No sé decirles si Malinche el musical, la obra de Nacho Cano en cartel en Madrid, es una obra maestra (para el autor), algo “vulgar y anticlerical” para la derecha extremista, un producto al uso aseadito que mejoraría si las letras de las canciones y parlamentos no dijeran lo que dicen y lo dijeran mejor o “una coreografía con sabor a 'Sábado noche' y Mamachichos y un libreto infantiloide como las novelas de Arturo Pérez-Reverte”. A Terelu Campos, ¡le encantó! No pienso ir a verla porque sufro de incompatibilidad con el género musical: cuando me diseñaron, mi señora madre tuvo el antojo de encargar mi oído en La Corchera Española, de manera que mis lectores habrán de conformarse con lo que sé por lecturas, curiosidad periodística e interés personal en la “ecelente mujer”, conquistadora de México, llamada Malina o el diminutivo Malinalli, Malintzin y Doña Marina.
Porque Malinche sólo la llaman los ignorantes y quienes lo han aprendido así de ellos. Malinche era el apodo que daban los indios a Cortés: “El que acompaña a Malintzin”. También lo llamaban Capitán Hue Hue de Marina: “el capitán viejo que trae a doña Marina”. Da una idea del gran respeto que merecía a los indígenas la figura de una mujer empoderada –en una sociedad en la que, como todas, eran una clase inferior– que hablaba de tú a tú con quienes presentaba como teules, dioses, y miraba a los ojos de caciques y del Terrible Señor, Moctezuma. El sufijo -tzin es de carácter reverencial, también afectivo, mientras que el -che, como en Malinche, puede ser despectivo.
De su origen sabemos lo que han contado sus 'dueños': dos veces la cita Cortés en sus Cartas de Relación al emperador Carlos, anecdóticamente, como su 'lengua', intérprete; igual lo hace el divulgador López de Gómara, autor de una hagiográfica Historia de la conquista de México, que nunca cruzó el Atlántico, y sólo el soldado-cronista Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España –lo de “verdadera” era pulla mordaz a Gómara– la alude decenas de ocasiones y le dedica un capítulo que cuenta sus orígenes, carácter y actuaciones; su admiración coincide con la que se le atribuye a Cortés en una desaparecida carta a un amigo: “Después de Dios, le debemos la conquista de la Nueva España a Doña Marina”.
Malina Tenépatl era hija del cacique de Payla, Tabasco, y su historia transcurre de princesa a esclava, de sierva a concubina, de coima mantenida a esposa del alcalde de la ciudad de México y hacendada. Su vida es la de moneda de cambio humana, repetidamente violada, que pasa de mano en mano: de las de su madre, que, cuando muere su padre, la vende a unos tratantes de esclavos para que gobierne el hijo varón de su segundo matrimonio; de éstos, al cacique maya Tabscoob y, con 15 años la regala, junto con otras jóvenes, a Cortés, quien la cede a su capitán Portocarrero. A quien, cuando sabe que la ya bautizada doña Marina habla maya y náhuatl, envía a España a informar al emperador y la recupera como 'lengua', como amante y madre de su hijo Martín, y, en fin, la casa con su capitán Juan Jaramillo, dotándola de encomiendas en su región natal.
Es una versión, aunque, en la aculturación del personaje –¡se la llega a representar rubia!, a imagen de la virgen María–, se rastrean paralelismos bíblicos en su relato. Sea como fuere, que se dice, ya como Doña Marina, es figura principal en los códices de la conquista de los tlacuilos, los cronistas-pintores.
En el Códice Florentino (1540) se la representa en situaciones importantes, incluso como figura predominante en el primer encuentro entre Moctezuma y Cortés. En el Lienzo de Tlaxcala (1552) aparece con rodela, armadura y espada: retrato que coincide con el trazado por Bernal Díaz, quien, junto a sus cualidades femeninas –“era de buen parecer y entremetida y desenvuelta”–, destaca las guerreras: “Doña Marina, con ser mujer de la tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía, que con oír cada día que nos habían de matar y comer nuestras carnes con ají, y habernos visto cercados en las batallas pasadas, y que agora todos estábamos heridos y dolientes, jamás sentimos flaqueza en ella, sino muy mayor esfuerzo que de mujer”. En este códice, tras haberle descubierto a Cortés el complot de los caciques de Tlaxcala para matarlos, Malintzin aparece con los conquistadores y sus aliados olmecas, señalando con gesto imperioso el gran cu piramidal de Cholula del dios Quetzalcóatl, sobre el que Cortés y sus huestes perpetran la espantosa matanza histórica (de tres a seis mil víctimas). Pero es el Códice de Coyoacán o Manuscrito del aperreamiento (1560) el que desvela que el papel de doña Marina trasciende con mucho el de mera intérprete y sumisa concubina en que la sumen los cronistas. Fue un oscuro episodio en el que siete caciques tolteca-chichimecas fueron sometidos a tortura hasta la muerte con los fieros alanos españoles. Criminal forma de ejecución, ilegal para el Derecho castellano, que al admitir la tortura dejaba la puerta abierta al alevoso asesinato, sin que prosperaran las denuncias ante la Audiencia y el rey de los protectores de indios. La denuncia de un tlacuilo es inapelable: se ve a Cortés haciendo el signo de reunión con los dedos y, detrás, doña Marina sostiene un rosario entre las manos, dando a entender que la trampa mortal se trata de una simple sesión de catequesis...
Pero lo principal –me parece a mí aunque no se subraye– es que Malintzin era dueña de la palabra. Sabemos, más o menos, lo que Cortés le decía a Marina y ésta a Cortés, pero nunca sabremos, porque sólo ella lo sabía, qué le decía a Moctezuma, lo que éste le decía a ella y ella le transmitía a Cortés. Y quien tiene la palabra, tiene el poder. “Quien sabe los nombres, sabe las cosas”, dice Platón en Cratilo. De modo que no es posible saber con exactitud cuál fue el verdadero alcance de su papel. En cuanto aprendió castellano, en tres meses, Cortés prescindió del bilingüe castellano-maya Aguilar por la trilingüe castellano-maya-náhuatl Malintzin. Era dueña de la comunicación, el arma más potente, la única persona que sabía qué palabras se daban unos a otros y las intenciones reales que enmascaraban. Y también, naturalmente, las suyas. Ama de la palabra, ¿quién sabe qué matices, con qué propósitos, introdujo en el diálogo del conquistador con los conquistados? Sin duda, Malintzin tenía sus propias cuentas que saldar con el imperio mexicano y sus aliados. Lo hizo como doña Marina y adoptó el lema renacentista iuvat vivere, vivir es hermoso.
Malinche la traidora, la víctima victimizada
Los venenosos nacionalismos del siglo XIX encontraron en ella el enemigo al que culpar de sus sinsabores y ello, incluso para cabezas bien amuebladas como las de Octavio Paz y Carlos Fuentes. Para el nobel, “los extranjeros, los malos mexicanos, nuestros enemigos, nuestros rivales. En todo caso, los ‘otros’. Esto es, todos aquellos que no son lo que nosotros somos” son los hijos de la Malinche, los hijos de la Chingada, los hijos de puta, vaya (El Laberinto de la Soledad, 1950), mientras que sus contrarios, los buenos mexicanos, los 'nuestros', son los que “que descenderían de la Madre Virgen o la Virgen de Guadalupe”. Fuentes la obliga a reconocer su 'culpa' traidora, autohumillándose: “Oh, sal ya, hijo mío, sal, sal, sal entre mis piernas... Sal, hijo de la traición... sal, hijo de puta... sal, hijo de la chingada” (Todos los gatos son pardos, 1970). El 'malinchismo' ha pasado al habla popular mexicana como menosprecio o traición de lo propio en beneficio de lo extranjero.
Sin pensar que la caída de México fue una revolución de los pueblos sojuzgados por la Triple Alianza presidida por Moctezuma y capitaneada por un puñado de hombres armados con tecnologías infinitamente superiores, enfermedades, fe religiosa ciega y los valores del Renacimiento, las abstracciones de fama y honra –que implican obediencia a la Iglesia y sumisión a la Corona– y la muy humana ansia de fortuna. Que no sólo los sojuzgaron también sino que los diezmaron, robaron y aculturizaron.
Un panorama que exigirá de la farsa para conformar el éxito. Y para farsante, Cortés; objetivamente, un canalla. Eficaz exterminador de indios (occidentales), también asesinó cristianos (seguramente a su primera mujer, Catalina Xuárez) y cristianizados; sus virtudes: violador, torturador, ladrón, mentiroso y traidor. Él lo sabía; por eso conquistó México: el fracaso suponía el patíbulo, e inventó, siglos antes que el Che Guevara, el sinsentido de “la victoria o la muerte”. Y Carlos V, su rey, también lo sabía; por eso tardó en concederle el marquesado del Valle de Oaxaca, lo sometió a juicios de residencia –auditorías civiles y procesos penales– y no lo nombró virrey del México que había conquistado, la civilización que había destruido y cuyo oro cimentaba el Imperio.
Lo demás, tanto lo 'negrolendario' como lo 'rosalegendario' son, como dicen en mi barrio, OrcaCity, con gracejo obrero-madrileño, “pasto p'a gilipollas”.
Fue necesario que progresase la visibilidad de la mujer con el feminismo del siglo XX para que las escritoras mexicanas reivindicaran la figura y la actitud de la considerada madre del México mestizo, al serlo del primogénito del conquistador, Martín Cortés, aunque el padre, pese a reconocerlo como hijo tanto en España como en el Vaticano, reservó la primogenitura a otro Martín, hijo de su segunda esposa, la española Juana de Zúñiga. Los chicanos, en fin, los mexicano-estadounidenses, paradigma del mestizaje entre mestizos, y sobre todo las chicanas, reivindican su figura de mujer emancipada de un sistema doblemente patriarcal.
No creo que minusvalorarla como comparsa en un pastiche pop contribuya a mejorar la imagen de Malintzin/doña Marina. Tampoco la empeorará. Si sirve para que se la conozca, entretiene y da dinero, loado sea Diez (no Díaz). Si no, afine usted más la próxima vez, señor Cano.
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