CRÓNICA

Adiós, pandemia; hola, lucha climática (los activistas han vuelto)

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Había tal emoción en el ambiente que cuando uno de los jóvenes activistas era conducido por la policía para ser identificado, le guiñó un ojo a la prensa. Probablemente hasta sonriera detrás de su mascarilla. Un rato antes, los informadores gráficos habían sido alejados de la puerta del edificio de Repsol Technology Lab, donde Rebelión por el Clima había convocado, en secreto, una acción de protesta contra la petrolera. “Repsol, lejos de ser la solución al cambio climático, lidera falsas soluciones que lo único que hacen es freír el planeta”, expresaba una de las integrantes de esta plataforma, antes de que fuera barrida, junto al resto de los compañeros que no serían detenidos, a un lugar apartado.

En Móstoles (Madrid), donde esta multinacional energética tiene una gran sede para cerca de 4.000 empleados, los activistas eligieron una puerta poco transitada pero muy simbólica, la que da acceso al edificio en el que Repsol prepara proyectos de futuro, como los 30 que tiene previstos para optar a las ayudas europeas Next Generation. “Estamos en el centro de investigación tecnológica porque es el lugar en el que se están gestando, ahora mismo, falsas soluciones como el hidrógeno fósil, biocombustibles o el gas, que perpetúan un sistema dañino con las personas y con el medio ambiente”, explica la misma activista de antes, elevando la voz sobre los tambores y los aplausos. Repsol ostenta el dudoso honor de ser la empresa española más contaminante, acaparando ella sola el 12,4% de la emisión de CO2. Se la tienen enfilada a Repsol porque es una de las empresas “con mayor contradicción entre lo que dicen y lo que hacen”, apunta un compañero de ella.

No hace ni frío ni calor. Todo parece estar en calma. “Se ha quedado una buena mañana para hacer una acción de desobediencia civil no violenta”, dice ese mismo activista, que observa cómo sus compañeros terminan de montar la acción. Han pasado más de dos horas merodeando por los alrededores, esperando el momento adecuado para desplegar las pancartas y soltar todos los cacharros que habían traído, no se sabe cómo, hasta allí, y que con rapidez montaron delante del acceso para vehículos, sin que nadie pudiera evitarlo.

Cuando llegaron los periodistas, había incluso una pequeña banda tocando. Diez jóvenes habían trepado hasta la cubierta que resguardaba el control de acceso para los coches e intentaban desplegar, contra el viento, una gran pancarta roja que se les resistía. Unos metros por delante, habían elevado tres ingeniosas estructuras gigantes que, en forma de trípode, sostenían desde el vértice superior a una persona, columpiándose en el aire. Una de ellas se balanceaba al viento sentada en su propia silla de ruedas. El movimiento está orgulloso de sentirse inclusivo y darle un lugar importante, en este caso de bloqueo, dentro de una acción como esta que evidentemente tiene una parte de peligro, a las personas de movilidad reducida. Eso no pasa con frecuencia.

Llega la policía en seis coches y otras tantas furgonetas. La pequeña orquestina interpreta la marcha imperial, como si Darth Vader hubiera irrumpido en la escena.

Para los más de cien jóvenes que pitan, corean, aplauden o cantan, lo de este lunes ha sido lo que podrían llamar una rentrée postpandémica, un acto de reactivación de la movilización, un termómetro de fuerza y ganas. Parecían optimistas con el resultado. “La pandemia está rebajando sus números pero la emergencia climática sigue ahí”, dice una de las portavoces. “Nosotras también seguimos aquí. Estamos contentas con el resultado porque hemos conseguido unirnos, ir todas a una y volver a la protesta”, dice, exultante. 

Los activistas manejan varios escenarios para la situación de desobediencia civil que han creado. En uno, alguien de la petrolera sale a hablar con ellos. Pero eso no sucede. En cambio, tiene lugar lo previsible: una hora y media después, el dispositivo policial les saca de allí en volandas. A los que están enganchados, cuidando de las bases de los altos trípodes metálicos, se los llevan arrastras. Llegan tres coches de bomberos para facilitar la bajada de los que están en el aire o sobre la cubierta.

Finalmente hay 30 detenidos, los mismos que proyectos tiene Repsol para captar fondos europeos. Una de las tres vigías no está entre ellos. Policía y bomberos la han hecho descender y le permiten que se reúna con el grupo de activista que, a 50 metros de distancia, observa la escena tras unas pancartas. Todos los demás son los que han estado encadenados a las estructuras o encaramados a lo alto. Los agentes colocan a los chicos y chicas en el suelo, sentados un buen rato sobre el asfalto, con sus brazos enganchados de esa manera invisible en el interior de los cilindros metálicos. Llevan horas sin poder rascarse la nariz o colocarse la mascarilla. Antes de la intervención policial, uno de estos activistas, protectores de las estructuras, aseguró llevarlo bien, que los compañeros les cuidaban, que les daban agua, que les extendían crema solar. Al fin, un policía se dirige a ellos y les plantea algo similar a “por las buenas o por las malas”. Los activistas deliberan entre sí y, al poco, se desenganchan ellos mismos los tubos. Según se van liberando de sus armaduras, se dan abrazos potentes, rebosantes de músculo y aprecio. De orgullo. De victoria.