Frenazo y marcha atrás con los biocombustibles. Europa acaba de reconocer que su enamoramiento por el biodiésel tenía más rincones oscuros de los previstos. El Parlamento Europeo ha aprobado este martes una nueva legislación para rebajar el uso de agrocombustibles en el transporte. El máximo permitido será un 7% de todo el combustible utilizado, 1,6 puntos menos que el anterior límite y la primera reducción que se impulsa. Además, se abre la puerta para que cada Estado miembro pueda hacer ese porcentaje todavía más pequeño.
Tras años de apuesta por este producto, se trata un movimiento a la baja a la hora de utilizar gasóleo proveniente de la soja, el maíz, la palma o la colza. La jugada no salió como se pensaba. El biodiésel no ha contenido la emisión de gases de efecto invernadero (y el calentamiento global) y, a cambio, ha favorecido el uso de suelo dedicado al monocultivo, multiplicado la deforestación y está detrás, al menos parcialmente, de la subida del precio de los alimentos.
La estrategia medioambiental de la Comisión Europea diseñada en 2009 situó el objetivo de uso de fuentes de energía renovables en un 10% para 2020. Los agrocombustibles contarían como renovable y tenían que ser, al menos, el 8,6% de todas los recursos energéticos. De hecho, la Unión Europea ha estado incentivando la producción de este producto hasta acumular el 28,9% de toda la producción mundial a base de sumar litros procedentes de la colza, la soja o la palma distribuidas por los estados.
Europa es, además, el mayor consumidor de este tipo de combustible. Mucha de la producción de materia prima se centraliza en países en vías de desarrollo como Argentina, Brasil o Indonesia que han visto cómo su terreno se transformaba para satisfacer la sed de combustible en los países industrializados.
Campesinos “desplazados”
“Se ha tratado de una auténtica burbuja”, cuenta Alejandro González, de la asociación Amigos de la Tierra. González analiza que “en países como Indonesia se desplazan cultivos de alimentos para favorecer la producción de aceite de palma”. De hecho, el Gobierno indonesio ha establecido un mínimo del 15% para su consumo de biodiésel de palma. De la misma manera, Argentina ha apostado por estos ingresos económicos y redujo un 30% los impuestos sobre la exportación del gasóleo de soja para incentivarla.
Producir gasóleo vegetal implica, en muchas ocasiones, latifundios enormes. Extensiones gigantescas para plantar hectáreas y hectáreas de soja o palma. Poca tierra para que crezcan variedades que alimenten a la población. Es uno de esos lados “oscuros” derivados de los combustibles, como indica el responsable de Amigos de la Tierra. Así lo ha reflejado la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) que ha calculado que el cultivo de arroz y trigo decaerá durante esta década en favor de los cereales de grano grueso “utilizados para el biocombustible y alimentación animal”, según su análisis Perspectivas Agrícolas.
Los cálculos de la FAO son que el biodiésel crezca un 54% hasta 2023 y alcance los 40.000 millones de litros. En 2014 rondó los 28.000 millones.
Con menos suelo dedicado a cultivar alimento, el precio de éstos, necesariamente, sube. Aunque no sea el único factor, un análisis sobre los impactos del crecimiento de los biocarburantes redactado en 2015 por el Instituto de Desarrollo Global y el Medio Ambiente (Gdae) recogía que el precio que se tuvo que pagar por el maíz entre 2006 y 2011 sumó unos 9.000 millones de euros extras debido a la expansión del comercio de etanol a partir de ese vegetal.
El negocio creciente de la agricultura para combustibles viene reflejado por el hecho de que la producción mundial, en general, se doblará entre 2008 y 2014, según Oil World Statistics. De 14,18 millones de toneladas se pasó a 29,12. Un 105% más. Sin embargo, no todos los estados han dedicado sus tierras a la misma planta. Así, el gasóleo de soja está encabezado por EE UU, seguido por Brasil y Argentina –todos por encima de los dos millones de toneladas–. Esta especie se lleva el 25% del total mundial. En cuanto a la palma, el líder es Indonesia que el año pasado sacó 3,8 millones de toneladas. La Unión Europea, por su parte, suma una buena porción de producción a partir de la colza: 5,76 millones.
España, por su parte, es un importador neto. El consumo marcó un pico en 2012 cuando se contabilizaron 1,89 millones de toneladas. A partir de ahí, hubo una caída muy brusca hasta los 0,816 millones en 2013. El año pasado, Eurostat comprobó un pequeñísimo repunte: 0,88 millones. Sin embargo, casi todo se compra fuera. Más del 75% de los litros utilizados. La Asociación de Empresas de Energías Renovables (Appa) tacha estas importaciones de “desleales” porque, aseguran, los precios ofrecidos por Argentina o Indonesia están por debajo de la producción de la materia prima. De hecho, la Unión Europea colocó el año pasado unos aranceles antidumping para que el biodiésel de esos países subiera de precio. Argentina contraatacó bajando los impuestos a las exportaciones.
Una auténtica batalla comercial y fiscal que ha producido, en palabras de la organización Greenpeace, una “agricultura sin agricultores” con las que define la concentración de vastas fincas para cultivar, por ejemplo, soja transgénica dedicada al biocombustible. Ya en 2007, la ONG analizaba que “cientos de miles de hectáreas se transforman cada año en Argentina para cultivar soja modificada genéticamente”. El monocultivo, decían, se lleva “250.000 hectáreas de bosque nativo cada año, a la vez que desaloja a cientos de campesinos tradicionales”.
Tala de árboles
Otro de los efectos nocivos detectados es el de la deforestación. La tala de bosques para crear planicies donde sembrar. Un país como Indonesia, ha añadido a su tala desmedida por el comercio de madera, la carrera por encabezar la producción de gasóleo a partir de palma. En medio siglo, Indonesia ha dilapidado 74 millones de hectáreas de bosques. Un estudio de la Universidad de Viena (encargado por la ONG Amigos de la Tierra), calculaba que la huella de suelo de la bioenergía en Europa se podía equiparar a 45 millones de hectáreas.
Además, según ha admitido el Parlamento Europeo, “los biocarburantes han podido generar más emisiones de CO de las que ha evitado debido a que la demanda de los cultivos necesarios para su producción ha provocado deforestación”. En otras palabras, la tala de bosques para plantar maíz, soja, palma o colza con la que luego generar combustible que alimentara los motores ha eliminado un filtro natural de CO: los árboles.
“Durante mucho tiempo se defendió que los agrocombustibles contribuían a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, pero la política europea debería priorizar la reducción de las necesidades de movilidad y los consumos y apostar por la eficiencia energética”, remata Abel Esteban, portavoz de Ecologistas en Acción. Otra vía de escape, apuntan, es pasar de los biocombustibles “de primera generación”, que han copado la agricultura compitiendo con otros cultivos, a los de segunda que utilizan “residuos” y especies no competidoras.
Con todo, el freno ha sido suave. La primera versión del texto legal europeo aprobado este martes, propuesto por la Comisión, situaba el límite en un 5%. En una primera revisión llevada a cabo por los parlamentarios, se elevó hasta un 6%. Finalmente, los Estados Miembros han impuesto otra subida y la votación de la Cámara le ha dado el visto bueno: la raya se ha dibujado en el 7%.