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Toma la calle, 15.05.2011

El día antes

Sábado, 14 de mayo de 2011, doce menos cuarto de la mañana, sede de la Asociación Pro-Derechos Humanos de Andalucía en Sevilla. Hemos convocado a los medios para una rueda de prensa.

Un par de compañeros, estudiantes de periodismo, se han encargado de elaborar la base de datos de medios, de redactar y enviar las convocatorias y de elaborar un dossier de prensa. Alucino con el resultado del trabajo y al pensar que tenemos un gabinete de prensa que, a su vez, alucina porque puede poner en práctica lo aprendido en la carrera. Supongo que, como a ellos en ese momento o como a mí al redactar mi primer recurso para un TSJ, a muchas personas les entusiasmó volcar sus saberes y su talento en todo este proceso. Entre las que estábamos desempleadas o malvivíamos con contratos precarios, poder desarrollar nuestras habilidades en un proyecto transformador, amable, colaborativo y divertido era toda una aventura.

Lamentablemente, el flipar se nos acabó a las doce en punto, hora de comenzar la rueda de prensa, cuando en la sala solo nos encontrábamos nosotros y una cámara de una televisión local de Sevilla. Ni medios, ni agencias habían estimado relevante la convocatoria y, por ende, la manifestación del día siguiente. El jarro de agua fría nos hizo dar la rueda de prensa un poco tiritando. En la cerveza posterior empezamos a temer que el ruido y la presencia que habíamos alcanzado en Internet no habían permeado en el mundo fuera de las redes. Lo bueno de llegar a esas conclusiones entre amigos y cervezas es que la frustración no llegó a calar. Además, quedaban aún cosas por hacer en ese día de la víspera.

Sábado, 14 de mayo de 2011, seis de la tarde, Plaza Nueva, Sevilla. Unas 25 personas se arremolinan en las escalinatas de la entrada principal del Ayuntamiento de Sevilla, pertrechados con rotuladores, ceras y pinturas de toda clase. Durante esa semana recibimos un cargamento ingente de carteles de fabricación casera, enviados por un señor anónimo que había visto la convocatoria y quería colaborar mandando carteles a todos los nodos de DRY de España. La voluntad de este señor era digna de elogio, pero los lemas y eslóganes que traían de serie las pancartas que nos mandó eran francamente mejorables. De modo que decidimos tunear los con un poquito de gracia andaluza. De hecho, las pancartas de Sevilla tuvieron su eco en algunos medios de comunicación, al salirse de la tónica de los mensajes recogidos en las pancartas del resto de ciudades... ¡y que eran obra del mismo señor misterioso!

Es curioso cómo puede cambiar la realidad —o al menos su percepción— de un plumazo. Esa tarde éramos 20 chavales y chavalas pintando pancartas, objeto de miradas de extrañeza y de mofa por parte de las personas que entraban y salían del Ayuntamiento. Menos de un mes después, seríamos cientos en ese mismo sitio, con el foco de la atención mediática mundial sobre nuestras cabezas y nuestras pancartas.

Aquello era aún impensable para nosotros. Habíamos empezado a comprobar nuestro potencial en la red pero, también, éramos conscientes del sesgo que eso podía producir. En 2011, la incidencia de la acción colectiva internauta en la «realidad» era, todavía, un campo de discusión marginal, casi exclusivo de algunas disciplinas de las Ciencias Sociales... o de la Ciencia Ficción. Pero esa tarde sucedió algo que me hizo click en la cabeza. De rodillas en el suelo, mientras iba coloreando con spray negro las letras de la pancarta principal, aprecié dos sombras proyectadas sobre mí. Al girar la cabeza, me encontré a una pareja de octogenarios. Agarrados del brazo y sonrientes, preguntaron —Hola, muchacho ¿esto es para lo de mañana en la Plaza de España?

En mis recuerdos, alterados por el tiempo y la nostalgia, me abalanzo sobre ellos y me los como a besos. Supongo que no llegué a tanto y que, simplemente, contesté con un sí encerrado en una inmensa sonrisa. Y quizás esa pareja fuese el eslabón perdido de la brecha digital pero, en ese momento y a todas luces, lo que aquella amable pregunta indicaba era que el virus sí que había logrado saltar del ciberespacio al plano analógico. Quizás no gracias a los medios, que nos habían plantado esa misma mañana, quizás sus nietos lo habían comentado en casa, o se habían fijado en los modestos carteles que llevábamos. No importaban las hipótesis, en apenas horas tendríamos respuestas. Ahora tocaba guardar las pancartas, celebrar brindando por el trabajo realizado y ¿descansar? ¡En absoluto! Quedaba toda una noche de conexión monitorizando las redes, palpando los ánimos y compartiendo previsiones que, afortunadamente, se quedaron muy lejos de lo que sucedió al día siguiente.

La manifestación

Recuerdo el 15 de mayo de 2011 como si fueran tres días distintos, a tres velocidades distintas, en tres decorados distintos.

Amaneció radiante y calurosa Sevilla, con uno de esos soles de verano disfrazándose y haciéndose pasar por uno de primavera. Mis padres estaban de visita en la ciudad para celebrar, juntos, el cumpleaños de mi hermana. Ese día, no los recibía en mi casa, por lo que no tuve que dedicar la mañana a limpiar las habitaciones, tirar bolsas de basura acumuladas o esconder todo objeto comprometedor. Si el piso compartido de un estudiante estándar cumple, a duras penas, las normas mínimas de habitabilidad, la cueva de dos activistas de DRY, el día de la manifestación que llevan preparando tres meses, es una mezcla entre los restos de un botellón, una cuadra y un cementerio nuclear.

Aproveché para dormir hasta bien entrada la mañana. Me levanto; ducha, café, cigarro y un último repaso a los grupos de Facebook y a los medios. Comparándolos, parecen universos paralelos. En los primeros se palpan los nervios por la manifestación y nos intercambiamos deseos y preguntas sobre los últimos flecos de la preparación. Es importante la coordinación: salir a la misma hora, con la misma pancarta y los mismos lemas, el manifiesto, los ocho puntos... Los medios, en cambio, apenas recogen la cita del día. Tan solo algún artículo en medios locales o digitales minoritarios, que aprovechamos para compartir y mover, como última bala. A veces me pregunto cuánto subió, durante esos días, el tráfico de los medios digitales minoritarios, incluyendo blogs, que nos daban algo de bola.

Voy al encuentro de mis padres y comemos por el centro, en una terraza. Intento pensar y hablar de otras cosas, pero me resulta muy complicado. Después de un par de cervezas y empujado por el ambiente relajado y bullicioso del mediodía sevillano, logro evadirme y disfrutar en familia, haciendo mío el cliché de los candidatos a las elecciones, cuando son interrogados sobre cómo han pasado la jornada de reflexión. Aún así, era difícil no perder la mirada en la multitud y cuestionarse quiénes de ellos vendrían esa tarde o si alguien podría sospechar que, a partir de ese día, la política española se vería sacudida por un movimiento que nadie supo predecir ni ver de dónde venía. Y, así, fueron pasando las horas hasta que, a eso de las cinco de la tarde, pusimos rumbo a la Plaza de España, donde me «despedí» de mis padres como el que marcha a la batalla contra los ingleses a las órdenes de William Wallace.

Los cincuenta minutos que quedaban hasta las seis de la tarde, los ocupamos repartiendo petos y acreditaciones entre las personas de la organización que se encargarían de su buen transcurrir. Era primordial evitar cualquier tipo de incidente que desembocase en actos vandálicos o enfrentamientos con la policía, a partes iguales, por los principios pacifistas de la convocatoria y por nuestro afán de que resultase algo diferente a experiencias anteriores que, fácilmente, pudieran ser despachadas con cualquier tópico: «radicales», «antisistema», «extremistas», etc. Pudiera parecer, entre esta y otras premisas —como la no presencia de banderas—que llevábamos a un punto obsesivo la estética de la manifestación y, en cierto modo, así era. Estratégicamente, estábamos convencidos de que la originalidad y el nuevo cuño que imprimían estas consignas podrían ser la clave para el despegar ¿De qué? ni idea. No lo sabíamos aún, pero queríamos que despegase.

Los minutos pasaban, el calor apretaba y la gente no terminaba de llegar a la Plaza de España. La resignación empezaba a hacer acto de presencia y, por hacer tiempo, me acerqué a la pareja de policías locales que, resguardados bajo un árbol, nos miraban con cierta condescendencia. —Hola, buenas. Soy uno de los organizadores de la manifestación. Para cualquier cosa, no duden en dirigirse a mí. Una media sonrisa en la boca tiñó de burlón su asentimiento y me mandó de vuelta a mi grupo rechinando los dientes.

Discutiendo, casi a las seis y media, si echábamos a andar con las, apenas, cien personas que allí nos encontrábamos, de repente, empezamos a vislumbrar, a lo lejos, filas y grupos de gente muy ruidosa, ataviadas con pancartas, silbatos y otros objetos que, sin duda, hacían de la manifestación su destino. El goteo de asistentes se convirtió, primero, en chorro y, después, en chaparrón y, en cuestión de minutos, una multitud alegre y colorida poblaba la plaza y los alrededores. Entonces, uno de los policías, a los que antes casi despierto de una siesta, se me acercó con el rostro descompuesto.

—Oye, mira, que es que desde la Subdelegación del Gobierno nos habían dicho que seríais unos trescientos... Ahora mismo calculamos que ya estáis cerca de siete mil y no para de llegar gente... y nosotros solo somos cuatro. ¿Qué hacemos?

—Pues se pueden poner dos al principio y dos al final.

Y ahora era mi media sonrisa la que reinó por encima de su confusión. Una media sonrisa que se fue agrandando hasta terminar en carcajada, compartida con mis compañeros y compañeras. —¡Lo hemos hecho! —¡Ha salido, ha salido! —¡vamos! Nos costaba disimular la emoción, mezclada con algo de incredulidad. Habían sido dos meses de trabajo muy duro, durmiendo cuatro o cinco horas diarias, pateando calles y surcando Internet, discutiendo, creando, difundiendo y, aún así, el temor de que ese esfuerzo no fuera suficiente nunca nos abandonó... hasta ese momento.

A la cabeza de la manifestación situamos el Carro de Combate del Movimiento de Acción Estudiantil. Una especie de carrito equipado con un altavoz y un micrófono, desde el que se lanzaban cánticos y proclamas. En la cola de la marcha también tenían música; un conocido Dj de Sevilla acudió con otro carro, éste un poco más sofisticado, que incorporaba, junto a potentes altavoces, una mesa de mezclas. Y, entre los dos carros, justo en el centro de la comitiva, se situaron las tres únicas banderas presentes: una de España, la otra de la II República y la tercera, de Islandia. Sus portadores, tres amigos de tendencias ideológicas distintas, pero que compartían los motivos para manifestarse. Era tan pintoresco el cuadro que conformaban, tan dadaísta, pero que resumía tan bien lo que pretendíamos conseguir, que no les pedimos que las guardasen. Y, a pesar de que habíamos sido muy insistentes con que no se trajesen banderas, nadie vino a quejarse de que esos tres muchachos lo hubieran hecho.

Conforme íbamos avanzando, con paso firme y ambiente alegre, nos iban llegando noticias y vídeos de otras localidades. Éxito rotundo en Madrid, llenazo en Barcelona, Mucha gente en Málaga, Zaragoza o Valencia. El éxito de la convocatoria, más allá del número de personas, radicaba en los medios, los modos y los recursos con los que la habíamos trabajado, en haber movilizado cerca de ochenta ciudades, de todo el país, para que saliesen a la calle compartiendo manifiesto, lema y leitmotiv. Con toda nuestra precariedad y nuestro anonimato, conseguimos que, en prácticamente todas las ciudades, se superasen con creces los números de asistencia de, por ejemplo, la manifestación convocada en la Huelga General del otoño de 2010. Aquélla, promovida por los sindicatos mayoritarios, con infinitos recursos más, con toda la atención mediática y en plena crisis económica, financiera, política y social, pareció un entierro medieval comparado con lo que se estaba viviendo en España esa tarde de mayo. Un reflejo más de la crisis de legitimidad que acarrean, desde hace ya bastante tiempo, las organizaciones políticas y sindicales tradicionales; de que, en tiempos de desafección, puede ser más fácil provocar la movilización desde ámbitos extrainstitucionales.

Esta hipótesis de lo outsider funcionó en 2011 y, con ello, arrancó el 15M, pero también ha funcionado desde entonces, aunque se haya pervertido con el tiempo, en experimentos políticos como el Movimiento 5 Estrellas en Italia, el (no) Partido de Macron en Francia o el auge de Trump en EE.UU. La perversión a la que me refiero ha sido hacer pasar a estos movimientos por «ciudadanos», en algunos de los casos, erigiendo a sus líderes como outsiders del establishment político y económico. Además de quiénes se situaban al frente de estos movimientos, la otra gran diferencia con experiencias como Occupy Wall Street, el 15M o la Primavera Árabe era, precisamente, el que alguien se situara al frente. En atención a su esperanza de vida, se podría concluir que la estructuración y verticalización de los movimientos políticos es necesaria, si es que quieren permanecer en el tiempo, pero sacar esa conclusión, en crudo, sería simplificar demasiado y, sea como fuere, aquella histórica tarde estábamos demasiado entusiasmados como para plantearnos esas cuestiones, por lo que volveremos sobre ellas más adelante, a su debido tiempo.

Llegados a Plaza Nueva, punto final de la manifestación, mi amiga —y cuasi—compañera de piso— Isa se encargó de dar lectura al Manifiesto de Democracia Real Ya. Subidos a una fuente, en la plaza de San Francisco, con la sede del Banco de España a nuestras espaldas, el Ayuntamiento a la izquierda y ante un mar de gente, agradecimos a todo el mundo su asistencia, su alegría y su actitud.

Quizás un poco por inercia, deslizamos la idea de que aquello era solo el principio. Obviamente, había algo incipiente, algo que se movía, que acababa de estallar y que no podía acabarse ahí. Si le sumamos que la sensación había sido la misma en todas las ciudades que habían salido a la calle, era fácil presagiar que aquello era, tan solo, el inicio de algo mucho más grande y más potente. Sin embargo, para las personas que lo habíamos organizado, lo más urgente, en aquel momento, era juntarnos en algún bar, brindar y abrazarnos. Y eso hicimos, retirándonos incluso antes de que se hubiera disuelto la multitud. Era el momento de cuidarse, de cuidarnos.

Un par de horas más tarde, atravesando el Puente de Triana, de vuelta a casa, todavía en una nube de adrenalina y endorfinas, Alberto, Isa y yo seguíamos comentando la jugada. Nos enseñábamos tuits, titulares de prensa, vídeos y fotos. Concluímos, por unanimidad, que ese día habíamos hecho historia y, también por la misma mayoría cualificada, decidimos que ahora nos merecíamos una semanita de desconexión para descansar, madurar y repensar la situación. Nada más lejos de la realidad.