No diré que somos amigos porque ese plato se come con años, confianzas y trapisondas compartidas, pero cada vez me siento más cómodo con el señor de la basura.
Le llamaremos Constantino porque así dice llamarse y diré que es rumano no porque lo sepa sino por decisión auditiva. Constantino habla un castellano de acento ruidoso, pero muy prolijo.
Digo que no es amigo porque apenas nos vimos tres veces —serán más en breve, presumo— y en condiciones de prisioneros: yo confinado, él mendigando. Nuestros encuentros han sido breves, intercambios de marineros y de facinerosos. Un cruce en la vida. Ambos sabemos que apenas acabe este asunto cada quien seguirá en lo suyo como si nada hubiera pasado.
Conocí a Constantino cuando él estaba con la mitad del cuerpo dentro del basurero plástico de Resta, adonde los catalanes arrojan todo aquello que sobra en el hogar y no es envase, vidrio, papel o basura orgánica: materiales de construcción, la veladora rota de la nena, los dientes del abuelo, el pañal hediondo de los bebés.
No hay basurero que un buscavidas no revise. La basura siempre tiene un adelantado que reclama propiedad. Ese día, el primer sábado del inicio del fin de nuestras vidas —visca el drama—, Constantino llevaba una bolsa azul de Ikea abierta de par en par, repleta de restas. Un estante blanco de aglomerado (en el futuro revisarán nuestro ADN y habrá trazas de Ikea), unas zapatillas rojas, dos bolsas plásticas cerradas con suficiente firmeza como para intrigarme, unos cuantos cables enroscados rapiñados quién sabe dónde, algunas cajas de cartón donde dormían tornillos, clavos y tuercas. Yo iba a tirar envases y, claro, una bolsa de resta: el producido de mi hija de dieciocho meses.
Debí esperar a que Constantino saliera de su encajonamiento —piensen en cualquier personaje de Looney Tunes enterrado para escapar de algo— para dejar mis mierdas en su sitio. No tomó mucho: Constantino salió de allí muy pronto y de un salto y me miró con cara de pocos amigos. Algún sentido desarrollado durante los años de la SecuritÄÈii Statulu debió advertirle un peligro a sus espaldas. Me disculpé, me dijo algo que sonó como disculpa aceptada.
No me fui, por supuesto. En estos días de periodismo indirecto —reportear a la distancia, espiar, escuchar— ando a la pesca de pequeñas anécdotas del encierro y un tipo al que conoces con la cabeza enterrada en un basurero y los pies colgando en el aire tiene un ángulo.
Constantino se puso a acomodar el nuevo rescate —creo que eran unos platos o fuentes— con cuidado. Dejó de prestarme atención de inmediato y yo abrí mi bolsa y, en vez de tirar todo y largarme como haría cualquier vida antes del inicio del fin de nuestras vidas —visca el drama—, empecé a lanzar cada sobra de una en una para ganar tiempo y sacar tema mientras observaba el comportamiento de mi, vamos, nuevo amigo.
Constantino tiene un sentido del orden obsesivo alineado con sus propias formas: nada sobra en él. Tiene una nariz de gancho que parece salir de la cara empujada desde la nunca y un cuerpo tan huesudo que la piel es dos talles más grande. Constantino anda en esa edad indefinida entre los cuarenta muy largos y los primeros sesenta pues aun están muy plantado pero su cara es un mapa cuarteado. Con todo, el asombro viene de sus ojos: una infinidad azul que intranquiliza.
Cuando vio que no me movía mientras ordenaba me preguntó si tenía algo. Asumí que no quería echar otra vez medio cuerpo dentro del cubo plástico. No tenía, pero prometí darle algo un día después —luego lo olvidé y Constantino tampoco pasó. Constantino acomodó al fondo de la bolsa de Ikea la ropa, luego puso el tablón aglomerado y encima las zapatillas y la bolsa. Los cables fueron a un lado. Tomaba cada objeto como si fuera valioso y no debí esforzarme para entender que nuestras miserias suelen tener un valor añadido para los jodidos.
Le pregunté algunas cosas —supe que estaba solo o eso dijo, que llevaba años “en Barcelona de España” o eso dijo, que no tenía familia o eso dijo, que antes trabajaba en la construcción o eso dijo y que debe apurarse a recorrer los cubos antes de que lleguen “los africanos” o eso dijo. Luego levantó la bolsa con una sola mano y se la calzó al hombro y me dedicó su mirada de acero y algo limítrofe entre la sonrisa y el mordisco. El semblante le había cambiado: era estricto y marcial como al inicio pero trasuntaba alguna amabilidad.
Las veces que lo vería después nos saludamos como si fuéramos los últimos dos seres vivos en el planeta —a la distancia, porque nunca sabes quién es el otro. Constantino rumbea por las cercanías de casa y no deja cubo por revisar. Papel, plástico y vidrios por si puede venderlos. El de Resta para lo que haga falta. Pero jamás lo he visto meter su humanidad en los orgánicos. Ese cuerpo precisa alimento, pero no nuestro desecho.
Antes de irse en aquel primer encuentro quise saber si era fácil vivir de la basura. Entiéndanme: soy periodista: buscaba una gran definición, algo que hablase de él, del mundo y su deriva, del Virus de Mierda y nuestros agobios. Un remate. Al cabo, estaba ante Constantino: un hombre que portaba el mismo nombre que aquel que en la antigua Roma creó un nuevo imperio sobre los temblores del anterior. Este Constantino se sostenía sobre nuestros restos, también en una época concluyente. No podía no haber nada.
—Normal —me dijo, y me dejó seco.
—¿Normal? ¿Nada que llame la atención?
—Nada —dijo sin parpadear, los ojos oceánicos perturbadores—. Nomás mucha botella. Toman mucho.
Claro, le dije, el encierro, todos en casa, nada que hacer. Constantino volvió a hacer la mueca de la sonrisa o el mordisco.
—No, ahora no —dijo—. La gente siempre toma mucho.
Aun no sé si hablaba del alcohol, nuestras pretensiones de burgueses urbanistas o política doméstica.