De San Vicente Ferrer al santo Vicente Ferrer, del ángel del apocalipsis al santo de la India
El pasado 8 de abril se celebró la festividad y 605º aniversario de la muerte de san Vicente Ferrer Miquel (Valencia, 23 de enero de 1350-Vannes, Francia, 5 de abril de 1419), patrón de la Comunitat Valenciana, y el 9 de abril conmemoramos el 104º aniversario del nacimiento de un hombre santo, Vicente Ferrer Moncho (Barcelona, 9 de abril de 1920-Anantapur, India, 19 de junio de 2009). El primero fue llamado “el ángel del Apocalipsis” por la hagiografía católica y su tocayo, “el santo de la India” o sencillamente father (padre) por sus innumerables fieles del subcontinente asiático.
'San' es apócope de santo, pero aquí nos sirve para diferenciar la santidad burocrática –el máximo peldaño del escalafón eclesiástico a los que el Vaticano adjudica altares– del caso de san Vicente Ferrer de la que otorga el fervor popular para distinguir a quien su bondad humana destaca entre la buena gente. Es el caso de Vicente Ferrer para los dalits, los parias descastados del estado de Andhra Pradesh. Un ‘san’ es, como si dijéramos, un interlocutor válido ante Dios para abogar por las causas que les encomiendan sus devotos, mientras que un hombre santo se limita a dialogar solidaria y bondadosamente con sus semejantes.
La escatología cristiana está repleta a lo largo de su historia de constructos ad hoc para sus intereses expansivos y trascendentales. E igual que, sin duda, hay santos a paladas, su santoral está repleto de 'sanes' tan auténticos como euros de madera.
Con ocasión de un trabajo sobre la retractoteca de Felipe II que me encargaron hace una pequeña eternidad, tuve ocasión de estudiar el mito del san Mauricio y los 6.600 soldados mártires de la Legión Tebana, lienzo que El Prudente le encargó a El Greco en 1579. Se trataba de representar el supuesto martirio de una fuerza de soldados romanos de procedencia egipcia y religión cristiana que habría sido exterminada a principios del siglo IV por el emperador romano Maximiano. Según unas versiones, por negarse a participar en ritos religiosos paganos antes de entrar en batalla o, según otras, por negarse a matar a los soldados de las revueltas bagaudas del sur de la Galia y de Hispania, a los que también se bautizaban cristianos.
San Euquerio, obispo de Lyon en el 434, escribió la primera historia de la pasión de San Mauricio, sin más documentos que las “tradiciones orales” que decía recoger y, sobre todo, tras la operación turístico-peregrinal de Teodoro de Octoduro (369-391), obispo de Agaunum, hoy Saint-Maurice en Valais, Suiza, quien, viendo la afluencia de peregrinos cristianos a la comarca, dijo haber tenido “una visión”: que allí se hallaban sepultados los restos de Mauricio y sus tebanos y que había de construirse un santuario con los “presentes de oro y plata” que producía la devoción.
Para animarla, las primeras versiones aseguraban que Maximiano los condenó a la inmersión en aceite hirviendo de la que los 6.600 pre-mártires salieron indemnes, pero incluso a los hagiógrafos debió de parecerles excesivo milagro y las orillaron para establecer que la Legión Tebana fue sucesivamente diezmada tras cada negativa de los tebanos a obedecer las órdenes del emperador contra sus convicciones cristianas. Mauricio, sus lugartenientes Cándido y Escuperio y los legionarios que por diversas razones estaban fuera del campamento y eludieron la matanza subieron a los altares; los seis mil y pico decapitados, no: carne de cañón, hubieron de conformarse con un genérico cajón de sastre: mártires tebanos.
Digamos de paso que las primeras representaciones de san Mauricio eran las de un hombre negro, como procedente del Alto Egipto, hasta que la (in)corrección política vaticana lo blanqueó para que no desentonara en la 'blanquitud' del santoral y en vista de que el creciente negocio de la trata de esclavos ponía en duda la humanidad de la raza negra.
A Felipe II, por cierto, no le gustó el lienzo del cretense –del que muchos críticos de arte señalan como su obra maestra– y del altar de la capilla del Evangelio de la basílica, donde habría de acompañar al Martirio de San Lorenzo (1582) encargado a Pellegrino Tibaldi, lo relegó a un lugar de paso y no volvió a encargarle ningún lienzo. Y cuando no hay milagros, se inventan: “Cierta mujer paralítica que recuperó el movimiento gracias a los santos mártires”, escribió el citado san Euquerio para que la canonización del ficticio san Mauricio cumpliera con todas las condiciones de la Congregación para las Causas de los Santos.
Al fin y al cabo, la santidad no es sino una burocracia. El llamado “Papa bueno”, Juan XXIII, fue canonizado a pesar de ser autor del infame decreto por el que excomulgaba a las víctimas de abusos sexuales y a sus familias si denunciaban el crimen a la justicia ordinaria. Lo canonizó Juan Pablo II, un santificador sin piedad, autor de la subida a los altares a medida y exprés de Josemaría Escrivá de Balaguer –y él mismo beneficiado con una santidad exprés– y de la beatificación –paso previo a la santificación– de más de 500 católicos asesinados durante la guerra civil española; en cambio, los 24 curas vascos asesinados por las fuerzas de Franco, por los que tanto se interesó el papa Pío XII, no han merecido –que yo sepa– semejante trayecto a la divinidad.
San Vicente Ferrer, el exterminador apocalíptico
A lo nuestro. Finales del siglo XIV: se presagia el Renacimiento cuyo antropomorfismo reemplaza al teocentrismo medieval y que, paradójicamente, desembocará en el siglo de la intolerancia por antonomasia, el XVI. Otro mito, el de las tres culturas en pacífica convivencia en la Península, se desmorona.
Por las tierras infieles conquistadas, cabalga el misionero valenciano Vicente Ferrer, de la Orden de Predicadores, la inquisitorial orden dominica, tildada de inicua con razón y causa, persiguiendo y asesinando judíos y moriscos. Va al frente de una terrorífica compañía de flagelantes, individuos semidesnudos de ambos sexos que se azotan con saña hasta sangrar en procesiones públicas en la arraigada creencia de que la penitencia los encaminaba al reino de los cielos. Pero también conduce “una compañía de lanceros y espadachines”, dice Samuel Usque en Consolaçam os tribulaçoes de Israel, cuya misión era 'enviar al cielo' a los que no quisieran convertirse en la tierra. Su lema: bautismo o muerte.
Ferrer fue autor de un plan para terminar con la comunidad judía del reino de Castilla y, como él mismo decía, “convertirlos por tristeza”. Presentó su 'solución final' al canciller de Castilla y obispo de Burgos, Pablo de Santa María –además, un judío converso, Salomón ha Levi, que había sido gran rabino de Castilla–, muy adelantada a la de los nazis pero también efectiva, pues, como dicen los propios textos de la Iglesia, “de los lugares que él visitó, los judeos fueron expulsados de los lugares que habitaban”.
Como es 'natural', detrás de la persecución, quizá delante, además del antiguo resentimiento histórico contra las comunidades hebreas por ser del 'pueblo deicida', el saldar a las bravas las deudas contraídas con los prestamistas judíos y, en la medida de lo posible, arrebatarles sus bienes. Aunque, miseria de la conversión, Ferrer en sus razias de Murcia, en Lorca, en Jumilla, en 1411, no se atrevió a entrar al Valle de Ricote, musulmán y judío pero a salvo de la ‘ira de Dios’ por elementos tan terrenales como riqueza y poder, es decir, por su influencia política. Quizá también influyera el carácter indómito de los “murcianos de dinamita/ frutalmente propagada”, escribió Miguel Hernández.
La hagiografía añade, más que con ingenuidad con abuso de la ignorancia ajena, que “predicando siempre en lengua valenciana, le entendían los castellanos, los del norte de Francia, los vascos, los italianos del Piamonte y Lombardía... Muchos testigos declararon en el proceso [de canonización] que, hablando Vicente Ferrer en valenciano, ellos le entendían perfectamente en su lengua nativa. Por lo mismo, hay que admitir que, a San Vicente Ferrer, se le concedió el don de lenguas”. Un don de lenguas otorgado, por lo visto, por un Dios verdaderamente lingüista, eso sí, lingüista valencianista –no hablaba catalán sino valenciano–. Lo de siempre de la Iglesia: en Catalunya, en catalán; en Valencia, en valenciano y en el Centro –no contaminemos con porquerías el nombre de Madrid, quizá el único territorio libre de nacionalismos–, en 'cristiano'.
Y, subraya que las gentes lo admiraban tanto que lo llamaban 'el ángel del apocalipsis'. Recuerda la parecida 'admiración' con que, siglos después, los judíos presos en el campo de exterminio de Auschwitz llamaban al ‘doctor’ Josef Mengele ‘el ángel de la Muerte’. Y con el mismo apelativo, así como ‘el ángel rubio’ se conocerá al capitán de fragata Alfredo Ignacio Astiz, del Grupo de Tareas 332 del Servicio de Inteligencia Naval (SIN) de la Marina de Guerra de la República Argentina, torturador y asesino de la dictadura de Argentina de 1976.
Pero no era el único 'misionero': otras partidas de iluminados de ‘Por la delincuencia hacia Dios’, vaya: ‘presantos’, recorrían la España conquistada por los fanáticos trinitarios, nublando la luz, desde que Ferrán Martínez, arcediano de Écija y arzobispo de Sevilla de hecho, instigara el pogromo de 1391, con más impunidad que castigo, a pesar de que el rey Enrique III de Castilla metiera en la cárcel al infame cura y multara a la ciudad con un castigo que le costó más de diez años pagarlo.
Vendrían más años que serían peores, más tristes para los ‘infieles’ y más vergonzosos para los españoles, desde Cataluña, Navarra y Aragón a al-Ándalus, los pogromos contra judíos y moriscos se sucedieron hasta la expulsión de los primeros en 1492 y la de los segundos en 1609. Ya digo: el Renacimiento se presiente, ominoso, en lontananza: que los dioses nos cojan confesados. La denostada Edad Media confirmará que “cualquiera tiempo pasado/ fue mejor”, cantó Jorge Manrique.
Vicente Ferrer no está ni se lo espera en los altares
Entre los alrededor de 7.000 santos de la Iglesia católica, y en los aproximadamente 2.000 españoles (más el millar de 'mártires por la religión' del siglo XX que están en lista de espera, no en vano España es el país con más santos del planeta), un cierto número de laicos también son elegidos por la Iglesia para interceder ante el Altísimo por las cuitas de sus fieles aquí en lo bajísimo. Por poner un ejemplo: san Canuto –que sería un patrono de lo obvio en una Iglesia joven y aggiornata–, fue un rey danés del siglo XI asesinado por los campesinos de Jutlandia cuando clamaba al cielo en una iglesia porque no se dejaban arrastrar a la conquista de Inglaterra, pues ansiaba la corona de Guillermo el Conquistador (el normando, no el héroe de nuestra infancia, el de Richmal Crompton), pero su cristianización de extensas comarcas dinamarquesas le valió plaza en el santoral.
Bien, seis, como a uno le gustan las historias con final feliz –que el chico y la chica de la peli al final se casen–, les contaré que seis siglos después del 'san Exterminéitor' valenciano nos encontramos con otro Vicente Ferrer, este barcelonés, que no está ni se lo espera en las alturas de los altares.
Vicente Ferrer Moncho nació en 1920 y, militante del trotskista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) desde los 16 años, luchó en la guerra civil, en la batalla del Ebro, y siguió a sus mayores en la retirada del ejército republicano hacia Francia, donde fue internado en el campo de concentración de maldita memoria de Argelès-sur-Mer. Sin más' crimen' que su militancia, volvió a España, al campo de concentración de Betanzos y a una interminable mili de cuatro años. Ya había decidido hacerse jesuita, por ser la orden más perseguida. En 1952 llegó a la India como misionero, atraído por los 100 millones de desheredados, parias, intocables del subcontinente asiático. Destinado a Manmad, estado de Maharashtra, enseguida decidió que su apostolado no era de sermones sino de acción directa: “Nunca les hablaba de Dios, había otras prioridades. La acción era lo único importante, la buena acción contiene en sí misma todas las religiones, todas las filosofías, contiene el universo completo”, contó al periodista Fernando Baeta.
Fundó la Maharashtra Shetkari Seva Mandal (Sociedad al servicio de los campesinos de Maharashtra) y con ayuda de voluntarios emprendió un programa de construcción de pozos, canalizaciones y micropréstamos cuyo éxito le permitió establecer cooperativas, centros de servicios comunales y edificar un hospital, dos escuelas y residencias para casi mil alumnos. Su estricta predicación moral se basaba en la dignidad de los más pobres, la insólita igualdad de derechos de la mujer y el hombre y la ayuda solidaria.
The Illustrated Weekly of India, el semanario en inglés de mayor circulación, que tituló “La revolución silenciosa en Manmad”, retrató la admiración que despertaba su labor en contraste con la dejadez de las autoridades locales, que reaccionaron ordenando su expulsión del país. Un Comité de Defensa del Padre Vicente Ferrer, con el apoyo de los líderes sociales del estado. organizó una manifestación de más de 30.000 personas que recorrió los 250 kilómetros entre Manmad y Mumbai (Bombay) para exigir al gobierno de Indira Gandhi la permanencia de Ferrer; esta, tras aconsejarle unas vacaciones en España, decretó que su vuelta sería bienvenida.
Para evitar conflictos, a su vuelta en 1969, los superiores jesuitas lo destinaron a la otra punta del país, a Anantapur, estado de Andhra Pradesh, una de las zonas secas de la India, tan pobre, se decía, que no llegaba ni el tifón. Ferrer se alojó en una cabaña que le prestó una ONG protestante, en una de cuyas paredes habían pintado un escrito con un escueto mensaje: “Espera un milagro”. Decidió no esperar sino salir en su busca.
Fundó el Rural Development Trust (Consorcio para el Desarrollo Rural), cuyos hechos, a finales de siglo, ya eran apabullantes: ha mejorado la vida de más de dos millones y medio de personas de más de 1.800 pueblos, ha construido dos hospitales generales, uno de VIH y otro de enfermedades infecciosas, dos centros de planificación familiar en las que se han esterilizado a más de 50.000 mujeres, 14 clínicas rurales, servidas por mil sanitarios, atienden la salud de 1.100 pueblos, 1.696 escuelas educan a 50.000 alumnos al año y unos 6.000 estudiantes aprenden oficios en los centros de formación profesional, dos centros para discapacitados, cuatro talleres de rehabilitación y ortopedia y 115 grupos de trabajo que asisten a casi 4.000 personas, más de 30.000 viviendas construidas o reparadas, 5.000 pozos y 420 embalses riegan cultivos y los ocho millones de frutales y unos 2,7 millones de árboles de sombra plantados, más de 20.000 mujeres se han organizado en cooperativas y participan activamente en el trabajo y la vida comunitaria en igualdad de derechos con el hombre y disponen de financiación del Banco de la Mujer con el que han puesto en pie medio millar de empresas. “El milagro de la pared, el milagro de Anantapur”, escribió Baeta, fue él, Vicente Ferrer.
No sin dificultades: precedido de su fama en Manmad, las fuerzas vivas de Andhra Pradesh trataron de expulsaron nuevamente y la Compañía de Jesús colaboró con las presiones, de perseguida a perseguidora, le ordenó repatriarse en 1970. Ni unos ni otra lo consiguieron: el fervor popular lo erigió como líder intocable de los intocables del sudeste indio y pasó de ser “el santo de Mammadh” y, siempre, hasta su muerte, el father. Y los jesuitas, ante su negativa a obedecer lo que para él ya era expatriación, lo secularizaron y ese mismo año pudo casarse con Anne Perry, una periodista inglesa a la que habían enviado unos años antes a entrevistarlo y que, seducida por la India, por la obra de Vicente Ferrer y, sin duda, por él mismo, se había quedado a vivir en Manmad, trabajar en la fundación e integrarse en el citado Comité de Defensa.
Si un Vicente Ferrer nos hizo caminar mirando al suelo, otro Vicente Ferrer nos permite a los españoles transitar con la frente en su sitio, no alta de soberbia pero tampoco humillada de vergüenza.
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