Apártate, que lo tapas

Un amigo vive en un pequeño departamento del Eixample de Barcelona. Una habitación, cocina diminuta, baño peor. Y una sola ventana. O mejor: ventanita. Y para más INRI: el departamento da al corazón de la manzana, un pulmón de cemento gris flanqueado por dos edificios que le han dado a la vida de mi amigo una perspectiva tan sombría como excepcional: cada día, de 15:00 a 15:17, por un hueco nimio que dejan las construcciones entra un rayo de sol que atraviesa la ventana de mi amigo y se clava en un pequeño espacio de la pared, a un metro del suelo.

Mi amigo se prepara para esos momentos. Esta primavera, confinado, apenas lo detectó, corrió un librero que le restaba espacio y plantó una silla plegable de Ikea en la esquina ganada. Cada día, corre la cortina de la ventanita miserable y se sienta allí a recibir su lamida. Que lleve una copa de vino o un cigarrillo o el libro que lee o el plato de comida da igual: nada más está ahí para que el sol le pinte la cara. Por diecisiete minutos.

No somos prisioneros, pero jugamos con la idea. Sobre todo ahora, cuando no hay posibilidad de que busquemos en la banca de un parque el mismo sol que antes teníamos por seguro. Mi amigo dice que en realidad es un privilegiado. En estos días que nada se puede, él se siente el último ser vivo sobre la Tierra. Se ha adueñado de su sol. Esos diecisiete minutos son todo cuando no hay nada más.

He escrito por ahí que no hay peor lugar en una cárcel que la celda de aislamiento: no tiene ventanas para inducir depresión, sumisión. La ventana es un espacio de libertad, pero si llueve puede serlo de congoja. Una ventana se realiza más plenamente –lo experimentamos todos– cuando el sol chorrea por ella. Es posible que en estos días en que el confinamiento o la cuarentena o el encierro nos han privado del sol labial y el aire fresco, alimentemos la idea del secuestro. De que hemos sido enviados a resguardo por El Orden y un misterioso asesino invisible que flota por los aires.

Pero estamos lejos de ser seres sin libertades. Nos sobran ventanas. Y cuando el sol se nos da, se nos da la vida. Cuando la primavera entró en Europa –Cataluña suele tener todo tipo de soles, del ígneo e iridiscente, al lamedor, el cetrino, el tedioso y sigue la colección de adjetivos–, el sol no ha tardado en hacernos guiños que hemos tomado muy en serio. Perderse un minuto al sol es un crimen.

Un día de semana cualquiera con esos rayos como cabellos, los taladros dejan paso a las cortadoras de césped o a no-hago-ni-pienso-hacer-nada-más-que-sentarme-a-ver pasar-el-día. La conversación a través de esteras, tapiales de ladrillo, enredaderas y vallados de madera ahora se celebra mientras crepitan terneras o se cuecen potajes. Una de esas tardes de sol, en una casa vecina, Messi, que andará por los cinco años, le metió tres goles a un Ter Stegen de más de sesenta. Las aves siempre han estado, gorjeos y trinos han inundando el aire: el sol nos ha devuelto ahora las risas.

Sí, miro a cuanto me rodea –miren cuanto los rodea– y descubro nuestra conversión natural en lagartijas. Historias, microhistorias, viñetas:

En el último balcón de un edificio vecino, una madre lee –o da clases– a su hija, acodadas sobre una mesilla blanca.

En el mismo edificio, los habitantes de los pisos 2, 3 y 5 parlotean como cotorras argentinas con las cabezas colgadas de los balcones para que el sol los dore.

Una esquina más allá, en un enorme balcón atiborrado de plantas, un matrimonio de ancianos dialoga con un vecino unos pisos más abajo. Se escucha: “El orégano es bueno para” y “No sé ustedes pero yo” y “Qué bien, qué bueno” y “¡Pero mira qué guapas estas rosas!”.

Sigo: al frente, un tipo sale a su balcón, arranca malezas de un macetón y las arroja a la calle –mira a ambos lados, el tramposo, pero no me ve a mí. Sigo: Al otro lado de mi casa, un anciano se ha despanzurrado en una tumbona del patio: duerme al sol con una entrega erótica. Sigo: el basurero pasó esta mañana y se detuvo un rato con la cara al cielo. Viste de verde, la iguana.

Y qué decir de aquel otro vecino puro en mano, copa de vino en la otra, que ríe y bromea y vuelve a reír y a echarle un cuento y dale que va con su mujer al otro lado de su propia copa, como si estuvieran, quién sabe, en su sueño dorado en un resort de las Maldivas o, tal vez y mejor, en el patio de su casa con un puro en la mano, copa de vino en la otra en un tiempo de mierda al que estrujamos placeres con fruición.

Convengamos: el sol siempre está ahí, pero a menudo no lo vemos. En La Normalidá que nos quitó el Virus de Mierda –esa en la que vivimos hace dos mil años–, el sol acompañaba pero nada más tenía presencia cuando teníamos tiempo: almuerzo, la salida del trabajo. En La Normalidá trabajamos, corremos, nos ocupamos y preocupamos, tenemos obligaciones, nos obligamos. Vamos distraídos. Hoy sobra el tiempo y sentir al sol demanda esa pausa contemplativa, literaria si se quiere.

Desde Hawthorne –“El rayo de sol que atraviesa la celda del prisionero puede ser algo enviado del cielo para mantener el alma viva y alegre dentro de él”– a FS Fitzgerald, de Thomas Mann a Dickinson, de Bradbury a este y a aquel, le hemos echado poemas, sonatas, cántigas a sus rayos.

Aquí, Dickens en Oliver Twist: The sun–the bright sun, that brings back, not light alone, but new life, and hope, and freshness to man–burst upon the crowded city in clear and radiant glory.

Aquí, Whitman, batiendo una sopa de expectativa, al final de un tiempo oscuro como la Guerra de Secesión –parte del canto puede retratar estos días:

O sun of real peace! O hastening light!

O free and extatic! O what I here, preparing, warble for!

O the sun of the world will ascend, dazzling, and take his height—and you too, O my Ideal, will surely ascend!

O so amazing and broad—up there resplendent, darting and burning!

O vision prophetic, stagger’d with weight of light! with pouring glories!

O lips of my soul, already becoming powerless!

Y aquí, el naïf “Solar”, de Larkin, exhibiendo al sol como una necesidad primaria, casi pura:

Suspended lion face

Spilling at the centre

Of an unfurnished sky

How still you stand,

And how unaided

Single stalkless flower

You pour unrecompensed.

The eye sees you

Simplified by distance

Into an origin,

Your petalled head of flames

Continuously exploding.

Heat is the echo of your

Gold.

Coined there among

Lonely horizontals

You exist openly.

Our needs hourly

Climb and return like angels.

Unclosing like a hand,

You give for ever.

¿Divago? Qué importa: hay sol: sin La Normalidá, desacelerados y sin mucho por hacer, ha recuperado peso vital. Espero por el sol con una jovialidad irreconocible para mí, búho humano. Naïf, incluso. No podemos salir, así que cuanto entra a casa es bienvenido. Y en estos días soleados –a veces cortados por la aparición de lluvias algo malhumoradas– veo a la gente prodigarse como los verdaderos animales que somos. Me he prodigado yo como el reptil que soy.

Lo sé, ya: esta es una fatiga clasemediera. El Virus de Mierda no nos quita el sol: esa suele ser, sobre todo, una tarea económica: si nosotros podemos celebrar estas luces en parte se debe a que nuestras cuentas bancarias todavía aguantan un par de respiros. Ninguno de nosotros está fuera, bajo el Sol Productivo, obligado a ingeniárselas para poner comida en la mesa de casa sin pescarse el Virus de Mierda. Nuestro Sol Solcito Tan Bonito es una ventaja, quizás un privilegio, como dice mi amigo, y, seguro, una oportunidad para el regodeo existencial –tal cual esta letrita.

Pero mañana, aun con esas diferencias, el sol saldrá igual. Para todos, como reza el asunto. Y como se aprecia lo que no se posee, allí me tendrán, igual que a mi amigo en sus diecisiete minutos, respirando con tibieza. Ya habrá tiempo para despegarnos: cuando La Normalidá vuelva, me reintegraré al batallón de millones de productivistas que ven el sol sin verlo/sentirlo. Y mientras esa Normalidá nueva se nos revela a su modo, tratemos al Virus de Mierda como Diógenes a Alejandro: que se aparte, que tapa el sol.

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