Del elogio al odio: la historia del alcalde de Sevilla al que Queipo pasó de aplaudir a fusilar en cuatro años
La noche del lunes 10 de agosto de 1936, ya madrugada del martes 11, Blas Infante, hoy reconocido como padre de la patria andaluza, era fusilado en Sevilla. Junto a él, los falangistas que lo sacaron de prisión acribillaron también al diputado socialista Manuel Barrios Jiménez, al concejal Emilio Barbero Núñez, al funcionario municipal Fermín de Zayas y al exalcalde hispalense José González Fernández de la Bandera, que para algunos historiadores era la pieza mayor que ese día se cobraban los golpistas. ¿La explicación? Miembro del Partido Radical de Diego Martínez Barrios, Fernández de la Bandera era alcalde de Sevilla el 10 de agosto de 1932 y, como tal, jugó un papel fundamental para que, hace ahora 90 años, fracasara la Sanjurjada, el golpe de Estado que el general Sanjurjo impulsó desde Sevilla. Otro general, Gonzalo Queipo de Llano, fue de los más efusivos en felicitar al regidor por su defensa de la República, lo que no le supuso mayor problema para ordenar su fusilamiento en los primeros días de la Guerra Civil tras una farsa judicial.
Sanjurjo y Queipo fueron dos de los líderes del golpe de Estado de 1936, pero en 1932 el segundo (máxima autoridad militar de los golpistas en Andalucía y responsable del asesinato de miles de personas) era jefe del Cuarto Militar del Presidente de la República, por entonces Niceto Alcalá-Zamora, y como tal tuvo un papel muy destacado en el homenaje que se le tributó a Fernández de la Bandera en Madrid por propiciar con su actitud el descarrilamiento de la Sanjurjada. Tanto los militares como la derecha sevillana que apoyó sin remilgos la sublevación de 1936 tomaron buena nota y se la tenían guardada, hasta el punto de que difícilmente sea casualidad que fuese fusilado justo cuando se cumplían cuatro años del intento de Sanjurjo.
“Queipo proclamó a Fernández de la Bandera como defensor de la República, y en el homenaje en Madrid hasta le levantó el brazo como si fuese un campeón de boxeo”; de hecho, le hizo subir al estrado para recoger el aplauso general en un acto que se desarrolló en el Palacio de Cristal del Retiro. La popularidad del regidor sevillano, conocido también como José de la Bandera, se disparó hasta el punto de que fue proclamado Alcalde de Honor de la República, reconocimiento que también le concedió Ceuta, mientras que Valencia le dedicó una calle y los homenajes se acumularon por toda España, tal y como explica Juan Monzú Ponce, cronista de Puebla de la Calzada (en Badajoz, cuna del protagonista de esta historia) y autor de En la frágil sombra de la memoria: José González Fernández de la Bandera, el poblanchino que evitó una conspiración.
En el Cádiz de la quema de conventos
Médico de profesión, Fernández de la Bandera se instaló en Sevilla (donde había estudiado Medicina) y fue varias veces concejal hasta su designación como alcalde el 26 de junio de 1931, tras un breve periodo de 40 días como gobernador civil de Cádiz entre abril y mayo de ese mismo año, en los días en los que se produjo la quema de iglesias y conventos. “Media sociedad gaditana le acusó de connivencia con la revuelta y la otra media de aliarse con el Ejército”, ya que ordenó desplegar ametralladoras por las calles para sofocar los incidentes. Dimitió tras lo ocurrido, “y siempre dijo que tenía la conciencia muy tranquila” por su actuación en aquellas jornadas.
Su papel principal el 10 de agosto de 1932 fue el de no rendirse a los mandos militares que se arrogaron el poder tras el golpe de Estado. Desde su despacho en la Plaza Nueva, sede del gobierno local, Fernández de la Bandera se negó a dejar su puesto y proclamó varios bandos animando a los sevillanos a actuar con normalidad, acudiendo a sus puestos de trabajo y ofreciendo una resistencia pasiva en las calles. De acuerdo con los líderes sindicales, horas después hizo un llamamiento a una huelga general, hasta que ya por la tarde fue detenido. Trasladado al cuartel del Carmen, cuando fue conminado a identificarse, no dio inicialmente su nombre y se presentó como “el alcalde legal de Sevilla”.
Su actitud durante las horas que duró el golpe de Estado, en las que se negó varias veces ante los militares a dejar su cargo “mientras el presidente no ordene un poder legalmente constituido”, le valió una tremenda popularidad posterior, subraya Monzú Ponce. “De la Bandera fue un referente de la resistencia contra la sublevación”, apunta Joaquín Gil Honduvilla, teniente coronel del Cuerpo Jurídico Militar, historiador y autor de El primer aviso. 10 de agosto de 1932, obra en la que disecciona la Sanjurjada. “Agitó la resistencia y proclamó su lealtad al Gobierno, lo que no hizo el gobernador civil, que claudicó”; a partir de ahí, “la República genera sus propios héroes” y el alcalde sevillano fue uno de ellos.
“Se la tenían guardada y le estaban esperando”
¿Y el papel de Queipo de Llano colmando de felicitaciones al alcalde que luego mandará fusilar? “Es que Queipo era en ese momento el más republicano de todos los republicanos”, recuerda Gil Honduvilla, hasta el punto de que cuando les insta a ello “inicialmente los comandantes de los regimientos de Sevilla no se sublevan, no se fían porque saben que es republicano”. En cuanto a Fernández de la Bandera, su actitud el día de la Sanjurjada y su popularidad “hacen que le ejecuten en 1936, se la tenían guardada y le estaban esperando”.
Tras dos años y medio como alcalde, el 13 de diciembre de 1933 renuncia tras ser elegido diputado y pone rumbo al Congreso, donde desde 1936 ejercerá como secretario de la Cámara. En su etapa como regidor, explica Monzú Ponce, tendrá que lidiar con una desastrosa situación económica que se traducía en unas dramáticas condiciones de vida de muchos sevillanos, lo que llevó a Fernández de la Bandera a presionar a la clase alta de la ciudad para que hiciera donativos semanales. “Les saca los colores”, y eso tampoco caerá en el olvido para más de uno que se alineará desde el principio con los golpistas de 1936.
Como alcalde también le tocó lidiar con dos de las Semanas Santas más convulsas de la historia, cuando la alianza de hermandades, formaciones de derecha y sectores conservadores propiciaron un boicot que se tradujo en que en 1932 solo procesionó una (la Estrella, del barrio de Triana) y ninguna en 1933. “Luchó por que salieran y tenía previsto acompañar al Santo Entierro”, cofradía en la que todavía hoy desfila la corporación municipal, pero Monzú Ponce apunta que de nada sirvió ante unas fuerzas vivas soliviantadas con lo que consideraban política antirreligiosa de un Ejecutivo central al que, además, acusaban de querer prohibir la Semana Santa.
Ya en su etapa como diputado, intentó impulsar una ley de sanidad que no llegó a buen puerto, pero al menos consiguió que prosperara una norma de coordinación sanitaria para obligar a que Gobierno, diputaciones y ayuntamientos (que se repartían las competencias en salud) se pusieran de acuerdo para que hubiese un médico en cada pueblo. Tras las elecciones de febrero de 1936 y la llegada del Frente Popular, el ambiente en el Congreso se volvió virulento y sufrió algún que otro ataque en la Cámara. “Prometieron que me iban a buscar y lo están haciendo”, llegaría a afirmar. “Sabía que estaba en el punto de mira”, señala Monzú Ponce, quien recuerda que como secretario de la Cámara acudió al entierro de José Calvo Sotelo y sufrió un intento de agresión por parte de falangistas que repelieron otros ultraderechistas.
Una farsa judicial sin ni siquiera sentencia
El golpe de Estado de 1936 le coge recién llegado a Sevilla tras concluir el periodo de sesiones. Acogido en casa de unos amigos, decide entregarse para no ponerlos en peligro y el 30 de julio se presenta ante los golpistas acompañado de un amigo sacerdote. En cuanto Queipo de Llano se entera, lo proclama en una de sus soflamas radiofónicas, resaltando que se ha detenido a un “sedicioso” del Congreso. Fue sometido a una farsa judicial en aplicación directa del bando de guerra, con acusaciones como la de estar detrás de la resistencia obrera de los primeros días en Sevilla (en la que no participó) y, sobre todo, la de verter críticas, insultos e incluso desear la muerte de los militares. Las principales pruebas en su contra, afirma Gil Honduvilla, se obtienen... en los periódicos de 1932. Tenía 56 años.
Formalmente, no hubo ni sentencia. “En 1937 llegó un oficio judicial preguntando dónde estaba detenido, a lo que se respondió diciendo que ese señor había sido fusilado”, aporta Monzú Ponce. Posteriormente, ya en 1942, fue condenado a 20 años y un día de reclusión mayor por el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Sus restos están en teoría junto a los de Blas Infante en la fosa común de Pico Reja, en el cementerio de San Fernando de Sevilla, la más grande que hay ahora abierta en toda España y en la que se lleva excavando desde hace dos años y medio. El presupuesto para estos trabajos, por cierto, se ha tenido que incrementar ahora al “desbordarse” el número de víctimas encontradas.
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