Un año viviendo con COVID persistente: “Nos hemos centrado en salvar la vida, ahora tenemos que ver cómo estas personas la recuperan”

Marta Borraz

14 de mayo de 2021 22:22 h

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Mareos, dolor de cabeza, conjuntivitis, visión borrosa, cansancio, afonía, taquicardias, pérdidas de memoria, dificultades de concentración... La lista que parece infinita solo al enumerarla es una pesadilla para Uge Díaz Moreno, que la alberga en su propio cuerpo. “He perdido la cuenta del número de pruebas que me han hecho, he visitado a todos los especialistas posibles”, cuenta al otro lado del teléfono. Es una de las personas –el paciente tipo es una mujer de 43 años– que sufren la llamada 'COVID persistente', que pasaron la infección pero siguen conviviendo a diario con decenas de síntomas muy variados, una media de 36, en muchos casos incapacitantes. La mayoría se han visto obligadas a paralizar sus vidas o seguir a medio gas, y muchas, las de la primera ola, ya lo arrastran desde hace más de un año.

Sobre este cúmulo de síntomas hay todavía muchas más incertidumbres que certezas. Aún se desconoce su origen y mecanismos, aunque se barajan algunas hipótesis. Y entre tanto, los afectados suelen enfrenarse a dificultades laborales y sociales y largos periplos médicos, saltando de especialista en especialista en busca de tratamientos que, por el momento, se limitan a paliar los síntomas. “Muchos de nosotros no estuvimos ingresados y realmente no hemos tenido un control, así que nos quedamos un poco en el limbo. Vivimos una especie de tour sanitario, vas de médico en médico haciéndote pruebas, pero no hay una unificación”, dice Uge, que se contagió al inicio de la primera ola, muy probablemente en el Hospital 12 de Octubre de Madrid, donde es enfermera.

A medida que la vacunación avanza y que los más vulnerables se inmunizan y con la perspectiva de controlar fallecimientos y casos graves y también de recuperar algo parecido a la vida anterior, aún quedarán por delante los efectos de la pandemia en muchos ámbitos, entre ellos la atención a estos pacientes. Y esa es la línea que pretende marcar la reciente guía clínica publicada por medio centenar de sociedades científicas y asociaciones de pacientes. Impulsada por la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG) y la plataforma de enfermos LongCovidACTS, busca homogeneizar y coordinar la atención con el objetivo de que los profesionales sanitarios dispongan de directrices comunes y los pacientes no se sientan “huérfanos”, explicaron sus autores en la presentación.

Según recoge el documento, durante los primeros meses de la pandemia la situación de estas personas “pasó desapercibida”, hasta que varios estamentos científicos lo han ido reconociendo. “Yo siempre hago la analogía de un iceberg. La COVID persistente es una gran base que está sumergida y a medida que la parte flotante del iceberg se va controlando, que sería la muerte y enfermedad grave, la base emerge”, ilustra la vicepresidenta de la SEMG Pilar Rodríguez Ledo. La urgencia de atender las complicaciones graves del coronavirus, unida a la saturación de los servicios sanitarios, han aparcado a otras enfermedades, pero “tenemos que empezar a prestarles atención”: “En una primera fase nos hemos preocupado de salvar la vida de los enfermos, y en una segunda tendremos que encargarnos de ver cómo recuperan la suya estas personas, que la han aparcado siendo muy jóvenes. Debe de ser uno de los objetivos prioritarios de nuestro sistema sanitario en los próximos meses”, cree la doctora.

Qué sabemos de la COVID persistente

Un paso importante fue su inclusión por parte de Sanidad en la actualización del pasado enero de su documento de información científica sobre el virus. El texto reconoce que “aunque aún no se ha definido con precisión lo que se entiende por COVID persistente, parece claro que afecta a un gran número de personas y que, por tanto, está teniendo un gran impacto sanitario y social en la pandemia”. La cifra es todavía aventurada, porque no hay registros clínicos, pero de acuerdo con un estudio realizado en Reino Unido que suele usarse como referencia afectaría al 10% de los contagiados. Son 360.000 en España, pero eso en base a los casos detectados; sabemos que los reales son mucho más elevados y a día de hoy podrían estar en torno a los siete millones [teniendo en cuenta que en la primera ola se infectaron 2,4 millones, según el estudio de seroprevalencia y a partir de entonces se detecta en torno al 70% de los casos], lo que daría como resultado más de 700.000 personas con COVID persistente.

La causa aún se ignora, pero hay sobre la mesa fundamentalmente tres hipótesis, describe la guía: la persistencia del virus en el organismo; el desencadenamiento de una “tormenta inflamatoria” debido a la infección o la existencia de autoanticuerpos, que “perturban la función inmune” de las proteínas a las que atacan “y deterioran el control” del virus. Más allá del origen, la enfermedad se muestra como un cúmulo de síntomas diversos, más de 200 –36 de media por persona–, según una encuesta de la SEMG, que fluctúan en el tiempo: los más frecuentes son cansancio, malestar general, dolores de cabeza, bajo estado de ánimo, falta de aire, diarrea, ansiedad, febrícula... Un 72% refirieron pérdidas de memoria y un 78% dificultades de concentración.

Al igual que Uge, Nuria Hernández también es de la primera ola. Se contagió en marzo, cree que “probablemente en el trabajo”, y desde entonces está de baja. “Pasas de gestionar un equipo de más de 300 personas, de cuidar a tus padres...Del todo a nada. Es como si te frenaran en seco”, lamenta esta mujer sevillana que cumple 44 años el próximo domingo. La tos es el único síntoma que ha remitido en los últimos meses. “Disnea, cansancio extremo, dolores musculares, taquicardias...Se me ha formado una capsulitis en el hombro y no puedo ni conducir ni lavarme el pelo ni siquiera abrocharme el sujetador...Me asfixio con el mínimo esfuerzo, no puedo hacer la compra y subir escaleras hasta un primer piso supone ir parando cada poco”, resume casi perdiendo la cuenta de todo lo que le ocurre.

Le suena muy familiar a Uge, que tiene 43 años. Y ambas le suman otra de las afecciones que más alteran a los pacientes: las cognitivas y neurológicas. Es lo que se conoce como “niebla mental” e incluye pérdidas de memoria, confusión, dificultad para concentrarse, para evocar palabras o para prestar atención...“No he podido leerme un libro, es como si no pudieras prestar atención. Me cuesta relacionar cosas y pensar; a veces es como si me estuvieran hablando en otro idioma”, cuenta Uge. La mujer volvió hace dos semanas a tener cita con la neuróloga y ha comenzado con los ejercicios de memoria. “Es agotador estar más de un año así. Yo la manera que tengo ya de tomármelo es intentar acostumbrarme y disfrutar con mis limitaciones, porque si no, no sobrevives. Es como un duelo. Hay días que te enfadas y quieres estar como antes, son fases...”.

La necesidad de “un abordaje integral”

Al otro lado, en el ámbito médico, los profesionales sanitarios, tremendamente exigidos por la pandemia, se enfrentan a la dificultad añadida de tratar la afectación. Los síntomas “son extremadamente numerosos y variados”, lo que “le añade complejidad en cuanto al diagnóstico y requerimiento de atención”, avanza Sanidad. Además, afecta tanto a personas que estuvieron ingresadas como Nuria, que pasó una semana en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, como a quienes pasaron la infección leve y aisladas en casa, como Uge. Xoan Miguens, vicepresidente de la Sociedad Española de Rehabilitación y Medicina Física (SERMEF), explica que esto condiciona la atención: “En gran medida son pacientes que no entraron en el circuito asistencial, así que no han tenido un seguimiento”.

Coincide el doctor en que “la variabilidad sintomática” dificulta la actuación estandarizada, y por ello considera la guía presentada la semana pasada como “un paso de gigante” para sanitarios y pacientes. La atención de los enfermos, añade Rodríguez Ledo, “supera la suma de sus síntomas, alguien tiene que encargarse de hacer un abordaje integral” cuya coordinación lleve Atención Primaria y de la que parta “una asistencia compartida y organizada entre especialistas”. En el caso de Nuria, desde hace unos meses ese es el enfoque que se ha instaurado en Sevilla, cuyo hospital posee una unidad postcovid para pacientes con secuelas pero que también hace seguimiento a los COVID persistente: “Me siento afortunada, con esto he ganado un seguimiento integral”, celebra, “pero no puede depender de en qué centro o comunidad estés”.

¿Y qué hay de la vacunación? De momento, es pronto para establecer conclusiones. A Uge ya le han administrado la primera dosis, y no ha notado ningún efecto. Esa es una de las experiencias comunes en este grupo, pero también hay quienes mejoran, recoge la guía clínica, que resalta la ausencia actual de evidencias. “De confirmarse los efectos positivos que han estado apareciendo, en lugar de ser preventiva, podría ser curativa”, resalta. Pero también hay casos de personas que han empeorado sus síntomas tras la inoculación, aunque no se dispone de marcadores que ayuden a predecir quién es probable que reaccione en una dirección o en otra. En qué medida la vacuna puede ser el salvavidas de las afectadas de COVID persistente es aún una gran incógnita.