Desproteger al lobo no beneficia a nadie

Miguel Clavero

Científico titular CSIC, Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC) —

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La convivencia entre seres humanos y grandes depredadores nunca ha sido una cosa sencilla y, en general, las dificultades tienden a resolverse a costa de las poblaciones de los segundos. Como resultado, los grandes depredadores son unos de los grupos animales que más han visto mermadas sus áreas de distribución, acercándose a menudo a la extinción.

El lobo (Canis lupus) es un claro ejemplo de lo que le pasa a las especies que percibimos como negativas. Su distribución actual en todo el mundo abarca apenas un 50 % de la que tuvo pocos siglos atrás. La especie ha desaparecido de la mayor parte de Europa, América del Norte y de las zonas más pobladas de Asia.

En España, el lobo está incluido en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial (LESPRE), pero este 23 de abril se debate en el parlamento una proposición de ley, presentada por el Grupo Parlamentario Popular, que pretende rebajar el régimen de protección de las poblaciones al norte del Duero, incluyendo su gestión a través de la caza.

Camino a la extinción

En España hubo lobos por todas partes. Sin embargo, hace ya siglos la presión humana desterró a la especie de las tierras más productivas, relegándola a terrenos abruptos. En el siglo XIX el lobo se había hecho raro en la fachada mediterránea y faltaba en las zonas más pobladas.

El declive de la especie se acentuó en el siglo XX, con la difusión de la estricnina y otros venenos. Aun así, un artículo publicado en la revista Montes en 1947 consideraba que 18 provincias españolas estaban “fuertemente infectadas” por lobo, y animaba a la aniquilación de la especie, repitiendo los (supuestos) éxitos de Reino Unido o Estados Unidos.

En esa misma revista, y apenas un cuarto de siglo más tarde, otro artículo mostraba el derrumbe del lobo en España, apuntando que “estamos capacitados para exterminar el lobo en pocos años”. La distribución de la especie llegó a su mínimo a lo largo de la década de los años 1970.

El declive del lobo en la península ibérica no se agravó más debido a cambios en la percepción de la especie –en particular, gracias a Félix Rodríguez de la Fuente– y en los usos del territorio (despoblación), pero probablemente no por el amparo de la protección legal.

La protección del lobo

Desde sus mínimos históricos, el lobo ha recuperado territorio, aunque ha quedado en gran medida confinado al noroeste de la península, ocupando menos del 30 % del área que tuvo en el siglo XIX.

En las últimas décadas tanto el número estimado de individuos o grupos como la distribución geográfica de la especie ha permanecido prácticamente estable, en ambos casos con un crecimiento poco mayor de cero. Además, en este periodo tuvo lugar la extinción de la última población sureña de la especie, en Sierra Morena oriental.

La protección llegó a través de la Directiva Hábitats de la Unión Europea de 1992, traspuesta a la legislación española en 1995, que diferenció la gestión de la especie al norte y al sur del río Duero, con un régimen de protección más estricto en el segundo caso. Esta diferenciación geográfica únicamente es útil en el noroccidente ibérico, y es un lastre que arrastró la gestión de la especie hasta 2021.

En ese año, el lobo se incluyó en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial, con lo que se igualó la protección del lobo en todo el estado, se prohibió su caza y se dio un carácter excepcional a las medidas de control de la especie.

Pugnas por un cambio legislativo

En los últimos años ha habido importantes movimientos políticos para promover la relajación en las medidas de protección del lobo. La Comisión Europea (CE) espoleó este debate proclamando que la (supuesta) concentración de grupos de lobos supone un peligro para el ganado y las personas. Curiosamente, la Comisión copió las palabras usadas por su presidenta, Úrsula von der Lyen, después de que unos lobos matasen a uno de sus ponis.

En contra de la opinión generalizada en el ámbito científico, en diciembre de 2023, la CE propuso oficialmente cambiar el estatus internacional de los lobos de “estrictamente protegido” a “protegido”.

En España la discusión ha sido particularmente agria y ha pivotado sobre la inclusión del lobo en el LESPRE, que se relaciona con la expansión del lobo, aumento de su población e incrementos de los ataques a ganados. Parece inverosímil que esto haya ocurrido desde 2021. La relajación de la protección prevista en la nueva proposición de ley se impulsa en aras de “la (defensa de la) ganadería extensiva y la lucha contra el reto demográfico”. Pero el lobo poco tiene que ver con todo ello.

Lo que se discute el 23 de abril no tratará del lobo, ni de su conservación ni la de la ganadería extensiva. Tampoco de la despoblación. Se apelará a sentimientos y se exhibirán símbolos. Y el lobo es el símbolo más poderoso.

La ganadería se ahoga, pero no por el lobo

La ganadería extensiva tiene problemas muy importantes que dificultan su viabilidad en muchos territorios, tanto en los que tienen lobos como en aquellos en los que la especie hace décadas que no existe.

El más importante de todos ellos es la competición desigual con la ganadería industrial, que tumba los precios, promueve cambios en los hábitos de consumo e imposibilita a las gentes del extensivo vivir de su actividad. La estructura normativa es tremendamente favorable a la producción industrial, por no diferenciarla de la extensiva, evitando una comercialización favorable de esta.

La ganadería industrial obtiene esta ventaja insalvable a costa de perjudicar el bien común en muchos aspectos (uso de energía, contaminación) y de un coste enorme en términos de bienestar animal. Los bajísimos precios con los que coloca sus productos en el mercado los pagamos todas y todos en forma de insostenibilidad, pérdida de servicios ambientales y salud. Y a costa de la ganadería extensiva.

En este contexto, la insistencia mediática sobre ataques al ganado, su supuesto aumento y su incompatibilidad con la ganadería señala al lobo, como si de un viejo cuento se tratara, como el malvado ideal.

Sin embargo, los daños generados por el lobo son en gran parte evitables con medidas de prevención y, en general, compensables. Y digo en general porque es muy difícil tener acceso a los datos reales de daños denunciados, evaluados y pagados. En realidad, todas las explotaciones ganaderas extensivas, convivan o no con lobos, pierden individuos por depredación, a menudo por parte de perros que vagan descontrolados.

La proposición de ley pretende permitir el sacrificio de lobos como medida de gestión al norte del Duero. Pero ese supuesto control de las poblaciones no está claro que suponga menores daños al ganado y atenúe el conflicto asociado. De hecho, el efecto podría ser el contrario, por la desestabilización de los grupos de lobos.

Hacia la recuperación de las poblaciones

Nuestros sistemas naturales están faltos de un elemento clave si no tienen lobos. El lobo es fundamental en el funcionamiento de los ecosistemas, al controlar las poblaciones de herbívoros y su actividad, dando lugar a lo que se conoce como paisajes del miedo. Estos efectos generan otros en cadena, que afectan a la vegetación, la incidencia de enfermedades y la provisión de alimento para otras especies.

Nuestro objetivo debe ser que el lobo recupere el máximo posible de su área de distribución histórica y que tenga poblaciones sanas y viables en los territorios ya ocupados. Para ello es imprescindible que el lobo no sea el símbolo de una guerra cultural que apela principalmente a sentimientos y aparca hechos, problemas y soluciones.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.