían entrar dos: Merry y José Cristóbal Martínez-Bordiú. Junto a ellos, en la carpa, por parte del Gobierno, estaban Dolores Delgado, Félix Bolaños y Antonio Hidalgo, además del forense y de los operarios de la funeraria. Todos los presentes en esa zona cero iban vestidos con un mono blanco sobre su ropa y con mascarillas en la boca, para prevenir la inhalación del polvo de granito, inevitable en las labores de exhumación.
Para impedir grabaciones, nadie llevaba móviles. Tampoco los miembros del Ejecutivo. Félix Bolaños estaba comunicado en todo momento con el exterior de la basílica por medio de los walkie-talkies que portaban otras personas de su equipo. Y el Gobierno también instaló, en uno de los laterales del altar mayor, una línea telefónica fija, encriptada, que conectaba con el sistema de comunicación de La Moncloa y el despacho de Pedro Sánchez.
A través de esa línea segura, desde el Valle de los Caídos, Dolores Delgado y Félix Bolaños hablaron en varias ocasiones con el presidente del Gobierno en funciones. Sánchez, desde La Moncloa, fue informado en todo momento de los detalles de la situación.
Levantar la losa no fue difícil y para los responsables de la funeraria lo más molesto fue escuchar los improperios y maldiciones de Merry Martínez-Bordiú durante varias horas. Los operarios utilizaron una radial para abrir el contorno de la tumba. Después colocaron dos gatos hidráulicos, uno en cada extremo de la losa. Fue necesario romper algunas baldosas más porque las manivelas de los gatos no tenían el espacio suficiente para girar. Y, al tiempo, con una aspiradora, los técnicos de la funeraria fueron retirando los escombros y el polvo.
“Cuando la lápida cedió al fin toda la basílica retumbó”, explica una persona presente bajo la carpa. “Fue un ruido tremendo al que siguió un silencio que nos sobrecogió a todos, como si dentro de la tumba no hubiera aire y se hubiera llenado un vacío”.
Al levantar la lápida, los peores temores del Gobierno se confirmaron. El ataúd no estaba en las mejores condiciones, y la familia se negaba a cambiar los restos del dictador a uno nuevo.
El sepulcro de Franco estaba lleno de polvo y telarañas. Aunque la fosa de la tumba era de hormigón forrado de plomo, la humedad y los insectos habían logrado entrar. El fondo estaba mojado, la madera había cedido por varias partes y las distintas piezas del féretro y los embellecedores se habían desencolado.
Un operario bajó al interior y avisó: “Así no lo podemos sacar, hay que cambiarlo de ataúd”.
En ese momento, Merry Martínez-Bordiú sacó un papel y comenzó a leer de forma un tanto atropellada unos párrafos del reglamento de sanidad mortuoria de la Comunidad de Madrid –la misma regulación que, en su momento, la familia argumentó sin éxito ante el Tribunal Supremo para detener la exhumación–.
–Quiero que conste en acta –pidió la nieta del dictador.
–Mire, señora –respondió Dolores Delgado, en la única ocasión en la que habló con los familiares de Franco–. Usted puede decir lo que quiera, pero no vamos a levantar acta de sus palabras. El tiempo para presentar alegaciones administrativas ya pasó.
La nieta siguió con sus protestas: “Yo ya lo he dicho, que, como lo estaréis grabando, grabado queda”.
Merry Martínez-Bordiú, en representación del resto de los familiares, se cerraba en banda a la posibilidad de un cambio de féretro. Para los Franco, sacar los restos de su abuelo de su ataúd era una línea roja.
–Esto es como en el 36, que profanaban los cadáveres y los ponían a la vista de todos– mascullaba uno de los miembros de la familia Franco.
Los funerarios tuvieron que improvisar. Uno de ellos bajó a la fosa y colocó una tabla bajo el ataúd para de esa manera poder elevarlo y sacarlo de la tumba sin que cediera. Una vez arriba, la situación no mejoró. El féretro era una metáfora de la propia dictadura: elaborados ornamentos en maderas nobles –que se habían desprendido con el tiempo– y una parte inferior de contrachapado de mala calidad, que había cedido y estaba medio podrido y abombado por la humedad.
A pesar del deterioro, la familia insistía en trasladar el féretro tal cual estaba. Sin cubrirlo.
–Si lo sacamos así, el ataúd se puede desvencijar en mitad del traslado al coche fúnebre, y esa es una imagen que no queremos ni el Gobierno ni entiendo que la familia– argumentaba Félix Bolaños.
En ese momento, el más tenso entre los Franco y los representantes del Gobierno, fue José Cristóbal Martínez Bordiú quien logró que la postura de la familia cambiara. Él mismo examinó el féretro, se agachó para comprobar la parte inferior, que estaba húmeda y abombada, y convenció al resto de los nietos de que así no lo podían sacar. Fue entonces cuando se improvisó una solución.
Para evitar que se rompiera en varios fragmentos, los operarios fueron colocando cinchas de amarre de color naranja fosforescente alrededor del féretro. Esas sujeciones no estaban diseñadas para algo así: la funeraria las portaba por si surgían otros imprevistos, no para asegurar el ataúd. La tabla que se colocó debajo, y que también estaba sujeta por las cinchas, tampoco estaba pensada para ese fin, sino para trasladar materiales.
Para evitar que el féretro luciera como parte de una mudanza, colocaron sobre él un cubre ataúd: una tela acolchada, de color marrón chocolate. Con unos tornillos, los operarios también aseguraron como pudieron las esquinas de madera de los distintos lados del féretro y los ornamentos exteriores.
En algunas de las fotos del traslado se pueden ver parte de esa red de cinchas naranjas, ocultas bajo la tela marrón. Ocho en total. Aun así, los funerarios no estaban muy seguros de que el apaño pudiera aguantar.
El mayor riesgo era que, en mitad del traslado, en alguna inclinación excesiva, cediera la parte frontal o la posterior, y que la parte interior, un segundo féretro de zinc, se precipitara al suelo mientras era llevado a hombros por los familiares de Franco; que incluso el cadáver momificado de Franco pudiera quedar expuesto si el ataúd no resistía. Todo esto, ante las cámaras de televisión que estaban retransmitiendo la exhumación para todo el mundo.
–No garantizo nada –trasladó el responsable de la funeraria a Félix Bolaños–. El féretro está en muy mal estado, la madera está desencolada y puede ceder en cualquier momento.
–Ya estáis escuchando –dijo Bolaños, dirigiéndose a la familia Franco–. ¿Estáis seguros de que queréis que lo traslademos de esta manera en vez de cambiar de féretro? La decisión es vuestra y lo sacamos así bajo vuestra responsabilidad.
A pesar de las advertencias de los técnicos de la funeraria, los Franco decidieron mantener el viejo ataúd, amarrado con las cinchas. Para evitar daños mayores, la familia accedió a trasladar el féretro en un soporte hasta la puerta exterior de la basílica. También aceptó que fueran los funerarios quienes colocaran el ataúd sobre sus hombros con el mayor cuidado posible.
La familia Franco acordó que solo los varones, y no las mujeres, portarían el ataúd de su abuelo. Sobre la tela marrón, en lugar de la bandera de la dictadura, la familia colocó una corona de flores y un mantón con el escudo familiar: el ducado de Franco con la cruz Laureada de San Fernando, un honor que el dictador se autoconcedió, y que, al igual que los títulos nobiliarios de toda la familia, siguen en vigor.
En las imágenes del traslado a hombros, en las puertas de la basílica, se puede apreciar cómo los operarios de la funeraria flanquean a la familia, pendientes de actuar en cualquier momento si veían que el féretro pudiera ceder.
El momento más delicado fue el descenso de la escalinata frente a la puerta de la basílica, a hombros de los Franco. Pero el apaño de las cinchas naranjas funcionó, y el ataúd llegó indemne hasta el coche funerario que lo trasladó después al helicóptero, con el que viajaría hasta su nueva tumba, en el cementerio de Mingorrubio.
En la puerta de la basílica la ministra de Justicia, con gesto serio, despedía a Franco de su mausoleo. Dolores Delgado estaba flanqueada por el secretario de Presidencia, Félix Bolaños, y por el subsecretario Antonio Hidalgo. “Queríamos dejar claro que el Gobierno no formaba parte del séquito”, explica la ministra Delgado a eldiario.es. Su posición, el gesto y hasta el color de la ropa –de azul oscuro, no de negro funeral– estaban planeados para distanciarse de la comitiva familiar.
La escena ante las cámaras, para bien o para mal, salió exactamente como había planificado el Gobierno, salvo por una cuestión: los “viva Franco” que gritaron los familiares, y que les pueden acarrear una sanción, aunque el Gobierno no ha tomado todavía una decisión sobre eso.
–A mí me han educado para no pasar nunca por delante de una mujer–, se quejaba Francis Franco.
Y para acomodarse en el helicóptero, el nieto mayor de Franco tenía que pasar por delante de “una mujer”: la ministra de Justicia. Porque no quería hablar con Dolores Delgado y por eso Félix Bolaños, y no la ministra, se sentaba junto a él.
Detrás de ellos, en el helicóptero, viajaban tres personas más: el abogado de los Franco, Felipe Utrera Molina, el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver, y un guardaespaldas.
El ataúd del dictador fue más difícil de encajar en el helicóptero que los modales de Francis Franco. Todo estaba medido con precisión, pero para el tamaño original del féretro o uno nuevo en su lugar. No para la tabla que, de forma improvisada, se colocó bajo el ataúd original y que sobresalía por los lados. Unos centímetros extras que hicieron que fuera algo más difícil de embarcar.
Durante el vuelo, Francis Franco no cruzó palabra con la ministra Delgado. Solo con Félix Bolaños, al que acusaba de “electoralismo” por realizar la exhumación a pocos días del arranque oficial la campaña.
–No es por electoralismo. Si no hubiera sido por vosotros, lo habríamos hecho mucho antes– le respondió Bolaños. –Pero, si fuera así, estarás de acuerdo conmigo en la contradicción que supone que un gobierno socialista esté haciendo electoralismo por cumplir con el deseo de tu abuelo de ser enterrado junto a su mujer–, ironizaba el secretario de Presidencia.
El vuelo duró poco. Catorce minutos exactos. Aterrizaron en un campo cercano al cementerio y allí tuvieron que esperar a que llegara desde Cuelgamuros el equipo funerario, que traía las herramientas por carretera. Aún existía el riesgo de que el féretro no aguantara. Durante el trayecto, se desprendió de nuevo uno de los embellecedores de madera.
En Mingorrubio les esperaba una manifestación fascista, convocada por la Fundación Francisco Franco y alentada por la familia del dictador.
La movilización en apoyo al dictador fue un gran fracaso. El viaje de ida a Cuelgamuros, Franco lo hizo acompañado por más de cien mil personas que acudieron al funeral. La vuelta, 44 años después, no congregó a una multitud ni lejanamente similar. En el momento de máxima afluencia, la manifestación fascista apenas sumó 500 personas, una cifra similar a la de periodistas acreditados para cubrir la exhumación. Al final de la tarde, eran poco más de 200 personas las que quedaron allí para respaldar a la familia del dictador.
En Mingorrubio, el Gobierno contaba con un despliegue de la Policía Nacional con tres círculos concéntricos de seguridad. El primero y más amplio, rodeando un espacio que incluía el lugar de aterrizaje del helicóptero. El segundo, cerrando el cementerio. Y un último cordón de seguridad, dentro del propio panteón.
La manifestación se desarrollaba fuera del tercer perímetro de seguridad y hasta ella acudió el golpista Antonio Tejero. El octogenario fue recibido con vítores por los manifestantes franquistas; gritos de “a sus órdenes, mi coronel”. Tejero insistía en poder acceder al funeral. Para calmar la situación, la policía decidió permitirle pasar del tercer al segundo perímetro de seguridad y así aislar a Tejero del resto de los manifestantes. “Nunca llegó a estar a menos de 800 metros del panteón”, aseguran desde el Gobierno.
La familia fue llegando por carretera hasta el cementerio y volvieron a tener que dejar sus teléfonos móviles antes de entrar en el funeral, a puerta cerrada y sin cámaras. Tras descender unas escalinatas tenían que pasar por un pequeño vestíbulo, dentro del panteón, donde pasaban por un detector de metales.
Dolores Delgado y Félix Bolaños se quedaron en un punto, dentro del panteón, donde podían ver lo que allí ocurría –la ministra en funciones, como notaria mayor del reino, tenía la obligación de comprobar que el ataúd era introducido en la nueva tumba–.
–¿Podemos poner la bandera y una cruz sobre el ataúd?– preguntó otro de los nietos, Jaime Martínez-Bordiú.
–Ahora es una ceremonia privada y podéis hacer lo que queráis –respondió Bolaños.
La pareja de este nieto, Marta Fernández, llegó poco después con otra petición: quería poner el himno de España. Había traído un pequeño altavoz inalámbrico, que se conectaba a su teléfono. Tras un pequeño intento de meter el móvil en la cripta para hacer sonar la canción, Marta Fernández aceptó las normas de la policía. Un agente sujetó el teléfono en la mano, fuera del panteón. Ella puso en marcha la canción y se fue para el interior con el altavoz y el himno nacional.
Tras colocarse la lápida –otra losa de granito con las letras ‘Francisco Franco’, casi idéntica a la del Valle de los Caídos–, la ministra de Justicia abandonó el cementerio. Allí quedó la familia, acompañada por Ramón Tejero, el hijo cura del golpista, oficiando una homilía al dictador “por defender la fe católica”.
–Dichoso es usted, excelencia, por su compasión y su entrega a los más desfavorecidos en momentos de extrema necesidad, por implantar la justicia social en nuestra patria –dijo el hijo de Tejero en un engolado oficio religioso lleno de elogios al dictador.
–Nosotros no podemos comprender la gran afrenta que algunos están haciendo con sus restos mortales –siguió el cura Tejero–, pero estoy convencido que él lo asumiría como un sacrificio más por dios y por España.
Casi al final de la ceremonia, la policía dio una alerta. Un barrido con un detector de metales había encontrado un punto rojo en uno de los bancos del fondo del panteón, donde se sentaba Francis Franco.
Los agentes sospechaban que el nieto mayor del dictador llevaba encima una cámara oculta, camuflada en el bolígrafo con el que ha estado tomando notas durante todo el día.
Cuando intentaron incautar el bolígrafo, Francis Franco se resistió. En ese momento, mientras salían del panteón, ya con sus móviles, un familiar grabó un vídeo en el que se ve la tensión entre la policía, Francis, y otros miembros de la familia, cuando trataban de requisarle el bolígrafo. Sin éxito.
De lejos, mientras Francis Franco se iba con su bolígrafo, el abogado Luis Felipe Utrera Molina exclamaba una queja indignada: “¡Esto es una dictadura!”.
¿Y ahora qué? Cinco opciones para el futuro del Valle de los Caídos sin Franco
Los tres poderes del Estado entierran sin honores al dictador Francisco Franco