Los Goya de este año tenían una misión complicadísima, estar a la altura de ese gran año del cine español del que tanto se ha hablado. Se nos ha llenado la boca con la frase. Hemos hablado de la presencia de nuestras películas en festivales internacionales, de la llegada de las nuevas directoras, de la diversidad, de la variedad de géneros… de tantas y tantas cosas que mostraban una foto amplia y hermosa de nuestra industria. Al ver el palmarés de los Goya, parece que de esa foto solo se hubiera tenido en cuenta un primer plano. Solo un rostro de tantos y tantos que había para elegir.
Sería injusto poner pegas al premio a la Mejor película a As bestas. Un filme que ha conectado con el público de una forma brutal, que ha sido un éxito en Francia, que estuvo en Cannes y que es la mejor película de sus creadores (Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña). Un thriller con aire de western que además afronta temas que están en el caldo de cultivo de una nueva generación de directores que ha irrumpido como un ciclón en nuestro cine. As bestas es una estupenda ganadora. Igual que lo hubieran sido todas y cada una de las cinco nominadas. El nivel de este año era tan alto que uno debía ir convencido de que fuera quien fuera la que se llevara el premio gordo habría que aplaudir.
El problema es la imagen que ofrece ese palmarés. Que en este año, donde ha habido tantas buenas películas, todos los Goya hayan ido a parar a dos de ellas da una imagen distorsionada, reduccionista e injusta. Pareciera que solo ha habido dos títulos buenos, As bestas y Modelo 77, cuando ha habido muchos, alguno de ellos hasta se había quedado fuera de las nominaciones. Un palmarés donde un filme arrasa con nueve nominaciones y otro con cinco no lanza el mensaje de que el cine español es amplio y diverso, sino todo lo contrario. Parece que, de nuevo, el cine que se hace más en los márgenes no cuenta para una Academia que vota más con el corazón que con la cabeza. O que lo hace por inercia votando a su favorita en todas y cada una de las categorías.
El propio Rodrigo Sorogoyen contaba en una entrevista el pasado Festival de Venecia, donde fue jurado de la Sección Oficial -lo que muestra el respeto y la proyección internacional que tiene-, que al elegir la película ganadora del León de Oro se estaba planteando qué había que valorar. Qué mensaje se lanzaba con el palmarés elegido. Y quizás eso es lo que deberían hacer los votantes de todos los premios que se dan en España (también los Feroz o los Forqué). Sentarse con calma, analizar cada categoría y pensar qué queremos decir de nuestro cine y de nuestro año.
Un año como este pedía a gritos un palmarés repartido. El titular sería menos llamativo. Sería hasta buenista. Todos como amigos. Pero hubiera sido bonito que en esta ocasión no se optara por la misma tendencia de aupar a un título en detrimento de los demás. Hay que ser claros, y el propio Sorogoyen lo fue cuando atendió a la prensa al acabar la gala cuando dijo que era injusto que Alcarràs se hubiera ido de vacío. Que un Oso de Oro de la Berlinale no logre ni un Goya de sus 11 nominaciones debería hacer reflexionar a todos. ¿Cómo es posible que nadie haya pensado que era el año para dividir película y dirección? Ni un reconocimiento al trabajo de montaje, ingente, de una película coral llena de personajes que entran y salen. Carla Simón debería haber salido de la gala con un Goya en sus manos.
Lo de Alcarràs es el ejemplo más llamativo, pero hay más. El premio a Denis Ménochet (tremendo en As bestas), por encima del de Nacho Sánchez vuelve a subrayar los mismos problemas. Una interpretación tan al límite, tan kamikaze y arriesgada como la de Sánchez merecía el premio. También porque era la forma de reconocer a Mantícora, que también se fue de vacío. Se fue de vacío La maternal, y Cinco Lobitos se llevó lo que nadie podía quitarle, porque si Laia Costa hubiera perdido ya nadie entendería nada. Menos mal que ese otro cine quedó representado con ese Goya al Mejor guion adaptado a Isaki Lacuesta, Isa Campo y Fran Araújo por Un año, una noche. El cine de Isaki Lacuesta siempre es uno de los olvidados, y por supuesto ha tenido que ser su filme más convencional el que les de su primer Goya. Ellos mismos decían en la alfombra roja que quizás era hora de que los galardones del cine español cambiaran el nombre y pasaran a llamarse Buñuel-Saura para reconocer el cine moderno y arriesgado.
Que en el año de las mujeres directoras su presencia en el palmarés volviera a verse reducida a la categoría de Mejor dirección novel es preocupante. Seis años consecutivos, pero en la categoría grande siguen triunfando ellos, los hombres. Solo tres directoras lo han ganado: Pilar Miró, Icíar Bollaín e Isabel Coixet. Sorogoyen ya tenía un Goya a la Mejor dirección. Carla Simón y Pilar Palomero no. Pero, de nuevo, la gente no se paró para pensar antes de marcar la casilla en su papeleta. Cuidado, porque Dirección novel no puede convertirse en una categoría cuota, un regalo al feminismo y a las directoras. No puede ser una categoría de lavado de cara. Esas mujeres deben seguir dirigiendo, y esa igualdad, por la que ojalá un día no tengamos que preguntar, no será real si las mujeres siguen sin tener un espacio real. Un cambio que también pasa por cambiar y rejuvenecer la masa de votantes de los Goya. Los propios festivales lo han demostrado, cuando hay paridad en los jurados y en los comités las cosas cambian. Y aquí ya toca.