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El estudio más controvertido sobre la COVID persistente sugiere que los síntomas pueden estar solo en tu cabeza

Sergio Ferrer

24 de noviembre de 2021 22:31 h

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Las personas que creen haber tenido COVID-19 ¿son más propensas a padecer síntomas persistentes, aunque en realidad no hayan estado infectadas? Es la provocadora pregunta que intentaba responder un estudio publicado este mes en la revista JAMA Internal Medicine cuyas conclusiones han generado gran controversia debido a las enormes limitaciones del trabajo y sus posibles malinterpretaciones.

Los investigadores analizaron una cohorte de más de 26.000 personas en Francia, a las que realizaron una prueba de anticuerpos previa a la campaña de vacunación, entre mayo y noviembre de 2020, para ver si habían pasado la infección. Más tarde se les preguntó si creían que habían tenido COVID-19 en los últimos seis meses y si habían padecido síntomas que hubieran durado más de ocho semanas.

Los resultados mostraron una asociación entre pensar que se había tenido COVID-19 y padecer síntomas persistentes, pero no entre dicha creencia y los resultados de la prueba. Los autores no llegan a sugerir que la COVID persistente sea un fenómeno psicosomático, pero sí que puede haber otros mecanismos en juego. Por eso, piden cautela a la hora de tratar a estos pacientes.

“Los médicos deberían tener cuidado antes de atribuir síntomas a la COVID persistente y los investigadores deberían considerar mecanismos que no sean específicos del SARS-CoV-2”, explica a elDiario.es el investigador de la Universidad de París (Francia) y coautor del estudio Cédric Lemogne.

El investigador aclara que sus resultados “no aportan evidencias” de que los síntomas de la COVID persistente “sean debidos a mecanismos cognitivos y conductuales”, pero que “son consistentes con esta hipótesis”. Sin embargo, es fácil extraer del estudio la conclusión de que todo está en la cabeza de estos pacientes.

“¿Es la COVID persistente real siquiera?”, se preguntaba el investigador de la Escuela de Medicina Yale F. Perry Wilson en un comentario publicado en Medscape. Su respuesta, y la de la mayoría de la comunidad académica, es un rotundo “sí”.

Un estudio problemático

El estudio publicado en JAMA Internal Medicine ha sido considerado problemático por muchos motivos. El catedrático emérito de Estadística Aplicada de la Universidad Abierta de Reino Unido Kevin McConway señalaba en declaraciones al Science Media Centre que el estudio no permite averiguar qué fue antes, si el huevo o la gallina.

“No hay forma de saber si la gente que creía que había tenido COVID-19 lo pensaba porque había tenido síntomas duraderos –y los síntomas provocaron la creencia– o si la gente que pensaba que había padecido COVID-19 previamente era más propensa a reportar síntomas persistentes –y la creencia provocó los síntomas–”, explicaba McConway. “O, más probablemente, una mezcla de ambas posibilidades”.

“Si la creencia impulsa los síntomas de la COVID persistente, confirmarla [mediante los resultados de una prueba de anticuerpos] aumentaría las probabilidades de sufrir estos síntomas”, sugería el investigador de la Universidad de Kent (Reino Unido) Jeremy Rossman.

Otros investigadores critican que los participantes recibieran el resultado de la prueba de anticuerpos antes de responder al cuestionario. Irónicamente, el 58% de quienes recibieron un test positivo dijeron, a pesar de eso, que no creían que habían sido infectados. Esto plantea la duda de si entendieron los resultados o no confiaron en ellos, pero también abre la puerta a una de las mayores críticas al trabajo.

En realidad, el estudio mostró que creer que se ha tenido COVID-19 es un mejor predictor de los síntomas de COVID persistente que tener una infección confirmada... por una prueba de anticuerpos.

Creencias versus anticuerpos

La sensibilidad del test serológico utilizado a la hora de detectar anticuerpos era de un 87%, y su especificidad para no dar falsos positivos, del 97,5%. Según calcula Wilson, esto quiere decir que “más de la mitad de los positivos son falsos”, lo cual “diluye sustancialmente” la posibilidad de asociar el resultado de la prueba con la COVID persistente. En otras palabras, podría decirse que la conclusión del estudio es que las creencias personales son un mejor predictor que la propia prueba de anticuerpo.

Es probable que la COVID persistente tenga más de una causa. Para muchos será el propio SARS-CoV-2. Para otros, los síntomas serán un resultado del trauma de la pandemia, solo o en combinación con otras enfermedades que habrán pasado sin diagnosticar

Lemogne es consciente de estas limitaciones y advierte de ellas, pero defiende que la serología “es una herramienta poderosa” a nivel poblacional. “Es digno de mención que, en aquellos que creían haber tenido COVID-19, reemplazar los resultados de las pruebas de anticuerpos por un diagnóstico [confirmado previamente] por otro test o por un médico dio resultados similares”.

También asegura que tuvieron en cuenta la hipótesis de que una respuesta débil por parte de los anticuerpos contra el SARS-CoV-2 es precisamente un factor de riesgo para la COVID persistente. “De ser así habríamos visto una interacción negativa que sugiriera que una creencia positiva estaba más asociada con síntomas persistentes en aquellos con una serología negativa que en quienes mostraron una prueba positiva, pero no es el caso”.

La ciencia de la COVID persistente tiene un problema

A pesar de estas y otras limitaciones, hay investigadores que piensan que el estudio tiene algo que aportar. “Es probable que la COVID persistente tenga más de una causa”, escribía el urgenciólogo y divulgador Jeremy Faust. “Para muchos, la causa será el propio SARS-CoV-2. Para otros, los síntomas serán un resultado del trauma de la pandemia, solo o en combinación con otras enfermedades que habrán pasado sin diagnosticar durante la pandemia”.

Esta es una alarmante posibilidad que los autores del estudio de JAMA Internal Medicine plantean: “Los resultados sugieren que los síntomas persistentes no deberían ser automáticamente adscritos al SARS-CoV-2; una evaluación médica completa puede ser necesaria para evitar atribuir síntomas erróneamente al virus”.

Otros investigadores ya han planteado que la calidad de los estudios sobre COVID persistente es problemática debido, entre otros factores, a la ausencia de grupos de control, el estudio de cohortes de pacientes hospitalizados —más propensos a las secuelas— y a una definición vaga que recientemente la OMS ha tratado de precisar.

Ves un titular que dice que la psicosis es un nuevo síntoma de la COVID persistente y resulta que la historia es sobre una sola persona. Algunos pacientes me dicen que pasan ocho horas al día en redes sociales leyendo sobre el tema. Eso no siempre es bueno

Por otro lado, el médico Adam Gaffney, que defiende la necesidad de ser más cautos y críticos con la COVID persistente, criticaba en redes sociales que el estudio de Lemogne no haya obtenido la misma atención mediática que “preprints incompletos, anécdotas y estudios sin control”.

“Hay mucha desinformación que no ofrece contexto”, explicaba en una entrevista a Science el investigador del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos Michael Sneller. “Ves un titular que dice que la psicosis es un nuevo síntoma de la COVID persistente y resulta que la historia es sobre una única persona. Algunos pacientes me dicen que pasan seis, ocho horas al día en redes sociales [leyendo sobre este tema]. Creo que eso no siempre es bueno”.

Si el SARS-CoV-2 no provocara síntomas persistentes en un porcentaje de pacientes sería excepcional, sobre todo en aquellos que sobreviven a un ingreso en UCI. La pregunta es si esto tiene lugar en un número inusualmente alto de personas en comparación con otras infecciones similares, pero también si estas secuelas son más frecuentes de lo que pensábamos ahora. 

Es por ello que algunos expertos piensan que la COVID persistente ha revelado un “punto ciego” de la medicina o, incluso, que “la medicina occidental ha alcanzado un punto de crisis”. Investigadores como Sneller trabajan para diseñar estudios rigurosos y con controles que “eliminen el ruido de fondo” para, así, ayudar a sus pacientes.