La medicina dista de ser una ciencia exacta, aunque se investigue cada día para reducir la incertidumbre que la acompaña. Cada acto médico o campaña sanitaria realizados con el objetivo de conseguir un beneficio para la salud individual o colectiva van unidos irremediablemente a un potencial riesgo que no podemos, en la mayoría de los casos, predecir de antemano en cada persona. Qué limites estamos dispuestos a imponer a este riesgo es una decisión que no solo depende de múltiples factores y circunstancias objetivos, sino también de cómo percibimos dicho riesgo y de si decidimos tolerarlo porque consideramos que los beneficios al otro lado de la balanza lo compensan.
Dado que las líneas rojas que se marcan al riesgo dependen tanto de criterios objetivos –sanitarios o no– como subjetivos, no es precisamente extraño que las autoridades políticas o sanitarias de cada país o región tomen decisiones diferentes entre sí, especialmente cuando la incertidumbre sobre un aspecto sanitario es notable. Lo vemos en ámbitos tan variados como la aprobación de medicamentos (el famoso Nolotil, tan consumido en España, está prohibido en decenas de países), la aprobación de aditivos alimentarios (la sacarina estuvo prohibida en Estados Unidos hasta 2010) o la aplicación de medidas para limitar la contaminación del aire (donde la India destaca por ser uno de los países más permisivos con las partículas contaminantes ambientales).
Recientemente, hemos vuelto a ver cómo, ante una misma incertidumbre en torno a los riesgos de un tratamiento, las autoridades sanitarias han reaccionado de formas muy distintas. El pasado abril, la Agencia Europea del Medicamento (EMA) anunció que se habían detectado casos muy raros de trombos con niveles bajos de plaquetas en sangre en algunas personas que habían recibido la vacuna de AstraZeneca. La EMA, tras considerar la baja frecuencia de este grave efecto adverso y reconocer que no tenía suficientes datos como para saber si existía algún colectivo (por edad o sexo) con mayor riesgo de sufrirlo, recomendó a los países de la UE continuar con la vacunación porque los beneficios superaban ampliamente a los riesgos. No obstante, explicaba que cada nación podía decidir qué hacer según su criterio y circunstancias.
A pesar de las recomendaciones de la EMA, Europa sufrió en marzo-abril un irracional efecto dominó, puesto en marcha por Dinamarca y espoleado por la incertidumbre y el miedo. Cuando este país nórdico anunció que suspendía la vacunación, múltiples países (incluyendo España) se fueron sumando a esta decisión, independientemente de sus circunstancias epidemiológicas.
¿Tenían las mismas justificaciones Dinamarca y el resto de países europeos para suspender la vacuna de AstraZeneca? Desde luego que no. Dinamarca se podía permitir dejar de usar definitivamente esta vacuna porque tenía la epidemia bajo control, había inmunizado ya a gran parte de sus ancianos y tenía otras vacunas disponibles. No era el caso de la mayoría de países europeos con mucha población anciana aún sin vacunar, niveles altos de contagios y limitación de vacunas. Mientras algunos países han decidido razonablemente sus estrategias de vacunación guiándose por su contexto particular, otros lo han hecho mirando más a los vecinos o por cuestiones que no son sanitarias, en lugar de guiarse por un estudio sosegado y objetivo de sus propias circunstancias y del balance riesgo/beneficio.
Estas últimas semanas, el debate sobre si aplicar la segunda dosis de AstraZeneca a las personas de menos de 60 años que ya habían recibido esta vacuna ha vuelto a poner de manifiesto las dispares decisiones de diferentes gobiernos, ya sean nacionales o autonómicos. Así, naciones con contextos similares, como por ejemplo Francia o Italia, han tomado medidas opuestas: Mientras Italia recomendaba a su población completar la vacunación con una segunda dosis de Astrazeneca, Francia aconsejaba la administración de Pfizer para la segunda dosis.
No hace falta siquiera salir de nuestras fronteras para ver posturas diferentes entre autoridades políticas y sanitarias, lo estamos viendo en nuestro propio país. La mayoría de comunidades autónomas y el Ministerio de Sanidad han respaldado la decisión de administrar Pfizer como segunda dosis, mientras que comunidades autónomas como Madrid, Galicia, Murcia o Andalucía defendían aplicar la segunda dosis de AstraZeneca. Que las comunidades autónomas que han rechazado la propuesta del Ministerio de Sanidad sean de una determinada ideología política no es casualidad y es un factor, más allá del sanitario, que ha influido en sus decisiones.
El caso de Pfizer/AstraZeneca como segunda dosis
Resulta difícil que la población entienda las razones para decidir las estrategias de vacunación cuando las decisiones son tan variables según el país o región y estas pueden depender, o no, del contexto. Aún más difícil resulta que los ciudadanos lo comprendan si las motivaciones no se explican. Aunque las explicaciones podrían ser contraproducentes cuando realmente no hay una justificación coherente detrás (razón por la que quizás no se dan).
Como otras tantas decisiones sanitarias, el manejo de la incertidumbre y el riesgo varía dependiendo de muchos factores, válidos o no. En esta situación podría ser más útil explicar cuáles son las incertidumbres y las certezas para que la población sepa mejor que, con cualquiera de las posturas al respecto, el riesgo sanitario es mínimo. Sin embargo, la incertidumbre que elige cada gobierno es diferente. Hay gobiernos que prefieren evitar la incertidumbre de los raros casos de trombos por la segunda dosis de AstraZeneca, asumiendo paradójicamente la incertidumbre que supone combinar vacunas diferentes (AstraZeneca y Pfizer), cuyos efectos adversos raros y su eficacia contra la COVID-19 desconocemos por ahora debido a los limitados estudios. ¿Es una decisión racional?
Si tenemos en cuenta que el factor clave es que las personas que han recibido la primera dosis de AstraZeneca sin problemas no tienen un mayor riesgo que la población general de sufrir los citados trombos al recibir la segunda dosis, parece claro cuál es la postura más racional al respecto, desde un punto de vista sanitario. No es necesario añadir más incertidumbre a los programas de vacunación, por un raro efecto adverso sobredimensionado y malinterpretado. En otras palabras, más vale el efecto adverso raro conocido, que aquel que aún está por conocer. No es, por tanto, una sorpresa que las Agencias del Medicamento, la Organización Mundial de la Salud y las sociedades científicas coincidan en recomendar la segunda dosis de AstraZeneca al margen de las disparidades de posturas de los gobiernos, que pueden moverse por factores más allá de los sanitarios y de lo razonable.