Claudia Carrero entró en la cocina, la más grande que había visto en su vida, con el paso alegre de una nena y el uniforme a cuadros diminutos rosas y blancos. Tuvo que levantar la vista desde su metro treinta para ver el lavavajillas, que duplicaba su altura. Le pareció moderno, extraño, inmenso como todo desde que había cruzado el portón de rejas de la mano de sus padres, una hora antes.
Detrás del paredón infranqueable había un pequeño paraíso con árboles altos hasta el cielo, flores perfumadas y pajaritos. Así eran los bosques en los cuentos de princesas.
Una mujer bien vestida y amable les mostró las habitaciones en las que viviría los próximos tres años. A ella le tocaría una de tres chicas, pero había otras de hasta seis. No le importó que fuera más chiquita que la que tenía en su casa en Villa Ramallo, una ciudad pequeña mitad de camino entre Buenos Aires y Rosario. Dejó el bolso que traía sobre la litera. La mujer bien vestida las llevó hasta una sala a la que llamó “el planchero”. Como era verano, el calor que hacía adentro no contrastaba con el de afuera. Un tiempo después, cuando le tocó pasar decenas de sábanas por los rodillos enormes, padeció ese calor húmedo, estancado en el aire como una nube pegajosa.
—Ahora te vamos a buscar un uniforme a tu medida.
De un perchero repleto le eligieron uno de su tamaño. Había de todas las tallas, porque a los 14 años muchas chicas todavía tienen cuerpos infantiles. La tela era suave y liviana, tan finita que tuvo que ponerse una enagua debajo porque se traslucía. Era cómodo. Le gustaba.
Los padres la miraron, quizás con orgullo: habían encontrado una buena escuela para su hija. La despidieron en el portón de rejas. Claudia se quedó entusiasmada. Podían visitarla, decía el reglamento, un domingo al mes.
Cuando se fueron, la mujer guio a Claudia por el jardín hasta una casa de tejas. Entraron por detrás. Otra mujer se acercó y le entregó un repasador. ¿Le había dicho su nombre? ¿Sabría algo de ella?
—Vaya con las chicas a secar vasos.
Con el trapo seco en la mano, se acercó al lavavajillas mirando la escena: unas chicas llegaban con los carros de acero inoxidable llenos de platos, cubiertos y vasos sucios, los pasaban por agua caliente, los acomodaban en los cajones de madera, tan pesados que tenían que levantarlos entre dos, y los ponían a lavar. Cuando la máquina terminaba, empezaba el trajín.
El repasador en la mano derecha, un vaso en la mano izquierda. Primero por dentro, después por fuera. Por dentro, por fuera. Al carrito. Y siguiente. La única indicación era apurarse. Rápido. Por dentro. Por fuera. Segunda pasada. Al carrito. Y siguiente.
El ritmo lo marcaba la máquina: los cajones salían uno detrás del otro, se volvían a llenar y otra vez a empezar. ¿Cuántas chicas eran? Muchas, pero el movimiento era tanto que no se podían contar. Además, estaban las instructoras y las que dirigían, que iban de acá para allá.
Del otro lado de la pared, cien hombres comían en un salón elegante. Claudia no podía verlos desde el “office”, así le decían a la trastienda de la cocina, pero se escuchaba el murmullo. Las únicas que podían cruzar la puerta hacia el otro lado eran las “doncellas”, las chicas un poco más grandes, que ya estaban en la escuela y tenían experiencia. Iban y venían con los carros y su uniforme azul con puntillas blancas.
El plato sucio se saca por el lado derecho.
El plato lleno se pone por el lado izquierdo.
En silencio.
Sin mirar a los ojos.
Sin llamar la atención.
Sin bambolear las caderas.
El agua por el lado derecho.
El vino por el lado izquierdo.
Paradas detrás del comensal.
Sólo el brazo asoma en la mesa.
Sin ningún roce.
Apenas una presencia.
A los dos lados de la pared, los cuerpos uniformados se movían con la perfección de los engranajes de un mecanismo automatizado. Claudia estaba atenta a todo. El pelo prolijamente recogido en una cola de caballo, los ojos grandes por los nervios. El repasador en la mano derecha, un vaso en la mano izquierda. Primero por fuera, después por dentro. Segunda vuelta. Al carrito. Uno, dos, tres, cuatro, ¿diez o veinte vasos? No llegó a percibir la diferencia en el movimiento: el vaso se le escurrió del repasador. Las tragedias suceden en un segundo. Siguió la caída con la vista y, antes de que llegara a pedirle a Dios, vio cómo estallaba contra el piso.
Hubo un silencio artificial.
Todo el mecanismo se detuvo.
Claudia quedó paralizada, con el vaso destrozado a sus pies y el repasador, ahora húmedo, en la mano. Vio cómo una mujer iba directo hacia ella.
Con la voz baja, casi amable, le habló de cerca:
—Mi chulita, no se preocupe…
Y, señalando una lista de precios que estaba colgada en la pared:
—Usted lo va a pagar con su trabajo.
Claudia perdió la cuenta. ¿Habrá secado diez mil o treinta mil vasos? ¿Cuántos pisos y baños limpió? ¿A cuántos hombres y mujeres les cocinó cenas exquisitas con entradas, primeros platos, postres y panadería casera? ¿Cuántos pantalones, sacos, faldas, sotanas, sábanas y manteles fregó para sacarles hasta la última mancha y planchó hasta dejarlos tan lisos como ahora se veían sus manos? Lo que sí contabilizó fueron los veintidós años y seis meses en los que fue una sirvienta del Opus Dei.
Lo escribió en un documento que tipeó en el verano de 2020. Se sentó en la computadora, en su casa en Rosario y mientras miraba jugar a su hija, Angelina, casi con la misma edad que tenía ella cuando le probaron el uniforme, escribió: “NO SE PREOCUPE, MI CHULITA. USTED LO VA A PAGAR CON SU TRABAJO”. Así, todo en mayúsculas, describió detalles de los casi diez mil días en los que trabajó, rezó, se flageló y besó el piso apenas sonar el despertador, cada mañana a las 6, diciendo: “TE SERVIRÉ”. Lo contó con sus palabras y lo escribió con bronca. Lo mismo hicieron otras 42 mujeres, ese mismo verano, desde Buenos Aires, desde Entre Ríos, desde Moreno, desde Ezeiza, desde Tigre, desde España, desde Canadá, desde Estados Unidos; 7 años, 16 años, 13 años, 18 años, 26 años, 11 años. Un cadáver exquisito de historias personales, con algunas diferencias de tiempos y espacios, que puesto en conjunto describen una matriz, una máquina en la que metieron a cientos de mujeres jóvenes y pobres que al final del proceso eran sirvientas profesionales y devotas obedientes. Una fábrica.
En 1973, cuando terminaba un gobierno militar en la Argentina, cuando un gobierno popular estaba por reasumir el poder y a punto de sancionar la ley más progresista de América Latina en derechos laborales, la organización católica Opus Dei abrió una 'escuela de mucamas' en la provincia de Buenos Aires, en las afueras de la capital. La llamaron Instituto de Capacitación Integral en Estudios Domésticos (ICIED).
“Tras casi diez años de estancia en el país, las primeras mujeres del Opus Dei, que ya contaban con un buen conocimiento de la realidad argentina, individuaron, como necesidad urgente, la tarea de devolver a los trabajos domésticos su propia dignidad”, rememoró la primera directora, Ana María Sanguinetti, en un documento de 50 páginas publicado por el Instituto Histórico Escrivá de Balaguer en 2019 que relata la gesta de “una de las labores apostólicas más modernas y dinámicas que se conocen en la zona”.
Ana María Sanguinetti fue una de las dos mujeres que en 1979 tocó la puerta de la casa de Claudia y se presentó como la directora del ICIED.
A Claudia la había recomendado una mujer para la que trabajaba su tía, en la ciudad de Rosario: le había prometido que si iba a estudiar a esa escuela de hotelería de Buenos Aires, después podría ser su dama de compañía. Pasaron pocos días entre que Claudia dijo que sí y golpearon la puerta de su casa, en Villa Ramallo.
—Una escuela secundaria con orientación en tareas del hogar —les explicaron a los padres— Sólo para mujeres, católica.
Antes de irse, la directora le dio a Claudia una estampita con la imagen de Josemaría Escrivá de Balaguer. Ya había tenido otras estampitas en sus manos, pero a ese hombre de anteojos negros de marco grueso y media sonrisa no lo había visto nunca. No se olvidó de la frase que estaba al pie: “Siervo de Dios”.
—Va a haber un sorteo entre varias chicas para entrar a la escuela. Rezale mucho, así te eligen —le dijo Sanguinetti.
Claudia rezó. Cada noche y a veces también de día, rezó dos o tres meses sin parar. Cuando la llamaron, sintió que alguna especie de milagro había ocurrido. Era el primer deseo que se le cumplía. La habían elegido, a ella entre tantas otras.
El llamado fue en noviembre. Le dijeron que se presentara el 3 de enero. Era 1980. Hacía seis días había cumplido los 14.
“Cada vez son menos personas que quieren dedicarse a las tareas domésticas y no están satisfechas. Esto último lleva a las jóvenes a emplearse transitoriamente [...] cuando ése es el trabajo que tiene como objeto directo el más digno: el ser humano”
El paredón infranqueable encerraba nueve hectáreas que habían sido la casaquinta de una de las familias pioneras de San Miguel, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, a unos 30 kilómetros de la Capital. Los Gallardo se habían despojado de su propiedad en Bella Vista después de la insistencia y la buena oferta de la Asociación para el Fomento de la Cultura, la primera asociación civil creada por el Opus Dei en la Argentina, en 1961. Se compró con aportes de los primeros miembros. Con el terreno, los Gallardo habían entregado el viejo casco, una casona de grandes galerías con mayólicas y suelos terracota, suelos de madera y techos de ladrillos típica del siglo XIX. A esa casona la continuaba otra de estilo colonial, de techos con tejas naranjas, galerías de columnas blancas, un patio con un aljibe y una fuente de agua sobre la entrada principal. Los Gallardo habían bautizado a su casaquinta La Chacra y así quedó para siempre. Sonaba bien para una casa de retiros y convivencias espirituales. Unos años después ese nombre quedó revestido de un aura sacra: en su única visita a la Argentina, entre el 14 y el 18 de junio de 1974, Josemaría Escrivá de Balaguer vivió allí.
La escuela empezó a funcionar en 1973 en algunos cuartos de la construcción colonial, en la otra punta de la casona. Así, no había manera de que los huéspedes se cruzaran con las chicas, salvo con las que los servían.
Cuando Claudia llegó, en 1980, se respiraba el perfume de los pinos y los eucaliptus cincuentenarios que habían inspirado el nombre de la ciudad, Bella Vista, y un sentido común católico y militar que blindaba los límites como los de una aldea: todo el barrio lindaba con el predio del Ejército más grande del país, Campo de Mayo, que marcaba el ambiente y las reglas de la vida también: entonces, la dictadura militar tenía ya casi cuatro años en el poder –de los siete que estaría– y ese era uno de los centros de tortura y secuestro clandestinos en los que habían asesinado y desaparecido a miles de personas.
Puertas adentro del paredón también se hablaba de eso. Los que cenaban ahí eran miembros de élite del Opus Dei: hombres profesionales, algunos de apellidos ilustres, linaje terrateniente, empresario, político, judicial o académico. Parecían hombres comunes y corrientes, debían serlo, pero eran elegidos. Habían aceptado el desafío de santificarse en la vida ordinaria a través de su trabajo y del celibato, la prescindencia del dinero y la fidelidad a las enseñanzas de Josemaría Escrivá de Balaguer. A eso le decían compromisos de castidad, pobreza y obediencia. Eran máximas equivalentes a los votos de los religiosos, pero los llamaban compromisos porque ahí estaba su distinción. A diferencia de los sacerdotes, ellos eran laicos que podían participar de la vida civil sin restricciones: podían ser legisladores, jueces, profesores universitarios, periodistas, empresarios y banqueros. No sólo podían, sino que tenían que serlo: llegar a lo más alto de la sociedad, ocupar la cima del poder, porque el mundo es como una montaña y quien quiera dominarlo debe llegar a la cumbre para desde allí derretir la nieve y bañar al resto.
El Opus Dei, creado en 1928 “por inspiración divina” en la España del dictador Miguel Primo de Rivera, desembarcó en Rosario en 1950. El fundador de la “Obra de Dios”, Escrivá de Balaguer, llevaba años de intercambio epistolar con el obispo castrense Antonio Caggiano. Ese año también llegaron a Chile y antes a México. Para la década del 60 se multiplicaban los miembros. Con ellos, también creció la necesidad de tener propiedades para crear residencias para la vida en comunidad -“en familia”- entre hombres y mujeres, por separado. A La Chacra iban a hacer sus convivencias y el “retiro anual” –equivalente a las vacaciones–, que en esas épocas doradas duraba un mes.
Para enero de 1980, entre sacerdotes y laicos varones llegaban a cien personas. Tuvieron que llevar a todas las alumnas nuevas para poder atenderlos. En febrero, se fueron los varones y llegaron las mujeres. Ellas también eran de clases altas y vivían castas, pobres y obedientes, pero con menos ambiciones en la vida pública. Su misión era mantener las residencias y centros del Opus Dei, dirigir a las criadas que servirían a los varones en primer lugar y después a ellas, y llegar a las mujeres de buena sociedad para hacerlas supernumerarias. Era un segundo anillo de membresía abierto a varones y mujeres también de familias pudientes y poderosas, pero no tomaban el compromiso del celibato, sino el de formar familia. A ellas se les daba formación espiritual, se les pedía llevar a otras mujeres, colaborar con dinero y tener muchos hijos. La mujer es santa después del octavo hijo.
Los primeros años de la escuela tuvieron la promoción de un grupo de mujeres que formaron un Patronato: la primera presidenta fue Hortensia Dedyn de Miguens, la sucedió Luisa Nelson de Llorente. En su casa se reunían los miércoles María Elena Duhau de Avellaneda, Lucía Duhau de Escalante, Elena Figueroa de Avellaneda, María Luz Fontana de Pini, Carmen García Verde de Klappenbach, Carmen de los Angeles Larruy de Petit, Esther Zavalía de García Mansilla, María Helena Secondo de Cuesta Silva. Las donaciones llegaban de todos lados: la renta de un campo, una tienda de regalos en Ayacucho 1584, Recoleta, que les daba sus ganancias; el laboratorio Andrómaco de Alejandro Roviralta, las instituciones Adveniat y Misereor, de Alemania, “cuarenta millones de pesos mensuales que, desde el 26 de noviembre de 1976, daba como renta una playa de estacionamiento de automóviles ubicada en una zona de Buenos Aires llamada Constitución, y que aportó, durante seis años −es decir, hasta 1982−, el cincuenta por ciento de sus ganancias. Este donativo se consiguió por intermedio de Carmen de los Angeles Larruy de Petit, de Córdoba, quien conocía a Osvaldo Cacciatore, de origen cordobés, a quien habló del proyecto”.
En 1979 Ana María Sanguinetti reunió a numerarias y supernumerarias para pedirles ayuda. Se necesitaban más alumnas, porque La Chacra estaría repleta durante todo el verano. En pocas semanas se armaron listas de nombres de chicas de 12 y 13 años de todo el país que eran buenas candidatas: pobres, de lugares rurales, sin posibilidades de educarse, de familias trabajadoras, católicas con los sacramentos al día en lo posible, aunque si no los tenían por falta de acceso, y no de fe, no había problema. Chicas con destino de criadas, de una u otra manera. Los primeros nombres se los sacaron las supernumerarias a sus empleadas: una hermanita, una prima, una amiga del pueblo. Las mandaron a preguntar a otras empleadas del barrio con las que charlaban.
Una escuela gratuita en Buenos Aires para ser sirvientas profesionales, se corría el rumor. “La empresa Ford contribuyó con la donación de un automóvil, al que se llamó ‘El ochenta’ −por haberse conseguido en ese año−, que se utilizó para los viajes de promoción y búsqueda de alumnas y otras necesidades de la escuela”. Así se enteró Claudia: la tía de una numeraria llamada María Amelong se lo comentó a una señora de Rosario. Ella se lo dijo a su empleada. Su empleada llamó a su sobrina:
—Hay una escuela de hotelería en Buenos Aires.
“−Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas”
En marzo empezaron las clases, tal como Claudia las había imaginado: izaron la bandera, cantaron el himno y les dieron carpetas en las que hicieron las carátulas de las materias: Matemática, Ciencias Naturales y Aplicadas, Prácticas de Taller, Religión, Historia, Formación Moral y Cívica, Geografía, Castellano, Inglés, Artes del Hogar, Ciencias del Trabajo y Educación Física.
Antes de las 7 de la mañana sonaba el despertador en los pasillos. El desayuno era un paso rápido para después ir a misa, y enseguida había que ponerse a trabajar en el orden, limpieza y cocina de la casa. Para ellas y para los huéspedes. Hasta el mediodía, que paraban para almorzar. Después de limpiar la cocina, entraban a clases. Cuando terminaban, volvían a trabajar hasta la hora de la cena. Tenían tiempo para una pequeña tertulia, después de levantar y lavar todos los platos. A eso de las 10, cuando los huéspedes terminaban su cena, se cerraba la puerta entre el comedor y el resto de la casona. Doble llave. Una de las directoras la cerraba del lado de las chicas, siempre acompañada por otra numeraria o alumna, y algún director hacía lo mismo del otro lado, con un numerario. Nunca debían cruzarse mujeres y varones solos. La puerta dejaba la cocina del lado de las chicas para que, una vez cerrada, pudieran pasar a limpiar, lavar y preparar la mesa para el desayuno del día siguiente. Cuanto más rápido lo hacían más tiempo para dormir les quedaba. Rápido era rápido: había que buscar la perfección, siempre, porque así es como Dios quiere que se hagan las cosas.
La vajilla en la mesa se sirve así.
¿Cómo que puso las tazas hacia la izquierda?
Las asas miran a la derecha. Todas alineadas.
Las servilletas, el mismo doblez, a la derecha.
Los cubiertos, ¡juntos no! Uno a cada lado del plato, el tenedor a la izquierda.
En las clases prácticas aprendían cómo hacer bien, o mejor, las tareas que les tocaban todos los días: trabajar con un orden y un método podía dosificar el esfuerzo y cansarse menos.
La cera debe cubrir todo el piso.
Primero, con trapo y secador.
Después, de rodillas para llegar a los rincones.
Con cuidado, no sea cosa de mancharse el uniforme.
Puede poner algo debajo de las rodillas para que duelan menos.
Lustrar parece fácil pero no. La máquina es grande y ellas chiquitas.
¡Cuidado porque las puede revolear!
Le quedó cera acumulada en el zócalo, mi chulita.
Y también en aquel rincón.
Eso se saca con viruta.
Otra vez de rodillas.
Queman las manos después de la viruta.
Había técnicas para tender la cama, ordenar una habitación, limpiar la cocina y mantener la despensa. Otras para priorizar y jerarquizar tareas cuando eran muchas: para aprovechar el tiempo, para no tener que hacer dos veces lo mismo.
Algunas de las chicas habían llegado sin saber limpiar vidrios y muchas no conocían elementos de limpieza básicos. También era nuevo para muchas bañarse en una ducha, tener una cama individual y comer cuatro veces al día.
La tarde de clases a veces se hacía cuesta arriba. Sobre todo en las materias teóricas, siempre alguna de las chicas cabeceaba o se rendía al sueño sobre el pupitre. Había una profesora de Historia que no se los dejaba pasar. Se les acercaba y les susurraba al oído:
—Mijita, levántese, vaya al baño, lávese la cara, mójese detrás de las orejas y vuelva.
Esa profesora había llegado después de que echaron a otra, más jovencita, que había explicado La teoría de la evolución de Charles Darwin en su clase. Tenía 22 años, estudiaba Derecho y era vecina de Bella Vista. Cuando la llamaron para pedirle que volviera al aula y dijera que eso de la evolución era todo mentira, renunció.
—La mayoría de las profesoras no eran de la Obra y nos tenían un amor inmenso… Éramos chiquitas —, recuerda Claudia mientras repasa las fotos en las que se la ve con uniformes de distintos colores, según iban pasando los años: en el patio de La Chacra bailando folclore, en la cocina cortando carne, en el planchero con los rodillos y las sábanas, en una tertulia tocando la guitarra, sentada en la cama de su habitación con un crucifijo detrás.
—No podíamos salir solas a ningún lado. Los domingos nos llevaban a dar una vuelta por ahí nomás y también, a veces, de excursión: fuimos a conocer la fragata Sarmiento una vez, otra a la Rural y la República de los Niños.
Tampoco podían quedarse solas. El único momento de intimidad era cuando entraban al baño. Y siempre tenían el tiempo contado, porque alguna compañera estaba esperando su turno o una instructora mirando qué hacía. Y si veían que entre algunas había confianza, las rotaban en las habitaciones y en las tareas.
Había un teléfono general por el que podían recibir llamadas, pero las familias muchas veces no tenían quién les prestara un teléfono o el dinero para pagar una llamada que ni siquiera sabían si les pasarían. Lo mismo pasaba con las cartas: cuando llegaban iban directo a la dirección. Una numeraria las revisaba y evaluaba si podían leerlas. Lo peor era que anunciaran alguna muerte, porque ahí a las chicas les daban ganas de irse a ver a la familia. Esas se las daban un mes después, cuando ya había pasado todo. Si las cartas pasaban, las dejaban responderlas. Antes, las leían. Si decidían no enviarlas, no les avisaban.
Los días pasaban sin sobresaltos. A Claudia le gustaba la escuela. Se había acostumbrado. Aunque extrañaba escuchar música. ¿Cuánto hacía que no podía poner un disco de Rafaella Carrá y jugar a mover la cabeza como ella? ¿O uno de Palito Ortega de los que escuchaban sus padres los sábados a la noche? Había visto un recital en la tele en su casa, pero ahora no veían la tele. Había una, empotrada en la pared del living y cerrada con llave. La llave la tenía una de las directoras. Qué ganas de sacársela a escondidas y ver una tarde de cine continuado tirada en un sillón. Un domingo cada tanto, cada mucho, la prendían a la hora de la tertulia. Pero dependía de la programación. Era imposible controlar lo que podían escuchar o ver. El proyector, en cambio, tenía menos riesgos:
—Cantando bajo la lluvia, Un gato en el tejado, Expreso de oriente, Sandokan, El tigre de Malasia, La novicia rebelde… Esas eran las que nos pasaban. Y cuando había un beso o algo así medio romántico, enseguida tapaban el proyector con un diario o algo hasta que pasara la escena.
Felices, todas sentadas en silencio frente a la pared, miraban fascinadas y se reían o lloraban. Quizá alguna aprovechara ese momento para llorar por su familia, por un novio que había dejado, porque sí.
Al día siguiente todo volvía a empezar.
El Opus Dei era omnipresente, pero no sabían mucho hasta que les tocaba. Podía ser en cualquier momento, una tarde de lluvia o una mañana de sol, antes o después de la misa, en medio de alguna tarea, al terminar la tertulia o en el paseo dominical.
Una numeraria, con la que más trato tenían, se acercaba a hablarles.
—¿Cómo se siente ser mejor cada día? Dios la mira y está feliz con su servicio.
Después de algunas charlas, les recomendaba confesarse.
El padre no dudaba:
—Usted tiene vocación. Qué feliz debe ser.
Volvía entonces la numeraria:
—Usted puede santificarse a través del trabajo.
Y el cura:
—Dios la ha elegido para concederle su gracia.
Y la numeraria y el cura:
—Sus padres tendrán el cielo gracias a usted.
—Servir es la tarea más digna que una mujer puede hacer.
—Salvarse sirviendo a Dios, qué privilegio.
—No ha nacido hombre para una numeraria auxiliar.
—No tendrá felicidad si rechaza el designio divino.
—Si tiene hijos nacerán enfermos porque está desafiando la decisión de Dios.
—Si no es la Obra, será el infierno.
—Yo jamás vi mi vocación, pero si Dios la veía cómo iba a decir que no —, dice Claudia.
Fue en el año de las prácticas, cuando terminó los tres años de escuela, que ella “pitó” como numeraria auxiliar. Así le decía Escrivá de Balaguer a “hacerse de la Obra”: pitar.
—Creo que a mí me dejaron tranquila mientras estaba en la escuela porque mis padres venían a verme una vez al mes. Sabían que yo podía decirles que no estaba bien y me perdían… Porque ellos te miden y te eligen. No invitan a todas las chicas a ser de la Obra.
Una vez que pitó, la separaron del resto de las chicas que no eran del Opus Dei para empezar a cumplir con las reglas del Plan de Vida: además del trabajo, ser numeraria auxiliar conlleva una rutina de rezos, meditaciones, charlas con la directora espiritual, confesión con el cura, formación teórica intensa de dos años y las mortificaciones físicas.
—Son tantas cosas que cuando te dan el cilicio (una liga de alambre con puntas) y la disciplina (un látigo de soga con varias puntas y encerado) vos sólo pensás en que tenés algo más para hacer.
Claudia pitó en 1984. Tenía 19 años. Para la ley argentina vigente era menor. Para el Opus Dei, ya era grande.
Lo ideal era que todos los miembros pitaran a los 14 años y medio o 15. La cuenta era así: tenían que pasar seis años desde la “admisión” hasta la incorporación de por vida al Opus Dei. Para eso, tenían que ser mayores. En ese tiempo, los formaban y los evaluaban: convicción, disciplina, carisma y salud. Entonces sí, estaban listos. Con los 21 años llegaba la “fidelidad”: un anillo como símbolo de la alianza con Dios y un testamento de puño y letra en favor de la nueva familia. A Claudia le tocó firmar en favor de una asociación civil, la AFC, que era la que llevaba la administración de la escuela.
Entre 1980 y 2002, trabajó en una docena de instituciones del Opus Dei en la Argentina: residencias universitarias, casas de varones, casas de mujeres, casas de retiros, clubes para niños, la sede central.
Hasta que se escapó.
Encontró el momento y salió. Se llevó las pocas cosas que tenía. No escribió la carta obligatoria al Padre, la máxima autoridad en Roma, para pedirle permiso. Nadie puede irse sin la carta de dispensa. Claudia se fue. El Opus Dei llamó a sus padres, los fue a ver, la buscó en la casa de otras numerarias auxiliares que se habían escapado antes que ella. Imposible, si las chicas que se iban eran como fantasmas. Desaparecían como ella, de un día para el otro, y adentro decían que, pobres, se habían vuelto locas o se habían ido detrás de cualquier tipo. A veces las hacían rezar por sus almas pobres. Eso dijeron de ella también, mientras la buscaban en Villa Ramallo, en Buenos Aires y en Rosario.
En una de las casas en las que la buscaron fue la de Lucía Giménez, una numeraria auxiliar que se había escapado antes. Lucía era de un pueblo rural de Paraguay, Loreto. La habían llevado a Asunción a los 14 años y a los 15, en 1982, a Buenos Aires en un avión de la embajada argentina. No hubo escuela para ella: fue directamente a trabajar. Lucía nunca supo dónde estaba Claudia hasta que muchos años después, en 2014, viajó a Villa Ramallo con su familia y la recordó. Buscó el apellido por la guía telefónica y llamó. La atendieron los padres, le contaron que vivía en Rosario y le dieron su dirección. Lucía la fue a ver.
En 2017 el Ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires cerró el Instituto de Capacitación para Empresas de Servicios (ICES). Le habían cambiado el nombre y la figura cuando tuvieron que adaptar el programa de estudios a las nuevas leyes de educación del país, en 1993. No había argumentos para justificar que chicas de 13 años tuvieran que irse tan lejos de sus familias para tener acceso a la educación.
“El fundador del Opus Dei deseaba una mejora de las condiciones socio-laborales en que se desarrollaban las tareas domésticas, y vislumbraba la proyección social que se derivaría de la dignificación de esta tarea"
En 2021, Lucía, Claudia y otras 41 mujeres denunciaron al Opus Dei ante el Tribunal para la Doctrina de la Fe del Vaticano por trata de personas, reducción a la servidumbre y manipulación psicológica. Hasta hoy no han tenido respuesta.
Este texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023.