Joaquín Echeverría, padre del héroe del monopatín: “No se arrepentiría de lo que hizo”
No se siente fuera de lugar a pesar de ser el más mayor e ir vestido con una camisa. Camina en medio de la pista sorteando bikers, skaters y algún niño que se queda embobado con los trucos imposibles de los más veteranos. Es consciente de que, de no ser por el destino truncado de su hijo, jamás le habrían visto por allí. Es la primera vez que Joaquín Echeverría viene a este skatepark que lleva el nombre de su hijo en la localidad madrileña de Boadilla del Monte, el mismo que frecuentaba Ignacio en su adolescencia: “Le hubiera hecho una ilusión enorme”. Lástima que su padre descubriese lo bueno que era con el monopatín demasiado tarde, después de morir asesinado cuando intentaba defender a una mujer, en el atentado de Londres del 3 de junio de 2017.
Aunque solo han pasado tres años, aquellos días siguen estando confusos en su cabeza. Del viaje a Londres en avión, cuando Ignacio aún seguía desaparecido, no recuerda absolutamente nada. Tras aterrizar, el cónsul les estaba esperando en casa de su hija Isabel, quien sigue viviendo en la capital británica. Fue allí donde también se encontraron con Javi y Guillermo, amigos de Ignacio. Ellos fueron las últimas personas que le vieron con vida y escucharon el sonido de la tabla del monopatín de Ignacio, golpeando a uno de los terroristas, antes de caer al suelo. “Se nos acercaron llorando y nos abrazaron. Estaban muy nerviosos, muy tristes, muy impresionados… Tanto que tuvimos que ser nosotros quienes les consolamos”, recuerda Joaquín. Después de cuatro dolorosos días de incertidumbre, buscándole por todos los hospitales, les confirmaron que su hijo de treinta y nueve años era uno de los ocho fallecidos.
Perder a un hijo
Jubilado hace tiempo, Joaquín, que trabajó en una empresa energética y como docente en la Universidad Politécnica de Madrid, no había llorado por la muerte de un ser querido desde que, con 21 años, perdió a un buen amigo en un accidente de tráfico. Desde entonces, nada, ni una sola lágrima había recorrido su rostro. Hoy, sin embargo, tres años después del fallecimiento, sigue sin poder contener la emoción cada vez que cuenta la historia de Ignacio. Aprieta fuerte la mandíbula, en un gesto que expresa mitad impotencia, mitad orgullo, y traga saliva. Explica que su muerte y las circunstancias en las que se produjo, le han hecho reflexionar sobre su vida y, al mismo tiempo, reforzar su fe: “Yo no me enfadé con Dios porque, desde el primer momento, pensé que Ignacio había hecho lo que debía y que sus decisiones eran fruto de su libertad. Estoy seguro de que si él, ahora mismo, pudiese razonar no se arrepentiría de lo que hizo”. Ese es su mayor consuelo.
Los que, como Joaquín, han experimentado la pérdida traumática de un hijo saben que no existe dolor más fuerte ni más profundo. Es algo que contradice todas las leyes de la vida, de lo que las cosas deberían ser. El periodista Carlos Fresneda, en un libro que escribió después de que su hijo Alberto falleciese con solo diecinueve años, tras ser golpeado por un tren en la misma ciudad, explica que lo peor no es el día después, sino todos los siguientes: “La sensación que te invade es de total aturdimiento, como si intentaras levantarte del suelo después de haber recibido un puñetazo en pleno rostro, como si volvieras a tierra después de un accidentado viaje en barco”. Joaquín, también se refugió en la escritura como terapia, aunque tuvo que esperar un año hasta conseguir aunar las fuerzas suficientes para enfrentarse al papel en blanco.
Con Así era mi hijo Ignacio: el héroe del monopatín, pretende desmitificar la imagen que se dio, en ocasiones, de Ignacio: “No era un supermán, sino una persona corriente que hizo algo extraordinario y se convirtió en un modelo y en un ejemplo para los demás”. El estudiante que se esforzaba, el que siguió los pasos de su madre y se convirtió en abogado, el tío favorito de sus sobrinos y el que se pasaba horas discutiendo con su padre sobre política y religión. Todo eso era Ignacio. De vez en cuando, cree verlo por la calle, en la mirada de algún chico que se le parece. El terrorismo más feroz e injustificable les privó de ser testigos de cómo ‘el héroe del monopatín’, entonces, un chico normal, formaba una familia. También les impidió volver a juntarse todos, un año más, para verle soplar las velas.
De tal palo…
Fue en una celebración de su cumpleaños, donde, como si de un flashforward de una película de terror se tratara, Ignacio dejó claras sus intenciones. “Acababa de producirse el atentado en Westminster -explica Joaquín-, y nos dijo que si él hubiese estado allí, habría intervenido y el policía al que acuchillaron no estaría muerto. Actuar así estaba en su forma de entender la vida y en su carácter”. Su padre nunca sabrá hasta qué punto pudo condicionar el futuro esa conversación. Aunque quizás, todo empezó mucho antes, cuando Ignacio ya se rebelaba ante las injusticias en el patio del colegio. O aquella vez en la que se lanzó al agua para salvar a un matrimonio en una playa de Cantabria cuando apenas tenía veinte años.
El escritor y filósofo italiano, Umberto Eco, dice que, en el fondo, “somos lo que nuestros padres nos enseñaron cuando no intentaban enseñarnos nada”. ¿Qué propició que Ignacio actuase de aquella forma? ¿Qué había visto en casa? Consciente o inconscientemente, Joaquín intentó fomentar en sus cinco hijos un hondo espíritu crítico y, cada noche, cuando eran pequeños, les leía poemas épicos como el Cantar de los Infantes de Lara. Hoy es muy duro consigo mismo y reconoce que ahora lo haría de otra manera: “Nunca fui un padre ejemplar, era muy represor, les ponía muchas normas”. Aun así, está tremendamente orgulloso de sus hijos y completamente seguro de que cualquiera de ellos podría haber actuado, en un momento dado, como Ignacio. Antes de meterse en el coche, mira, por última vez, el mural que preside el parque, en el que está representado el rostro de Ignacio. Un desconocido se le acerca: “Enhorabuena por tener un hijo tan valiente”.
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