Casas irregulares, en muchos casos levantadas por sus propios habitantes. Casas humildes la mayoría, infraviviendas algunas, pero también otras ampliadas, bien cuidadas y mejoradas con los años, hasta edificios de varias plantas. Descampados, viviendas a medio levantar, otras derribadas, vertederos ilegales. Calles que se embarran con la lluvia, con accesos improvisados y difíciles, mal comunicadas con el resto de la ciudad. Falta de servicios básicos, sin alcantarillado ni acerado en muchas zonas, sin colegios, ambulatorios o parques, sin transporte público. Sin luz en las calles. Sin luz en muchas casas. Población trabajadora, mezcla de autóctonos e inmigrantes, con importante presencia gitana. Un fuerte movimiento vecinal.
¿Hablamos de la Cañada Real en diciembre de 2022? Podría ser. Pero el anterior párrafo también podría referirse, palabra por palabra, a la Vallecas de los años sesenta, donde el ingenio vecinal ideaba formas de conseguir cédulas de habitabilidad para que llegase la electricidad a sus hogares y calles embarradas. Vallecas, y buena parte del extrarradio madrileño en la misma época. Pero también podríamos estar hablando de los barrios periféricos de Valencia en el paso de la dictadura a la democracia, cuando los vecinos se manifestaban con velas y cantaban “Que vinga, que vinga la llum, i que al senyor alcalde li donen pel cul!”, y acababan recibiendo palos de los grises. En realidad el primer párrafo podría describir cualquier barrio obrero y de aluvión en la España de los sesenta y setenta, pues todos compartían similares problemas de vivienda precaria, carencia de servicios, desatención de las administraciones. Y a menudo falta de luz.
Pero no, no estamos en la España suburbial del tardofranquismo o la Transición. Estamos en diciembre de 2022, en el Madrid de la “libertad”, en la España del gobierno progresista, en la Unión Europea. Estamos a pocos kilómetros del centro de la capital, en la Cañada Real, el mayor barrio no reconocido como barrio de toda España, tal vez de Europa. Más de 7.000 habitantes. Un barrio que quiere serlo frente a administraciones que no están dispuestas a permitirlo. Un barrio con conciencia de tal, incluso cierto orgullo, pero que carga con demasiados estigmas, prejuicios, desinformación, intereses ajenos.
“Somos un barrio en construcción”. Es la expresión más repetida por sus habitantes más movilizados, frente a quienes hablan de “asentamiento ilegal”, que es una fórmula para convocar a la excavadora. El Defensor del Pueblo usó recientemente una expresión más técnica: “viviendas en situación urbanística de fuera de ordenación”. En cambio, hablar de “barrio en construcción” es toda una proclama en tan pocas palabras: “barrio”, frente a quienes insisten en verlos como un arrabal miserable y problemático. “En construcción”, como una forma de convertir su irregularidad en potencial de futuro. No somos aún un barrio, pero lo seremos si nos dejan.
En efecto, muchos de los barrios que hoy son parte indiscutible de nuestras ciudades fueron un día barrios “en construcción”. Cuarenta, cincuenta años atrás. Algunos incluso han cambiado sociológicamente, irreconocibles ya, de clase media, hasta gentrificados. En origen fueron lo que hoy encuentra cualquiera que recorra la Cañada Real: urbanismo improvisado, casas de autoconstrucción, sin permisos ni reconocimiento municipal, observados con recelo y a veces miedo por los vecinos colindantes, maltratados por las administraciones y criminalizados por los medios, con muchas necesidades, polo de atracción para población desfavorecida.
Lo pensaba mientras recorría los dieciséis kilómetros de la Cañada: tiene algo de viaje en el tiempo. Una oportunidad de revivir aquellos años. Cuéntame otra vez. Una reconstrucción vivísima de los barrios donde nacieron y crecieron nuestras madres y padres. Hoy con móviles, paneles solares y redes sociales, sí; pero también, como antaño, con zonas mal asfaltadas, olor a leña quemada -y a basura incinerada en algunos tramos-, pequeños comercios casi clandestinos, chatarrerías, huertos. Y droga, claro: en un pequeño tramo de la Cañada, pero suficiente para que se active la fácil sinécdoque: el todo por una de sus partes, la Cañada entera marcada (y rechazada) por lo que sucede en poco más de un kilómetro de sus dieciséis. “El mayor supermercado de droga del sur de Europa” es la expresión más habitual en prensa, una frase hecha, repetida por cualquiera, yo mismo hasta ayer.
Junto al fotógrafo Olmo Calvo, que la conoce bien por trabajos anteriores, recorro en coche la Cañada en toda su longitud, dividida en seis sectores bien delimitados, segmentados por las carreteras que la atraviesan, y correspondientes a distintos municipios: Madrid, Coslada, Rivas, Getafe en la parte final. Obviamos el sector 1, plenamente integrado en el urbanismo de Coslada y prácticamente ajeno a los problemas del resto, y empezamos recorrido desde el sector 2.
La mayor operación urbanística de España
Nos acompaña Javier Rubio, abogado del Centro de Asesoría y Estudios Sociales (CAES), que lleva años trabajando en la defensa de este vecindario. Pocos conocen como él la Cañada, su realidad diversa y compleja, sus redes y tramas internas, sus líderes vecinales y su larga historia de reivindicación. También conoce qué hay detrás del corte de luz y del continuo hostigamiento a los vecinos. Nos lo señala a la altura del sector 2: los nuevos desarrollos urbanísticos de Madrid, cuyas avenidas, anchas y novísimas, terminan en la misma Cañada con una valla que cierra el paso. A la espalda de las casas vemos los flamantes edificios y urbanizaciones del Cañaveral, un PAU del madrileño distrito de Vicálvaro. Al otro lado de este sector se espera que pronto se urbanice otro PAU, Los Cerros. Más al sur aparecen los movimientos de tierras y grúas de otros dos desarrollos: los Ahijones y los Berrocales, y en el último tramo de la Cañada, ya en Vallecas, presiona el PAU de Valdecarros, presentado como “la mayor operación urbanística de España”.
Hablamos de la mayor reserva de suelo de la capital. Decenas de miles de viviendas de nueva construcción, cuyos vecinos de clase media no querrán ver la Cañada desde sus balcones. Imagino una bonita maqueta de los nuevos desarrollos, en el despacho de alguna inmobiliaria: avenidas, parques, edificios de cartón, farolas, arbolitos y coches en miniatura; y en el espacio lineal que ocupa hoy la Cañada deben de haber previsto una vía verde, jardines, familias en bicicleta. Cualquier cosa menos esta sucesión de viviendas irregulares. Ese es el único “barrio en construcción” que Madrid permite hoy: un PAU, con sus hectáreas recalificadas y urbanizadas, sus constructoras levantando bloques, sus bancos abriendo oficinas antes de que llegue el primer vecino.
Se detiene un coche junto a nosotros. La conductora ha reconocido a Javier, popular en la Cañada por su trabajo en el vecindario: comenzó hace más de diez años defendiendo a los amenazados por derribos, logrando una paralización general gracias al Tribunal de Estrasburgo; y cuando hace dos años empezó el apagón, presentó en nombre de los vecinos una denuncia contra la eléctrica Naturgy y el comisionado madrileño para la Cañada. Al volante nos saluda Vanessa Valenzuela, de la asociación de vecinos de los sectores 2 y 3. Nos cuenta que los apagones no solo afectan a las zonas 5 (parcial) y 6 (total desde hace más de dos años). También en las casas de su tramo hay problemas: “Tenemos cortes muchos días desde que hace más frío, se va la luz durante horas, pese a que en esta zona sí hay vecinos con contrato”. Nos cuenta que también aquí han descubierto que Naturgy instaló reconectores, lo que provoca los apagones.
Javier nos explica cómo un peritaje independiente demostró la existencia de esos limitadores de potencia en cada cabecera de sector, probando la intencionalidad en el corte de luz. Pero los tiempos judiciales son desesperadamente lentos, los vecinos encuentran todo tipo de obstáculos, “y el juez no ha movido un papel en meses”, por lo que unas 4.000 personas siguen sin suministro o con interrupciones frecuentes un invierno más. Y la coacción ha ido a peor: cientos de camiones (repito: cientos de camiones) entran a diario desde hace meses en el último sector y vierten sin control tierra y todo tipo de escombros, a veces junto a las casas o cortando accesos, creando diques que las lluvias inundan y desbordan. Javier nos cuenta que también han denunciado a la Asociación de Excavadores y Transportistas de la Construcción (Amaexco), por coacción inmobiliaria y posible delito ambiental. Atentos a la jugada: el “barrio en construcción” que pretenden los vecinos está viendo cómo le arrojan los materiales probablemente extraídos de los únicos barrios que hoy pueden construirse en Madrid, los PAU.
Chalets y reparcelaciones
Continuamos recorrido junto al abogado. Entre los sectores 3 y 4 cruzamos una carretera con una curva de escasa visibilidad y abundante tráfico, un tramo peligroso por el que atraviesan confiados los niños recién bajados de un autobús escolar. Por delante nos frena un camión de recogida de basuras, pues la Cañada es un lugar fuera de la ley pero con numerosas ráfagas de normalidad: en algunos tramos se recoge la basura, hay viejas casetas de luz, señalización de tráfico, vecinos que durante años pagaron IBI. También un pequeño supermercado, carteles que anuncian la venta de pan o de chuches, algunas naves industriales.
Según avanzamos hacia el sur y vamos atravesando sectores, las casas que vimos en el primer tramo, en buen estado y propias de cualquier urbanización de pueblo, van dejando espacio a viviendas cada vez más modestas. Pero los contrastes no cesan: junto a un chalet acomodado y con amplio jardín, otra casa fue derribada y reparcelada para construir en el mismo terreno varias viviendas más pequeñas, unas apretadas contra otras o en segunda planta, con zonas sin acabar o en ampliación. Algo cada vez más frecuente, pues la Cañada no es ajena a la presión inmobiliaria de Madrid, que lo mismo contagia aquí la especulación, que envía familias incapaces de encontrar una vivienda regular.
Antes de salir del sector 4, junto a un desmonte de terreno, nos detenemos ante los restos de un par de viviendas recientemente demolidas. Javier nos cuenta que allí vivían unas familias gitanas, marcharon temporalmente pero con intención de volver, dejando allí todos sus efectos personales, y el ayuntamiento de Rivas y la Comunidad decidieron tirar las casas. Una práctica bastante habitual, sobre todo en los sectores más al sur, donde la ausencia momentánea del inquilino es suficiente para su derribo. Entre los escombros, un triciclo infantil con las ruedas al aire.
El sector 5 hace de divisoria entre Madrid y Rivas. En dirección sur, la acera de la derecha es madrileña, la izquierda ripense. “Acera” es una manera de hablar, pues no hay acerado, aunque el asfaltado es bueno en este tramo. Las casas lindan con la urbanización Covibar de Rivas; algunas incluso tienen la puerta principal en las calles del municipio, frente a los portales. Varios pasajes peatonales permiten el acceso a pie, aunque para los coches está más restringido. La relación de vecindad es una larga historia de desencuentros y malentendidos, de los que se quejan amargamente algunos habitantes de la Cañada, que se sienten despreciados y marginados por los sucesivos gobiernos locales y parte de los vecinos. Pero también hay muestras de solidaridad y redes de complicidad, como comprobaremos al final del día.
La pirámide de Miguel
De la mala relación con las urbanizaciones cercanas y con el ayuntamiento nos habla Miguel Martín, vecino del sector 5: “No nos tienen en cuenta, incluso celebran reuniones para hablar del futuro de la Cañada y no nos dejan intervenir”. Vive aquí desde 1978, antes de que se levantasen las casas de Covibar, construidas por una cooperativa vinculada a Comisiones Obreras. Asegura tener papeles que lo demuestran. “Una vez intentaron plantarnos un muro para separarnos, incluso tapiando las puertas de las casas”. Me señala la estrecha acera que desde la Cañada se mete en suelo de Rivas. La hicieron ellos, como todo aquí: las conducciones de agua, la electrificación, las farolas que desde hace años no encienden por falta de suministro.
“¿Qué tal, Miguel? Hoy nos quedamos sin luz, ¿eh?”. Es el tema de conversación recurrente con los vecinos que nos cruzamos, ya caminando por el interior de la Cañada. Magrebíes sobre todo, alrededor de la cercana mezquita. Le saludan con complicidad, prueba de la buena convivencia que según Miguel es la norma aquí, pese a algunos desencuentros por diferencias culturales. “Hoy es un buen día, hoy recuperamos la luz”, dice otro al cruzarnos, pues la luz va o viene en el mismo día dependiendo de la zona donde vivas. Últimamente la secuencia es de un día sin luz, tres con luz. Los vecinos se han organizado para asumir rotatoriamente los cortes. Se comunican mediante un grupo de WhatsApp donde son avisados de los días que toca desenchufar y aguantar cada uno con lo que haya podido instalar en casa para suplir la falta de suministro.
En el caso de Miguel, un buen sistema de paneles solares y un generador con gasoil que le permiten cierta normalidad. Pero hay vecinos con menos recursos y que acaban recurriendo a velas y linternas cuando el mal tiempo deja fuera de juego los paneles solares. Por ejemplo, sus vecinos de al lado, con los que asegura llevarse bien. Magrebíes que habitan varios pisos pequeños y apretados en una misma parcela, subdividida por alguien que ha visto la oportunidad de negocio, reparcelando para que donde antes vivía una sola familia ahora quepa media docena. Al propio Miguel le han ofrecido comprarle una parte de su terreno, pero se niega.
El suyo es un chalet amplio y bien cuidado, con un jardín trasero cuya tapia da a Rivas, y donde Miguel Martín expande su pasión artística: numerosas esculturas hechas con todo tipo de reciclaje metálico adornan su terreno. Jubilado tras toda una vida como tapicero, ahora reparte su tiempo entre la escultura, la montaña y el activismo vecinal. Su taller está repleto de trabajos a medio terminar, grandes fotos pirenaicas y recortes de prensa con momentos importantes en la combativa historia de la Cañada. También recortes donde aparece él, pues se ha convertido en un personaje emblemático de su sector desde que levantó una gran pirámide en su jardín. Sí, una pirámide. Al entrar en la parcela el visitante recibe el impacto de encontrar una construcción egipcia en medio de la Cañada Real.
“Vinieron hasta del New York Times para verla”, dice con orgullo. Llevado por su fascinación por el antiguo Egipto levantó hace quince años esta reproducción a escala. Dice que era su manera de llamar la atención sobre lo que aquí sucede. Descendemos una escalera excavada en el suelo y accedemos al interior, decorado profusamente con motivos divinos e inscripciones jeroglíficas. Asegura que el lugar produce una energía especial. Al salir de ella miro hacia los bloques de viviendas de Covibar, al otro lado del muro. Me pregunto qué pensarán esos vecinos cuando se asomen a la ventana y vean una pirámide, qué pensarán de Miguel.
Me muestra también un Guernica en relieve, tallado en una pared, y varios moais en madera. Me regala unos fósiles para mis hijas, con la misma generosidad con que recibe a todo el mundo y comparte su memoria de tantos años en la Cañada. Lo contó en 400 días sin luz, el proyecto teatral de Vanessa Espín y Raquel Alarcón en el Centro Dramático Nacional. Grabaron ficciones sonoras basadas en vidas de habitantes de la Cañada. “A mí me interpretó Pepe Viyuela”, recuerda con orgullo. Después subieron la obra al escenario, incluso participaron algunos vecinos. “Me ofrecieron hacer de mí mismo, pero no me atreví”.
He llegado hasta Miguel Martín gracias a Carmen Soriano, de la organización Voces, que lleva años trabajando en la Cañada con proyectos sociales y culturales. Entre ellos el “Festival 16 km”, que anualmente concentra numerosas actividades durante unos pocos días: cine, teatro, talleres, paseos teatralizados, juegos… Sorprende la intensa vida cultural para ser un barrio pequeño, humilde, y ni siquiera reconocido como barrio. Además del citado festival, son frecuentes las acciones de colectivos, creadores y el propio vecindario. Siempre mezclando una dimensión social y un fondo reivindicativo (últimamente centrado, claro, en el problema de la luz). En nuestro recorrido vemos fachadas de casas y tapias pintadas de colores y escritas con versos, recuerdo del proyecto “El alma no tiene color”, del equipo Boa Mistura, años atrás. El mismo colectivo que hace dos navidades encendió miles de velas con el grito de “Nos están apagando”. No creo que haya muchos barrios que concentren tanta creatividad e imaginación colectivas, propia y visitante. Tampoco creo que haya muchos barrios que las necesiten tanto como este.
Cansadas de decir que son gente normal
Como Miguel, también Mariluz González es vecina del sector 5, y miembro de la asociación de vecinos. Acudió hace un mes a Bruselas junto a otras mujeres de la Plataforma Luz para la Cañada, para buscar ayuda de las instituciones europeas, en una creciente internacionalización del problema (recientemente consiguieron que el Consejo de Europa instase a España a presentar soluciones antes del 15 de diciembre, plazo ya cumplido sin respuesta). Mariluz me enseña en su móvil el grupo de WhatsApp que utilizan para organizarse y rotar los días problemáticos. Alguien hace mediciones, calcula la potencia, elabora una previsión, y a partir de ahí organizan los turnos, la rotación entre zonas. Todo el mundo respeta los días de caída de suministro, moderan el consumo en sus casas.
“Aquí todos nos implicamos y nos ayudamos”, cuenta Mariluz. Me habla por ejemplo de la Mari, una vecina que vive sola y con problemas de movilidad. Son los vecinos quienes se ocupan de que no le falte leña ni esté sola. “Aquí somos gente normal, con problemas muy normales, como cualquier vecindario”. Insiste Mariluz en la idea que hoy oiré muchas veces: normalidad, frente a prejuicios y estigmas. Ella es administrativa en una empresa, uno de sus hijos es peluquero y el otro estudia ingeniería. La normalidad continúa con sus vecinos más próximos: uno bombero, el otro arquitecto. “La mayoría somos gente trabajadora, queremos pagar impuestos, tener contadores de luz”.
En su insistencia hay una queja común de otras vecinas y vecinos con quienes he podido hablar, y más aún de quienes no han querido atenderme: el cansancio, el hartazgo, el sentimiento de incomprensión e injusticia. Cansancio de que la Cañada se asocie una y otra vez a los mismos lugares comunes: droga, chabolas, marginalidad. Cansancio de hablar con periodistas, de abrir sus casas y contar sus vidas, de ver equipos de televisión y corresponsales extranjeros una y otra vez como en un safari, y que nada cambie, no solo su situación, sino también su imagen y su relato: pese a contar una y mil veces que son un barrio en construcción, gente trabajadora, normalidad…, sigue pensando el estigma.
Cansancio, y también desconfianza: como me dice una vecina reticente, en conversación telefónica antes de mi visita, demasiadas veces “los periodistas vienen aquí buscando la imagen del niño con los mocos colgando en una chabola”. Sensacionalismo mediático, mezcla de paternalismo y exotismo, aliñados con una buena dosis de aporofobia. Y claro, si uno viene buscando esa imagen de miseria, la acaba encontrando, solo hay que poner el foco en la zona adecuada y cerrarlo para que no se vea nada más. Como el que viene buscando coches de lujo, el tópico del narcotraficante, alguno acabará encontrando, pues en la Cañada caben muchas Cañadas. Como en cualquier barrio. Aunque debo decir que el único coche de alta gama que vi en mi visita fue un vehículo de Uber, aparcado por la noche a la puerta de una casa. Otra señal de normalidad, imagino.
Por supuesto yo vengo con mis propios prejuicios, no les voy a engañar. No soy inmune a tantos años de crónica negra y amarillista sobre la Cañada. El repetido “supermercado de la droga” es el elefante de Lakoff: ¡no pienses en un elefante! ¡No pienses en el supermercado de la droga! Claro que lo piensas, no te lo quitas de la cabeza en toda la visita aunque lo que más veas sea precisamente esa “normalidad”. Lo difícil es no verla en la mayor parte de la Cañada: gente trabajadora, vecinos, casas que no desentonarían en cualquier pueblo, en un barrio obrero. Y tus prejuicios se ven una y otra vez sacudidos por lo que ves y oyes: estudiantes universitarios, por ejemplo. ¿Estudiantes universitarios en la Cañada? Incluso en las zonas más humildes. Trabajadores de todo tipo de sectores “normales” (ahora las comillas son pinzas para coger la dichosa palabrita), allí donde uno esperaba, no sé, chatarreros, cartoneros, braceros de cualquier actividad precaria.
“En la Cañada hay todo tipo de profesiones”, me asegura Susana Camacho, que trabajó diez años aquí con la Fundación Secretariado Gitano y hoy me facilita valiosa información y contactos, desde su cercanía y conocimiento de vecinos y entidades. Hasta en el sector 6, el más desfavorecido y estigmatizado, con mayoría de población gitana española y rumana, y población marroquí; también allí sorprende el catálogo de oficios que me enumera Susana: “Desde periodistas hasta arquitectos, informáticos, barrenderos, chatarreros, peluquería, albañilería, costura, ayuda a domicilio, dependientas, atención al público, teleoperadores, abogados, trabajadoras sociales, enfermeras… Una lista de profesiones muy potentes que no he visto en ningún reportaje.”
Susana insiste en la variedad y riqueza social de la población: “en la Cañada conviven diecisiete nacionalidades, y dos religiones con distintas ramas: la cristiana con católicos, ortodoxos y evangélicos, y la musulmana. Hay un gran potencial social que nunca se deja ver del todo porque lo aplasta lo negativo, estigmatizado y prejuicioso. Normal que tanta gente esté cansada, quemada, desconfiada. Hay que seguir trabajando para dar esa visión real”.
Abandonados en el sector 6
Seguimos camino hacia el sur, buscando el último tramo de la Cañada, el más extenso y poblado. El más estigmatizado también. La ruta se interrumpe antes de llegar al sector 6, debemos tomar un desvío para esquivar el nudo de la A3 y la M50, que aíslan esta zona de los sectores anteriores y complican el acceso de sus habitantes. Tomamos una carretera paralela, dejando a un lado la parroquia de Santo Domingo de la Calzada, fundamental en su labor de ayuda, y situada en la zona donde se concentra la venta y consumo de droga. No queremos detenernos ahí, no hoy. No es lo que buscamos, no queremos contribuir a la sinécdoque injusta, la parte por el todo, el problema de la droga por la Cañada entera. Bastante difícil es no pensar en el elefante, no hay necesidad de pasearlo.
Avanzamos en caravana precedidos y seguidos por numerosos camiones de tipo volquete, todos identificados con la pegatina de Amaexco, la asociación empresarial de la que nos habló Javier Rubio. Pareciera que hemos llegado en hora punta, por el espeso tráfico de camiones cargados de vertidos, pero no: el tránsito es diario y a cualquier hora, cientos de camiones entran en este sector, arrojando escombros y restos sin control en el último segmento de la Cañada. Un vertedero ilegal pero consentido, denunciado por vecinos y asociaciones sin que nadie tome medidas.
En seguida volvemos a incorporarnos al interior de la Cañada, a mitad del sector 6. El aire aquí se enrarece por la proximidad del vertedero de Valdemingómez, la gran y polémica incineradora de basuras de Madrid. El olor, que supongo se mezcla con el del gasoil de los generadores eléctricos, junto a la visión de los camiones de escombros, los cerros artificiales, el precario skyline de casas con chapa, tejados de uralita y paredes de ladrillo sin enfoscar, el camino asfaltado pero lleno de baches, los charcos de las últimas lluvias, las casas derruidas, la acumulación de escombros y basuras en algunos puntos, el humo de las chimeneas, estufas y hogueras con que los vecinos suplen la falta de calefacción, y la luz declinante del final de la tarde, contribuyen a una postal desoladora.
Todos mis prejuicios se activan, no soy diferente a otros visitantes, y así me siento a mi pesar: un visitante. Alguien que llega, mira, pregunta y se va, quizás no vuelva más. Un espectador. Un turista. Mi cerebro rescata imágenes de otro tiempo, también de otros lugares. Recuerdos de otras periferias maltratadas en mi infancia. Fotografías remotas, de campamentos de refugiados, desplazados por alguna guerra, que con el tiempo se cronifican y convierten en auténticas ciudades sin perder la provisionalidad de origen. La comparación la hizo el relator de Naciones Unidas para la Pobreza, Philip Alston, cuando visitó en 2020 varias zonas de España, entre ellas la Cañada. Dijo que había encontrado gente viviendo en peores condiciones que en un campo de refugiados, gente “abandonada” por los gobiernos y la sociedad. Y eso que conoció la Cañada todavía con suministro eléctrico, antes del apagón.
Pero no, estamos aquí y ahora, en la España de 2022. Y el problema de infravivienda, más evidente en el sector 6, no es algo exclusivo de la Cañada. Me lo recuerdan desde la Fundación Secretariado Gitano, una de las entidades presentes. Llevan años trabajando aquí con la población gitana, española y rumana, sobre todo en su integración laboral. Pero sus esfuerzos están ahora centrados en una ambiciosa campaña por la erradicación total del chabolismo, no en la Cañada sino en toda España. Sí, han leído bien: chabolismo. No estamos en una película ambientada en los ochenta. Aquí y ahora. Han documentado la existencia de miles de chabolas por toda España, ignoradas por las administraciones, rompiendo el espejismo próspero de quienes creíamos que el chabolismo era algo de nuestra infancia, ya superado.
Tampoco piensen que en esta parte de la Cañada sus 3.000 habitantes viven todos en chabolas. Saquen ese otro elefante de la habitación. En el sector 6, que en efecto es el más vulnerable, hay chabolas de madera y chapa, sí, pero también casas de obra, algunas muy precarias y considerables como infraviviendas, pero otras no. Las hay rodeadas por altas tapias, cerradas con portones. Las hay con dos plantas, bien cuidadas. Muchas de ellas no desentonarían en otras zonas de Madrid, no convocarían nuestros prejuicios, pero aquí no podemos verlas sin el entorno, que en efecto transmite abandono. No el de sus habitantes sino el de las administraciones que llevan al menos tres décadas marginándolos y criminalizándolos.
Encuentro en la hemeroteca de El País cómo en 1994 el ayuntamiento de Madrid forzó que se instalasen aquí varias decenas de familias gitanas, desalojadas de un asentamiento chabolista en San Blas. Los trajeron aquí, junto a la ya existente incineradora de basura, desconectados de la ciudad, sin accesos ni servicios, abandonados a su suerte. Desde entonces la zona, que ya tenía algunos habitantes previos, siguió atrayendo a los muchos expulsados por el precio de la vivienda, las sucesivas crisis, la falta de recursos, la necesidad de estar cerca de Madrid para encontrar trabajo. Muchos llegaron en los años del boom de la construcción, son quienes levantaron nuestras casas, hospitales e infraestructuras que disfrutamos. Y aquí siguen, organizados, resistentes, resolviendo todo lo que ninguna administración les resuelve. Incluida la falta de suministro eléctrico desde hace dos años y tres meses. Repito: tres mil personas, casi la mitad de ellas menores de edad, viviendo más de dos años sin suministro eléctrico. En su tercer invierno ya.
Una carrera de obstáculos para seguir estudiando
Abandonados por las administraciones, pero no por las numerosas entidades sociales aquí presentes. Además de la parroquia, la mezquita y la Fundación Secretariado Gitano, están también Cruz Roja, Cáritas o El Fanal, además de las propias asociaciones vecinales. Si antes hablaba de la concentración de actividad cultural en tan pocos kilómetros, lo mismo podemos decir de la concentración de entidades y trabajadoras sociales, lo que da la medida de la vulnerabilidad de su población. Igualmente, son muchos los colectivos y activistas que, sin estar presentes, acuden a menudo y desarrollan todo tipo de proyectos para aliviar el maltrato institucional. Esa solidaridad es parte también de la explicación, para entender cómo resisten sus vecinos, por qué no se van pese a que les hacen la vida imposible, pese a que sufren todo tipo de presiones, pese a que no tienen luz.
Entre las distintas entidades que trabajan en la Cañada, elegimos visitar la asociación El Fanal, pues trabaja con la población más joven. Tienen su espacio en una antigua fábrica de muebles, a la que se llega por un camino destrozado de baches. Adelantamos a muchos niños y adolescentes que los autobuses de ruta escolar acaban de dejar a mitad del sector. Vienen de colegios e institutos de barrios próximos, y muchos acuden a El Fanal nada más bajar del autocar. Aquí cuentan con apoyo educativo, pero también oportunidades de ocio, una pista deportiva, un lugar de encuentro, y algo esencial en estos años: electricidad, una oportunidad de cargar el móvil, conectarse a la wifi, pero también poder estudiar, con luz y ayuda, usar un ordenador para hacer tareas que lo exigen.
Desde la vieja fábrica de muebles, en una zona más elevada, se ve la línea de casas, algunas luces ya encendidas gracias a paneles solares o generadores. Se está haciendo de noche, me doy cuenta de que hemos elegido venir en el día más corto del año, el solsticio de invierno. Pienso que a partir de mañana los días serán poco a poco cada vez más largos. Me dan ganas de decírselo a los chavales que llegan bromeando entre ellos, en nada diferentes a cualquier grupo de adolescentes en mi barrio; pero como buenos adolescentes se burlarían de mí, el visitante, el turista que viene haciendo preguntas y que ha pensado ofrecerles esa ridícula esperanza de unos pocos minutos más de luz al día.
A la entrada de El Fanal, un gran mural fusiona el perfil madrileño con el de una ciudad de inspiración marroquí. Nos reciben Irene Pérez y Paola Calvete, trabajadoras sociales, generosas y entusiastas. En el interior, distintas habitaciones a modo de aulas, con mesas escolares donde se van repartiendo los estudiantes recién llegados. Allí encuentran la ayuda de Irene y Paola, pero también de otros jóvenes, como Omar, que hasta hace dos días era uno más de los adolescentes que acudía para estudiar, o en vacaciones a las colonias que también organizan, y que ahora, mayor de edad y siguiendo estudios superiores, viene a echar una mano.
He dicho antes que aquí hay luz, sí, pero sufren el mismo apagón del sector. Tienen luz gracias a un generador, aunque el alto precio del combustible restringe su uso. Se nota en la nueva biblioteca, alegre y decorada con gusto e imaginación, pero donde no puedes quitarte el abrigo pese a no ser hoy un día especialmente frío. “No podemos calentar todo el edificio”, confirma Irene, que también cuenta cómo han tenido que cambiar sus actividades educativas y de ocio, dando prioridad a aquellas que no impliquen electricidad. Sin luz, con todo tipo de obstáculos, hacen un enorme esfuerzo por mantener abierto y acogedor un espacio donde los chavales puedan estudiar, pero que también sea un espacio de socialización.
Parte de su labor tiene que ver con los más mayores, una vez cumplida la edad en que deja de ser obligatoria la educación. Para los menores ya había rutas escolares, pero quien quisiera continuar estudios universitarios o formación profesional tenía que buscarse la vida, sin transporte público, sin accesos fáciles, lejos de todo. “La administración promueve el acceso escolar, subvenciona las rutas de transporte, pero después de los dieciséis años los abandona. Fueron los propios chavales quienes hace unos años llevaron al pleno municipal, mediante los foros locales participativos, la propuesta de autobuses lanzadera”. Ahora cuentan con un autobús que los transporta hasta la estación de metro más próxima, en Vallecas.
De las dificultades para seguir estudiando en un lugar como la Cañada sabe bien Khadija Ajahiou, de 19 años. Estudiante de odontología, pasó su niñez y adolescencia en estas mismas instalaciones, y ahora se encarga por las tardes del préstamo en la biblioteca. Se muestra orgullosa de seguir estudiando, ella y otros jóvenes del barrio, y se lamenta por quienes no lo consiguieron. Lo que para tantos adolescentes de España es un camino más o menos fácil, solo impedido o desviado por problemas académicos, familiares o personales, aquí es una auténtica carrera de obstáculos, una sucesión de pruebas que algunos logran superar pese a tener todo en contra. Incluida la falta de luz, claro.
“No puedes hacer como cualquier estudiante: levantarte, ducharte, ir a clase, volver y estudiar en casa. Ahora con los paneles solares estamos un poco mejor, pero ofrecen poca potencia, unas horas al día, y hay semanas en que el mal tiempo lo impide. Seguimos calentando el agua en ollas para lavarnos. Mi madre hace la colada a mano, y para conectar un electrodoméstico hay que desenchufar otro. Si enciendes la lavadora, apagas la nevera. Y hay quien no tiene paneles y usa velas por la noche. Imagínate estudiar con una vela o la linterna del móvil, y eso solo si te queda batería. Cuando estaba preparando la EBAU no podía conectarme desde casa, siendo online muchas de las clases y tareas desde la pandemia.”
Pero no solo son obstáculos materiales: “Antes la mayoría dejaba los estudios después de la ESO, porque no nos entraba en la cabeza otra posibilidad. Ser médico, dentista o profesor no era para nosotros, no teníamos aspiración ninguna, nos conformábamos con cualquier cosa”, dije Khadija. “En mi primer año de estudios me preguntaban de dónde era y me daba vergüenza decirlo. Nos hemos sentido siempre inferiores, desde pequeños nos comparábamos con otros niños que conocíamos en el colegio y queríamos ser como ellos. Hasta los dieciocho tus únicos amigos son de aquí, del barrio; fuera solo tienes compañeros de clase. Ahora que conozco a más gente de mi edad, los oigo quejarse de sus problemas y pienso: ay, si yo me quejara por eso…”
En su caso, una situación familiar complicada, con su padre sin trabajar por enfermedad, y siendo mujer, “que en la Cañada es más difícil todavía”. Se confiesa feliz aquí, querría quedarse, es su lugar; pero como otros jóvenes de su edad no puede evitar soñar con salir fuera, tener una vida normal: “Tener luz, eso ya es una vida normal. Poder salir y llegar tarde a casa. Anímicamente dependemos del sol: en verano todo era más fácil, pero con la vuelta del invierno recordamos de pronto los inviernos pasados, y estamos cansados no, lo siguiente”. Cuenta que estuvo trabajando en atención al cliente en McDonald’s, y prefería trabajar más horas, el día entero, con tal de no volver a casa y encontrarse sin luz.
Es el coste emocional de vivir en la Cañada, apunta Irene: “Cuando la gente de fuera dice que aquí lo tienen todo regalado, que no pagan casa, luz, agua…, yo les diría: vente tú a vivir aquí, ya verás. Hay que pagar un alto coste emocional por vivir lejos de todo, sin transporte, sin servicios básicos, sin parques, sin tiendas.” Además, aquí están a merced de todo, cualquier problema común a la sociedad se agranda por la vulnerabilidad. La pandemia, el temporal Filomena, las últimas lluvias. “Pasó con la crisis de 2008, que golpeó con mucha dureza a estas gentes”.
Su compañera Paola insiste en el desconocimiento: “Yo invito a la gente que no conoce esto y tiene prejuicios a que pasen aquí dos, tres días. Que sientan el frío, que pasen la navidad, a ver qué tal”. Lamenta el daño especialmente para los menores, recuerda casos de niños que, escolarizados en centros de Madrid, no son invitados a los cumpleaños de sus compañeros por ser de la Cañada. Pero al mismo tiempo asegura que, entre tantos problemas, el barrio levanta una enorme energía, coraje, valentía.
Khadija secunda ese mensaje positivo. Mide bien sus palabras, habla con cierto recelo, porque teme que luego se malinterpreten, se manipulen incluso. “Con todo esto que cuento no quiero dar pena. No queremos dar pena, al contrario: queremos que la gente vea cómo somos capaces. Que no sientan lástima por nosotros, que nos apoyen en nuestra lucha diaria por salir adelante, no queremos ser dependientes. Queremos una vida normal, que no nos cueste tanto lo que para cualquiera suele ser fácil, lo más cotidiano.”
Farolillos contra el apagón
Salimos de El Fanal ya casi de noche. Remontamos la Cañada de vuelta hacia el norte. A esta hora se entiende mejor el anhelo de normalidad. La noche cae sobre el barrio como caía hace siglo y medio sobre la humanidad, antes de la existencia de alumbrado público, cuando la vida se regía por la salida y la puesta del sol. Por la calle avanza la gente a oscuras, descubiertos por los faros de los vehículos que se cruzan, y los cráteres invisibles del asfalto hacen saltar el coche. De las casas sale la luz floja que dejan las baterías y generadores.
Regresamos al sector 5, al centro sociocomunitario. Una construcción levantada hace unos años por los propios vecinos, a partir de un proyecto participativo impulsado por el arquitecto Santiago Cirugeda. Ya es de noche, pero el centro tiene autonomía gracias de nuevo a paneles solares y generadores. Solo hay luz en los interiores, pero en la penumbra se aprecian los módulos de madera y la estructura de tipo mecano, con varios espacios para reuniones y actividades.
La que nos trae esta noche es una convivencia entre vecinos de la cañada y del entorno de Rivas. Frente a la mala relación que algunos relatan, esta vez son las familias del colegio Hipatia, un centro laico concertado, vinculado a la Fundación FUHEM, las que han organizado con la asociación Amal un “Bicibús de invierno” para “unir barrios y compartir luz”. Varias decenas de alumnos y familias han venido en bici desde el colegio hasta la Cañada, y aquí participan en un taller de farolillos. De nuevo la actividad cultural vinculada a la reivindicación, otra vez la denuncia de la falta de luz.
Por el patio la gente se reconoce medio a oscuras. En una de las salas iluminadas, numerosos niños escuchan un cuentacuentos. Algunos encienden farolillos en el exterior, mientras en otra sala hay bizcochos y magdalenas hechas por las mujeres de Amal, y una mesa llena de juguetes para repartir. Allí encuentro a Rahma Hitach, vecina del sector 5 y presidenta de Amal, la Asociación de Mujeres Árabes Luchadoras. Llegó aquí en 2006 y, tras colaborar un tiempo con Cruz Roja, Rahma fundó Amal junto a otras vecinas hace seis años. Todas mujeres, pues buscaban un espacio al margen del que ya tenían los hombres en la mezquita. “Queríamos participar, tener información, saber lo que pasa aquí”. La falta de luz condiciona también sus actividades, aunque cuentan con espacio en la cercana Casa de Asociaciones de Rivas. Pero tuvieron que suspender el taller de bordado, que se había convertido en terapia y espacio de encuentro para las mujeres. Mantienen clases de español, gimnasia, y recursos para niños y adolescentes, apoyo escolar, guardería. Coincide con otra mujer de Amal, Fátima, en que la falta de luz lo hace todo difícil y están cada vez más cansadas y desanimadas.
“Cansadas, sí, pero no nos rendimos”, asegura cerca de ellas Houda Akrikez, una de las líderes vecinales más conocidas, presidenta de la asociación Tabadol, formada por mujeres marroquíes del sector 6. “En otros barrios estaríamos más decaídos, pero aquí hemos luchado siempre. No tener luz nos ha enseñado. Como cuando no eres madre o padre, y tienes un bebé y entonces el bebé te enseña. La falta de luz nos ha enseñado a organizarnos, tejer redes, resistir.”
Pese a su ánimo, ella misma reconoce sus momentos bajos. Acaba de pasar una fuerte gripe, complicada por la situación en su casa, madre soltera. En invierno hay semanas en que no se ve el sol durante varios días, y no funcionan los paneles. “El otro día estaba con fiebre, la casa congelada, mis hijas se metieron en la ducha y se quedaron sin agua caliente, tuve que salir de noche a buscar una bombona. Tienen que estudiar o leer con la linterna del móvil, o con velas. La nevera huele mal, tiramos comida, solo puedes comprar lo que vayas a consumir en el día. Es una vergüenza que España esté violando así un derecho humano fundamental.”
Insiste Houda en la misma idea que tantos vecinos: “Somos un barrio en construcción. Queremos ser un barrio más de Madrid. Ser reconocidos como ciudadanos. Algo tan elemental como tener contratos para poder pagar nuestro suministro eléctrico, como cualquiera.” Me cuenta próximos proyectos, un parque infantil en su sector, pero como todo aquí, también será un parque reivindicativo, con el que seguir denunciando y reclamando. “Queremos levantar nuestro barrio. Queremos enseñar al mundo que Cañada Real es un barrio. Y nos quieren apagar.”
Al salir del centro sociocomunitario ya es noche cerrada. En ambas direcciones la Cañada es una carretera oscura, se adivinan las fachadas y tapias, hasta que algún coche cruza e ilumina brevemente. Las familias de Rivas se despiden, vuelven a casa en sus bicicletas, vemos perderse sus pilotos rojos traseros. Las mujeres de la Cañada terminan de recoger, van saliendo y despidiéndose. Un grupo se aleja y en seguida se desdibuja, con la sola luz de una diadema luminosa, navideña, que lleva una niña sobre la cabeza. Pero no tenemos ya ánimo para metáforas fáciles.