Rambal, el “homosexual declarado” que se convirtió en leyenda en los márgenes de la España de Franco
El franquismo persiguió la disidencia sexual y trató de imponer la moral nacionalcatólica en una España gris por la que, con no poca dificultad, se colaban en ocasiones rayos de luz que alumbraban estratos de una sociedad más tolerante que la permitida por el propio régimen. “A Rambal queríalu tol mundu, menos quien lu mató”, recuerdan las vecinas de Gijón.
Alberto Alonso Blanco nació en 1928 en el barrio de Cimavilla, donde vivió como un “homosexual declarado”, como recogen las crónicas de la época. Ayudaba a las vecinas por unas propinas, amenizaba las jornadas en el lavaderu entonando Yo le compré al turco una cadena, actuaba en las calles anunciado por su madre 'Concha la Guapa' y se travestía por las noches para cantar coplas por Marifé de Triana en los locales de una zona dominada por la miseria. “Llamábenla 'la guapa' polo fea que era”, recuerdan los vecinos en playo, esa jerga del asturiano propia del barrio alto de Gijón, hoy reconvertido en lugar de encuentro y visita obligada para los turistas que visitan la ciudad.
La madrugada del 19 de abril de 1976, cinco meses después de la muerte de Franco, los vecinos de Cimavilla alertaron a la policía de un incendio en el número 4 del campo de las Monjas –ahora Arturo Arias–, frente a La Tabacalera. Alguien había asesinado a Rambal y había intentado destruir las pruebas prendiendo fuego a su domicilio. Casi 45 años después el crimen continúa sin resolverse y la muerte de uno de los vecinos más queridos del barrio mezcla ya realidad y leyenda. “A la familia le dijeron: 'Nunca vais a saber quién lo hizo'. Y así fue”, explica Ida Sánchez, hija de la Tarabica, otra vecina histórica de Cimavilla, y amiga personal de Rambal.
“Tuvo que ser un pexe gordu (pez gordo). Pa mi y pa la mayoría de gente que lu conocíamos tuvo que ser alguien importante y por eso lu taparon”, sostiene Ida. Porque por las callejuelas del barrio, en aquella época, marineros, cigarreras y prostitutas se mezclaban con las dobles vidas que escondían los hombres de las clases acomodadas sometidos a la corriente moral de la época. “¡Ay! Si yo hablara...”, decía de vez en cuando Rambal. Y esa coletilla pudo ser su sentencia de muerte. “Era muy buenu pa tóos, pero paez que pa alguien no era muy buenu. Perdiolu la lengua por decir eso”, dice su amiga, aunque Rambalín nunca habló.
Ni habló, ni siquiera saludaba cuando estaba fuera del barrio, consciente de que un 'buenos días' suyo podía suponer un señalamiento o un castigo. “En Cimavilla cantaba, bailaba y estaba siempre de fiesta, pero luego, en Bajovilla, no saludaba a nadie. Un día íbamos por la calle Corrida la mi fía, el mi home y yo y apartó la cabeza. Debía sentise marginau, pero en Cimavilla era lo que era, con su salero y su cosa”, recuerda Ida.
“Una red de protección”
“En Cimavilla estaba permitido lo que no estaba permitido en ninguna otra parte”, explica la historiadora, documentalista y escritora Pilar Sánchez Vicente, autora de la novela Mujeres errantes, en la que recuerda la figura de Rambal. El barrio “tenía el puerto pesquero y un porcentaje de miseria elevadísimo. Él ganaba unas perras haciendo recados para las prostitutas. Había más bares de alterne que chigres y un dato curioso es que muchas de ellas eran señoritas de bien que se quedaban embarazadas y las echaban de casa, mientras entre las pescaderas era mucho más normal tener hijos de soltera y era la familia quien cargaba con la crianza”.
“Hay que tener en cuenta -prosigue- que lo más probable era que no prosperaran. En la posguerra había una elevada mortalidad infantil, la tuberculosis se llevaba a los guajes en bandadas”. De hecho, en Gijón hay una estatua a Fleming financiada por los vecinos de ese barrio a la que, aún hoy, acuden cada septiembre a hacerle ofrendas por su descubrimiento de los efectos de la penicilina.
Precisamente, esa hermandad que da la miseria fue la que permitió a Rambal sentirse libre en el barrio que lo vio nacer porque “las redes no eran solo marineras, también eran sociales, de protección: se protegía a los niños y, en ese sentido, él nunca dejó de serlo y, además, era la alegría de la huerta”, indica Sánchez Vicente. “Aceptábamoslu porque Cimavilla siempre fue especial, era un barrio aparte. Con mucha fame, muches necesidaés y mucho de tóo, pero yo recuerdo aquella Cimavilla donde no se cerraben les puertes pa nada. Les fames, si... ¡pero les alegríes!”, recuerda con cariño Ida, que en febrero cumplirá 80 años.
El coordinador del año temático de Memoria Histórica 2019 de la Federación Estatal de Lesbianas, Gáis, Bisexuales y Transexuales (FELGTB), Loren González, explica que durante el franquismo las personas LGBTI se veían aisladas a los rincones más marginales de la sociedad. “Éramos la clase más baja y, realmente, esos eran los lugares donde podías estar más seguro, porque estabas al lado de personas que, de manera muy análoga, sufrían una discriminación que tú también estabas sufriendo”, indica.
“Ese sentimiento de vulnerabilidad producía cierta ternura a la gente de su alrededor y se crean estas figuras, desexualizadas y casi sin edad, sin cuerpo, que para sobrevivir tienen que hacer todo tipo de trabajos para ganarse cuatro duros mal ganados”, señala González. Rambal era, a su manera, “el asistente social del barrio, un personaje muy querido por esa labor de auxilio social”, indica Miguel Barrero, autor de La tinta del calamar, una de las obras más documentadas sobre la vida de este emblemático vecino.
Homosexual “con orgullo”
Además, “era el único homosexual que no solo lo era, sino que lo admitía con orgullo”, desarrolla el escritor, que resalta, no obstante, esa doble vida dentro y fuera del barrio porque, aunque “las autoridades hacían la vista gorda”, él “sabía lo que se jugaba”. “En su caso, yo creo que su condición de homosexual tenía esa parte de folclore. Era una estrella de barrio, una figura que cantaba por los bares, un showman de la época que no molestaba, hacía gracia. No estaba en política ni se significaba de ningún modo desde un punto de vista social o político; era una figura domesticada”, explica Barrero. “Dentro del mundo homosexual de Gijón ayudó a crear una conciencia colectiva y sin ningún tipo de conciencia política. Lo hacía porque él entendía que tenía que ser así, que en el fondo es muy político, pero él no lo pensaba así”.
“Era una persona que todo el mundo sabía de ella y ya se olvidó, en solo una generación. Alguien tan a reivindicar, que vivió la época más dura del franquismo, que se crió cuando había campos de concentración para homosexuales y que ha vivido con esa libertad...”, dice en conversación con eldiario.es el artista asturiano Rodrigo Cuevas, que ha incluido en su último disco, 'Manual de cortejo', un tema dedicado a Rambal en el que rescata su historia, así como audios de Fredesvinda Sánchez 'la Tarabica' del Archivo de Fuentes Orales para la Historia Social de Asturias de la Universidad de Oviedo. “Ya que no hubo justicia real, le quise hacer un pequeño himno, para que haya justicia poética”.
Con todo, la identidad de Rambal navegaba entre el jolgorio del barrio, los vestidos de la noche y la seriedad fuera de esa zona de confort que era, en realidad, una cárcel aparentemente segura. “Yo idealizo mucho la vida de Rambal, pero no creo que fuera fácil. Él supo buscarse la forma de vivir y expresarse y era muy querido, pero no era una vida libre como podemos entender”, verbaliza Cuevas.
“Uno de los más populares y estimados vecinos”, firmaba Margarita Landi en El Caso. “Homosexual declarado y muy conocido y estimado por sus cualidades personales en el barrio de Cimadevilla”, rezan los informes policiales de la época. Se trata de los informes de unas investigaciones que recogen primero la posibilidad de que el asesino fuera un joven desconocido, apodado 'el Pepsicola', y una década después hablaba de dos hermanos, pero que nunca se cerró.
“No hubo justicia, no hubo. Es una pena, porque al prubín dieron-y una muerte que no la merez nadie”, lamenta Ida. Lo lamenta ella y lo lamentan también los vecinos de Cimavilla de esas generaciones que aún recuerdan a Rambal y que abarrotaron la iglesia de San Pedro en su funeral. Unos vecinos que se encargaron de recolectar dinero para llenar de coronas de flores su despedida. En una de ellas, como si de una premonición se tratase, ya exigían una justicia que nunca vieron: “Cimadevilla pide justicia”.
Su historia se ha replicado en relato de crónica negra de la ciudad, se ha recordado en obras de ficción y se ha recuperado, recientemente, en el documental Rambal. Si yo hablara, de José Fernández Riveiro, que se proyectó en el pasado Festival Internacional de Cine de Xixón. Pero aún no ha tenido el reconocimiento institucional que quienes conocen su vida y muerte creen que merece.
Pocas cosas hay en Gijón hoy en día que no lleven el nombre de Jovellanos o de Begoña, la patrona de la ciudad. Un colegio, un instituto, un teatro, una calle. Pero nada recuerda a Rambal más allá de los vecinos que compartieron con él las callejuelas de Cimavilla. “Es el referente de una época, era parte del paisaje urbano de esa época y ni siquiera tiene una placa en la plaza donde vivió, donde se le asesinó”, lamenta Cuevas. “Ye una persona que merez una calle. Teníen que poné-y una calle en Cimavilla, porque lu adorábamos”, coincide Ida.
El pasado 15 de enero, a propuesta de la concejal de Podemos Alba González, el grupo socialista, que dirige el Consistorio, se comprometió a pintar con los colores LGTBI los bancos de algún lugar o lugares para visibilizar el compromiso de la ciudad con el colectivo. Los vecinos de la Asociación GIGIA de Cimadevilla no han tardado en trasladar a la corporación municipal su deseo de que uno de esos lugares sea la plaza donde vivió y fue asesinado Rambal. Porque, según explica su presidente, Sergio Álvarez, “él fue un pionero en la ciudad de Gijón y, en aquella época, a nivel nacional, en defender los valores de la diversidad”.
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