“Lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Era abril de 2012, y Juan Carlos abandonaba el hospital USP San José de Madrid después de haber estado cinco días ingresado tras romperse la cadera. “Lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir”: Juan Carlos se había lesionado mientras se encontraba cazando elefantes en Botsuana (África) acompañado de Corinna zu Sayn-Wittgenstein.
Aquellas palabras de Juan Carlos, coincidiendo con el 81 aniversario de la Segunda República tenían mucho sentido para alguien cuya principal función vital era conservar la dinastía monárquica que se había restaurado en su persona, pasando por encima de su propio padre y saltándose los juramentos a los Principios Fundamentales del Régimen franquista.
Juan Carlos, en aquel abril de 2012, sabía que su caída no sólo había fracturado su cadera: la imagen de un rey cazando elefantes en plena crisis económica, meses después de reformarse la Constitución para garantizar el pago de la deuda; antes de cumplirse el primer aniversario del 15M; con las cajas de ahorros quebrando por la mala praxis de gestores que se llenaron los bolsillos; con los escándalos de las hipotecas; los desahucios... En ese contexto, un Juan Carlos septuagenario matando elefantes en África a tiro limpio de la mano de Corinna suponía una fractura del sentido común muy difícil de recomponer, que desbordaba los límites de la más generosa interpretación de la campechanía. Y Juan Carlos lo sabía.
Lo que seguramente no sabía Juan Carlos es que ese “lo siento, me he equivocado” no iba a ser suficiente para alguien que goza del privilegio de la inviolabilidad y la irresponsabilidad, y que dos años después se vería obligado a abdicar en favor de su hijo para preservar la Corona. Y que, cinco años después de esa abdicación, anunciaría incluso el abandono de la “vida pública”, un concepto difuso que no supone ningún cambio a su estatus de rey emérito inviolable.
Y es que la primera razón de ser de la monarquía borbónica ha sido la subsistencia de la Corona; tanto institucional como material.
Juan Carlos nació en Roma en 1938, poco antes de que acabara la Guerra Civil. Su padre, Juan, se ofreció a Franco para combatir contra aquellos que habían echado a Alfonso XIII. Es decir, Juan Carlos nace en el exilio, es nieto de un rey que salió huyendo del país antes de proclamarse la Segunda República y creció en Estoril, donde su padre intentó recomponer una Corte que le pagaba los gastos y con la que conspiraba la reinstauración monárquica.
Juan Carlos vivió aquello: el exilio y la caridad, y desde crío sabía que el fin en la vida de su familia no era otro que “no volver a pasar hambre”, como si de Escarlata O'Hara en Lo que el viento se llevó se tratara; y de recomponer el hilo azul dinástico.
Y Juan Carlos consigue los dos objetivos: su padre accede a que estudie en la España de Franco, y a partir de ahí comienza a impregnarse de la cultura franquista, hasta el punto de que el dictador lo designa sucesor a título de rey en 1969 en una ceremonia en las Cortes.
Juan Carlos le debe al dictador ser rey, recuperar la institución, reconciliarse con la historia borbónica, aunque para eso tuviera que saltarse a su padre y, un puñado de años después de jurar los principios franquistas, firmar la Constitución española.
Juan Carlos siempre habló bien en público de Franco, quizá por eso en 1981 muchos militares pensaban que apoyaría el 23F, pero quizá por eso también su condena del golpe, ya de madrugada, le confirió una legitimidad que no tenía del todo ganada en muchos sectores: en aquellos que no olvidaban sus visitas al Pazo de Meirás; sus paseos con el dictador; y que la monarquía se coló de rondón en el referéndum constitucional en una suerte de todo o nada.
Pero cómo jugó Juan Carlos el 23F y cómo fue el relato posterior le regaló 40 años de tranquilidad. Nadie le miraba cuando sus amigos empresarios tenían problemas –Javier de la Rosa, Manuel Prado y Colón de Carvajal–; tampoco se fijaban en sus cacerías; ni en los regalos que recibía; ni en su tren de vida ni en sus compañías. Era inviolable e irresponsable. Tanto en el texto de la ley como en el sentir de la mayoría de los españoles, que se definían más juancarlistas que monárquicos. ¿Por qué? Por el 23F, decían. Y siempre se miraba para otro lado.
Había que “no volver a pasar hambre”, y la incipiente democracia española era un buen argumento que usó Juan Carlos para pedir dinero a sus hermanos saudíes, quienes luego vendrían de vacaciones a Marbella a todo trapo sin que nadie les preguntara por los derechos humanos y civiles en su país mientras se pulían los petrodólares.
Ya en 1977 el entonces príncipe Fahd entregó 100 millones de dólares a Juan Carlos, un préstamo a interés cero cuya devolución no ha sido acreditada, “para el fortalecimiento de la monarquía española”.
El periodista y escritor Gregorio Morán, en Adolfo Suárez: ambición y destino (Debate, 2009), echaba mano de una obra del también periodista José García Abad para describir cómo pedía dinero Juan Carlos a los poderosos saudíes y persas. Morán afirma: “En su entusiasta hagiografía de Adolfo Suárez [Una tragedia griega, La esfera de los Libros], escribe García Abad que de este dinero pedido por Juan Carlos, y generosamente donado por el emperador del Irán [10 millones de dólares], 'llegó mucho más al palacio de la Zarzuela que al de la Moncloa'. El bueno de García Abad apostilla que el asunto forma parte de 'la complicidad' entre el Rey y Adolfo Suárez, manifestada no sólo en ese quítame allá esas pajas de diez millones de dólares del año 1977, sino en el viaje inmediatamente posterior que hará el presidente Suárez a Arabia Saudí, acompañado del administrador privado del Rey, Prado y Colón de Carvajal, para concretar otro préstamo del príncipe Fahd al Rey Juan Carlos y a la UCD. Cuenta García Abad, con sobriedad no exenta de gracia, cómo Prado y Colón de Carvajal, aprovechándose de que el presidente Suárez no tiene ni idea de inglés, hace de traductor, engañándole respecto a las cantidades que recibirá el monarca, con el consiguiente pellizco para Prado. Le convirtió los 'thousand millions' (miles de millones) en 'millions' (millones) a secas”.
Así fue la carta que envió Juan Carlos al sha de Persia pidiendo los 10 millones de euros, publicada por Gregorio Morán.
Como explica Rebeca Quintans en Juan Carlos I, biografía sin silencios (Akal, 2015), “la familia real con la que ha mantenido una afición más larga y fructífera con Juan Carlos es la de Arabia Saudí. [...] La confraternidad de Juan Carlos fue especialmente próxima con el rey Fahd bin Abdelaziz al-Saud, ya desde que éste era príncipe heredero y hasta su muerte siendo monarca en 2005. A él debía Juan Carlos multitud de favores constantes y sonantes, como los 100 millones de dólares que le prestó durante la Transición y que el Borbón nunca entendió que tenía que devolver, o el regalo de su segundo yate Fortuna, en 1979”.
El Fortuna fue cedido por el rey a Patrimonio del Estado en 1981 y sufrió varias averías. La más conocida, ocurrió en agosto de 1988, cuando navegaba en compañía del príncipe Carlos de Inglaterra y tuvo que ser remolcado por pesqueros hasta puerto.
En otro momento de su libro, Quintans da otros detalles de las relaciones provechosas del rey con la monarquía saudí: “Juan Carlos se decantó por los países árabes. La crisis [del petróleo de 1973] afectó a España de forma importante. [...] Juan Carlos envió un emisario [al príncipe Fahd] y la respuesta fue inmediata: 'Decid a mi hermano el príncipe Don Juan Carlos que le enviaremos todo el petróleo que España necesite'. A cambio de estos servicios de mediación, el príncipe [Juan Carlos] cobró una comisión y a todo el mundo le pareció muy normal. [...] El Gobierno Suárez adoptó desde entonces un acuerdo para que un porcentaje pequeño de las transacciones comerciales petrolíferas realizadas por España con otras monarquías del mundo se desviara hacia el patrimonio privado de los Borbones”.
“Mantengo una profunda y duradera amistad [con Su Majestad el Rey Juan Carlos], hacia quien tengo un gran respeto y estima”, afirmó el rey Abdalá de Arabia Saudí –sucesor de Fahd– durante una entrevista en El País en 2006.
Según publicó El País, la concesión del AVE de La Meca –un contrato de casi 7.000 millones de euros– a un consorcio español se atribuyó a la intervención directa del rey Juan Carlos ante el monarca saudí. Del mismo modo que se le atribuyó al rey acelerar las gestiones para la venta de entre 250 y 300 carros de combate Leopard españoles en mayo de 2014 a Arabia Saudí.
Unos años después, Juan Carlos se dejaba fotografiar con Mohamed Bin Salmán en el Gran Premio de Fórmula 1 de Abu Dhabi. El príncipe heredero saudí está acusado de haber encargado el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul.
Pero el dinero saudí no es el único que ha llegado a los bolsillos de Juan Carlos desde fuera de España. Según reveló el diario El Mundo, el conde de Barcelona dejó a sus hijos bienes y fondos por un valor de 1.100 millones de pesetas tras su muerte, el 1 de abril de 1993. La mayor parte de ese patrimonio se encontraba en tres cuentas en Suiza, dos en Lausanne y una en Ginebra. En ellas había fondos depositados por un valor de 728,75 millones de pesetas, que al cambio actual, y aplicando el IPC de estos últimos 20 años, serían unos 7,85 millones de euros. A esa cantidad se sumaría un patrimonio inmobiliario cercano a los 350 millones de pesetas, entre el que destacan el chalet familiar de Puerta de Hierro en Madrid, un edificio en la Gran Vía de la capital y un apartamento en la ciudad portuguesa de Estoril.
Siempre según el diario El Mundo, el grueso de las cantidades depositados en las cuentas suizas de Juan de Borbón acabó en manos del rey. En concreto, unos 375 millones de pesetas. Juan Carlos de Borbón los recibió a través de tres cheques que fueron ingresados el 21 de octubre de 1993, momento en el que se procedió al reparto de la herencia, en la cuenta 10.031 de Sogenal –Société Générale Alsacienne de Banque–, de Ginebra.
Buena parte de los fondos que recibió el rey procedían de una de las cuentas de Lausanne denominada en el testamento “cuenta de usufructo”. Esta cuenta, de la Société de Banques Suisse, fue parcialmente vaciada, pero siguió abierta con un saldo de 24 millones de pesetas. Los albaceas recomendaron al rey y sus hermanas, que recibieron 172 y 131 millones cada una, que no repatriaran la fortuna para no levantar sospechas sobre el patrimonio del conde de Barcelona, de quien siempre se dijo que no contaba con importantes bienes.
Dos años después del “lo siento, me he equivocado”, Juan Carlos se aparta y es apartado para preservar el statu quo del 78. Era junio de 2014, se encontraba rodeado de escándalos, tres años después del 15M y un año antes de un 20D que dibujó una España que enterraba el bipartidismo.
Juan Carlos no dejó el paso a su hijo por gusto. La abdicación, pactada entre Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba, llegó tras las imputaciones a Iñaki Urdangarín y Cristina de Borbón, los papeles de Bárcenas, el caso de los ERE, la cacería en Botsuana con Corinna –quien más tarde le acusaría de tener cuentas en Suiza y de utilizarla como testaferro–; el fin de ETA; el reparto desigual de la crisis y las aspiraciones independentistas catalanas: todo ello, elementos de erosión de la arquitectura de 1978.
La abdicación amasada por el bipartidismo supuso un apuntalamiento del edificio agrietado del 78: el recambio de un jefe del Estado desgastado por otro que llegaba limpio de sospechas. La monarquía, en tanto que clave de la bóveda del régimen de la Transición por su papel ante los partidos, los empresarios y la política internacional –incluidos los “primos” saudíes y los “hermanos” alauís–, se debe a su razón de ser: la supervivencia de la dinastía.
Y esa supervivencia va ligada al sistema constitucional del 78. Por eso, el rey Felipe se empleó a fondo tras el 1-O: interpretó que la supervivencia del sistema al que debe su existencia como monarca pasaba por el 155; que si el régimen del 78 estallaba por Catalunya, también podría estallar su trono.
De momento, aguantan las costuras. Juan Carlos da un paso más hacia atrás, con su retiro de la vida pública a los 81 años tras las elecciones en las que la extrema derecha puede desempeñar un papel institucional por primera vez desde la reinstauración democrática.