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Religión en las aulas, exenciones fiscales y financiación pública: los privilegios de la Iglesia que blindó la Constitución del 78

La vicepresidenta del Gobierno junto al presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez

Jesús Bastante

Este 6 de diciembre, día de San Nicolás de Bari, se celebra el 39 aniversario de la Constitución. Una fecha idónea, la del santo al que muchos asocian con Papá Noel, para desgranar la batería de regalos, en forma de privilegios fiscales, educativos y patrimoniales de los que disfruta la Iglesia católica en España, en virtud del texto constitucional y del Concordato que, aunque firmado posteriormente (el 3 de enero de 1979), fue negociado con anterioridad entre los obispos y las autoridades del posfranquismo. Algunos, incluso, los tildan de preconstitucionales.

Pese a que, en la Constitución, España se declara un país aconfesional, la Iglesia católica es la única institución no vinculada a los tres poderes del Estado o la Corona a la que se cita expresamente, y a la que se concede un reconocimiento en base a la entonces indiscutible mayoría católica entre la ciudadanía.

No siempre fue así. De hecho, en el primer anteproyecto que los padres de la Constitución presentaron en enero de 1978, no se incluía mención alguna a la Iglesia católica. El artículo 16 se quedaba en: “Se garantiza la libertad religiosa y de culto (…). Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, como reza en los dos primeros puntos.

Sin embargo, la presión de algunos eclesiásticos (de línea contraria a la del cardenal Tarancón, quien sí apostaba por la aconfesionalidad estatal plena) hizo que en el segundo anteproyecto, fechado en mayo de ese año, se añadiera un tercer punto, en el se garantizaba que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”.

Prolongación del Concordato

Una mención específica que sirvió de base para, posteriormente, aquilatar los privilegios que Franco había otorgado a la Iglesia católica tras el Concordato de 1953, en un nuevo marco legal, sobre el papel plenamente constitucional pero que cada vez más expertos rechazan. De hecho, la votación del 16.3 de la Constitución fue mucho más reñida que la de los dos puntos anteriores, aprobados con 312 votos a favor y tres abstenciones. El apartado 3 sumó 197 votos a favor, dos en contra y 112 abstenciones.

Junto a esta mención, el texto constitucional también incluyó en el artículo 27.3 “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Con esta mención se abría la puerta a la consagración de los conciertos educativos, que en la práctica supusieron la puesta en marcha de una escuela “paralela” a la pública, con casi tres mil centros escolares con ideario propio y donde se educa en los principios regulados por la Iglesia católica. En caso de colisión, ahí estaban los Acuerdos Iglesia-Estado.

A ello se sumaba, en 1980, la Ley de Libertad Religiosa, que acabó consagrando, en la práctica, los funerales católicos de Estado (el último, en la Sagrada Familia, tras los atentados de Barcelona), la presencia de símbolos religiosos en las tomas de posesión o la participación de cargos públicos en celebraciones litúrgicas, situando al resto de religiones (a los ciudadanos sin confesión alguna) en una clara situación de indefensión.

Escorado hacia el catolicismo

Los acuerdos suscritos el 3 de enero de 1979 fueron negociados a la vez que el texto constitucional, y aprovecharon los recovecos que dejó abiertos la Constitución para apuntalar un Estado aconfesional en la letra, pero netamente volcado con la Iglesia católica en la práctica.

Así, en virtud del reconocimiento específico de la Iglesia católica en el 16.3, los obispos consiguieron la firma de cuatro acuerdos en materia económica, educativa, cultural y de presencia en las Fuerzas Armadas que hoy permite, según cálculos de Europa Laica, que la Iglesia católica reciba algo más de 11.000 millones de euros anuales de las arcas públicas.

Ese cálculo incluye las exenciones fiscales como en el caso del IBI valoradas en 3.000 millones al año, 4.600 millones para pagar a los 35.000 profesores de Religión y los conciertos con los centros religiosos, 3.200 millones para dispensarios y centros para transeúntes, como hospitales y centros de salud dirigidos por órdenes religiosas, y otros 500 millones para la conservación del patrimonio artístico propiedad de la Iglesia, entre otros.

El privilegio más evidente, sin lugar a dudas, es el de la financiación a través del Impuesto de la Renta. La Iglesia católica es la única entidad privada (no estatal) que recibe dinero directamente del IRPF (los fondos para las ONG se destinan a proyectos concretos), a través de la famosa “X” del 0,7%. Un mecanismo que se arbitró en los Acuerdos de 1979, y se concretó en 1987, primero con el 0,52% y desde 2007 con el 0,7% (a cambio de que la Iglesia renunciara a la exención del IVA). Cada año, por este concepto, la Iglesia recibe más de 250 millones de euros, aunque el mismo texto concordatario también alude al compromiso de autofinanciación de la Iglesia que, cuarenta años después, sigue sin producirse.

El derecho a la predicación de la Iglesia lleva también a que no tenga que dar cuenta de los donativos -el famoso cepillo de las colectas- recogidos en las parroquias, unos fondos que el Estado no controla y para el que no hay cifras globales, aunque estimaciones de la propia Conferencia Episcopal hablan de unos 350 millones al año. A ello se suman las exenciones de impuestos como el IBI o el ICIO, que los propios tribunales de la UE han tildado de irregulares.

Cultura y escuela

En lo tocante al campo educativo, los Acuerdos de 1979 dejaban claro que todos los planes educativos preuniversitarios incluirían la enseñanza de la religión católica “en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales”. Una materia impartida por docentes designados por los obispos, pero pagados por la Administración pública, y cuya situación laboral no está regulada plenamente por el Estatuto de los Trabajadores, pues la Iglesia puede decidir el cese unilateral del contrato sin aportar razón alguna, y sin tener que abonar indemnización por un despido que, oficialmente, es una “no renovación” del contrato para cada curso escolar.

Según los datos de la Memoria Justificativa que la Iglesia española presenta al Estado cada año, los obispos gestionan 2.247 centros católicos concertados que, en su opinión, “suponen un ahorro al Estado de 2.563 millones de euros”. Sin embargo, la financiación de estos centros supone una inversión estatal de más de 4.600 millones de euros.

Algo similar ocurre con el ingente patrimonio cultural que gestiona la Iglesia pero cuyos gastos de restauración corren a cargo de las Administraciones públicas. Por no hablar de los miles de edificios inmatriculados gracias a la “ley Aznar”. Sin embargo, para los obispos “el impacto global estimado de los bienes de interés cultural y de las fiestas religiosas equivale a más del 3% del PIB en España”. Esto es, 32.420 millones de euros.

La Iglesia tiene 143 capellanes en las cárceles españolas, y otros tantos en hospitales públicos, algunos de los cuales participan, con voz y voto, en los Comités de Bioética. El sueldo de todos ellos corre a cargo de las instituciones públicas. La Iglesia también tiene privilegios castrenses, contando con un arzobispo con rango militar, y 83 sacerdotes de distinto rango que mantienen la asistencia católica en las Fuerzas Armadas. Su sueldo, unos 3 millones de euros, también es abonado por el Estado, 39 años después de la aprobación de la España constitucional.

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