Expertos retirados, pensionistas, jubilados: estos son los guardianes del conocimiento

Tras una vida de dedicación a la docencia universitaria y a la atención sanitaria en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid, José Luis Carreras tenía pensado jubilarse cuando le llegara el momento. “Yo me iba a dedicar a mis cosas. A la naturaleza, la montaña, la caza, la pesca”, cuenta. Pero la vida, caprichosa, tenía otros planes para él. La vida y también sus compañeras de hospital.

“Me dijeron que tenía que seguir como fuera, echar una mano y aportar mi experiencia –no solo la científica– en el saber hacer, aprovechar las relaciones que uno tiene...”, recuerda. También tenía proyectos a medias que no quería abandonar. Entre unas y otras, la decisión se tomó casi sola. El ‘deber’ le llamaba. A los 70 años, seguiría en activo.

Carreras forma parte desde el pasado agosto del selecto grupo de eméritos en España. Una condición, esta, que el diccionario de la Real Academia define con un sencillo “que se ha jubilado y mantiene sus honores y alguna de sus funciones”, pero que viene acompañada de un aura de sabiduría y una trayectoria vital de éxito cada vez más apreciada –al menos sobre el papel– en la sociedad del siglo XXI, esa que transita desde la tecnología hacia la información como eje de funcionamiento.

“El conocimiento y la experiencia son bienes valiosos en nuestra sociedad, bienes que cuesta mucho construir y conviene, por tanto, proteger y aprovechar”, señalan los profesores Miguel Ángel Zabalza, Ainhoa Zabalza Cerdeiriña, ambos de la Universidade de Santiago de Compostela, y Alfonso Cid, de la Universidade de Vigo, en su estudio ‘Recuperación del conocimiento experto de profesores eméritos: cómo han construido su visión de una docencia de calidad desde sus diferentes áreas científicas’, una de las pocas investigaciones sistematizadas que han tratado de recoger este conocimiento.

Los eméritos, ya lo dice la RAE, se pueden encontrar en cualquier profesión, pero su lugar natural es la Universidad. La pública, más específicamente. En España son 721 este año 2021, todos ellos en centros del Estado. También son característicos del ámbito eclesiástico –famoso es en estos días el obispo emérito de Solsona por su decisión de cambiar el hábito por una mujer e hijos gemelos– o incluso en la monarquía, pero es en los campus donde más ejercen ese papel de sabios y pueden devolver a la sociedad en forma de conocimiento y experiencia todo lo que la sociedad ha invertido en ellos a lo largo de las décadas.

“Podemos aportar experiencia, reflexión... Puede servir para enlazar generaciones. Parte del trabajo que quiero desarrollar tiene mucho que ver con tener contacto con las nuevas generaciones de profesores, incardinarlos en la historia de la disciplina, la labor docente... Creo que es una labor de contribución que puede ser muy útil en la universidad y en la sociedad”, explica Antonio Campos, profesor emérito de la Universidad de Granada y vicepresidente de la Real Academia Nacional de Medicina.

También aportan su experiencia en la gestión, señala Juan Manuel de Faramiñán Gilbert, catedrático de Derecho emérito de la Universidad de Jaén. “Yo acumulo 40 años de universidad. He hecho de todo: vicerrector, decano, he investigado, dado docencia...”, reivindica su trayectoria.

“Muchas de las cosas que ocurren en el ámbito universitario o académico no son lo suficientemente divulgadas como para que se conozcan, pero creo que toda sociedad debe valorar la experiencia, la reflexión y el conocimiento”, añade Campos, refiriéndose a lo que aportan los eméritos.

Cuatro de cada mil

La figura de los eméritos se regula en el Real Decreto 898/1985, donde se lee que “las universidades, previo informe de la Comisión Académica del Consejo de Universidades, podrán declarar profesores eméritos a aquellos numerarios jubilados que hayan prestado servicios destacados a la Universidad española, al menos durante 10 años” y se definen sus funciones, aclarando –este es un punto importante– que su nombramiento no podrá ocupar una plaza ni podrán desempeñar ningún cargo académico universitario. A veces la línea entre echar una mano y ser un tapón para otros es muy fina.

Para pertenecer a este grupo primero hace falta querer, luego cumplir los requisitos académicos o de investigación y finalmente ser aceptado. La falta de voluntad propia, no cumplir los mínimos o las luchas cainitas que se dan en todos los campus dejan por el camino a 996 de cada mil profesores –aunque las normativas concretas dependen de las universidades, es habitual que la propuesta tenga que estar avalada por la facultad o departamento implicados, y ahí entran en juego rencillas internas–, que se marchan a su casa sin más y se llevan consigo todo el saber acumulado a lo largo de décadas de trabajo.

“Hay gente a la que a partir de los 70 les obligan a jubilarse [es la edad en la Universidad], son grandes catedráticos en ámbitos de pensamiento importantísimos, pero en la madurez de su vida pasan a un segundo plano y se pierde todo lo que han aprendido”, lamenta Ana Mendioroz, profesora de Didáctica de las Ciencias Sociales y miembro del grupo de investigación Aprendizaje a lo largo de la vida de la Universidad Pública de Navarra.

Para corregir lo que considera una disfunción, Mendioroz participó en la elaboración de un estudio que trataba de recoger este conocimiento. La investigación ‘Creencias implícitas del profesorado emérito español: características de una buena praxis’ “recupera, sistematiza y representa el conocimiento experto de 105 profesores eméritos españoles, con el objeto de hacerlo visible y útil para la universidad y la sociedad”, según recoge el propio documento y explica la profesora.

No es la única investigación en esta línea. Un enfoque similar realizaron los citados Zabalza y Cid, y también una investigación de las universidades de Huelva y Sevilla, que también trató de sistematizar la recogida de este conocimiento para darle un uso aplicado ‘a posteriori’.

“Hay mucha gente en plena actividad intelectual [cuando alcanza la edad de jubilación] y sería una pena que la universidad la perdiera”, resume Carmen López Alonso, doctora en Ciencias Políticas y profesora emérita de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid.

Un perfil masculino

Alonso es una de las pocas profesoras eméritas que hay en España. Como en tantos ámbitos, y especialmente en el universitario –o, huelga decirlo, el religioso–, la mayoría de los eméritos son hombres. De los 721 eméritos que campan por los campus españoles hay en este 2021 un total de 545 varones frente a 176 mujeres (un 24,4%), un porcentaje coherente con la estructura de la educación superior: cuanto más se sube por el escalafón docente, menos mujeres hay. Las cifras, al menos, parecen nivelarse ligeramente: hace 10 años ellas eran poco más de una de cada cinco (el 21,6% de 689 personas), hoy son una de cada cuatro.

Tampoco están repartidos equitativamente entre los distintos ámbitos de conocimiento. Los eméritos de ciencias, Ciencias de la Salud o Ingeniería y Arquitectura están infrarrepresentados respecto a su proporción entre el profesorado general, mientras que las artes y humanidades duplican el porcentaje de eméritos en relación al de profesores respecto al total.

Carreras explica que, al menos en Ciencias de la Salud, lo que ocurre es que “es muy difícil acreditarse en la ANECA (la agencia que vela por la calidad del sistema universitario), posiblemente por los requisitos que piden”. Para ser nombrado emérito hay que ser excelso, lo cual en el ámbito académico se entiende como investigar y publicar mucho, y si tu labor fundamental es atender pacientes y ejercer la docencia en un hospital, es complicado sacar el tiempo para hacerlo, aventura Carreras.

Para solventar esta “injusticia”, hay comunidades que han creado un “emeritazgo asistencial”, pensando precisamente en este perfil, que se otorga por las consejerías de sanidad, no las universidades, por méritos asistenciales principalmente, como es el caso de Carreras, que de hecho ha saltado de uno a otro.

En este caso, estos emeritazgos sí están dirigidos a darle una salida específica al talento. En la Comunidad de Madrid, el aspirante debe incluir en su solicitud un proyecto que querría realizar en el hospital en el que trabaja(ba). Una comisión valora la propuesta, el hospital la valida si lo considera oportuna, y el emérito tiene cinco años para desarrollar su proyecto.

Investigar, dar clases, conferencias

Los eméritos universitarios comparten su saber habitualmente a través de la docencia puntual, de impartir conferencias, dirigir tesis doctorales –acabando las que tienen abiertas cuando les llega la jubilación, no pueden coger nuevos aspirantes–, con proyectos de investigación o participando en institutos de estudios universitarios. Antonio Campos estaba en pleno proyecto de investigación cuando le llegó su turno. “Me encontraba en activo, dirigiendo un grupo de investigación de ingeniería tisular, con proyectos en marcha, doctorandos... y en ese contexto pensé que no se podía cortar abruptamente –explica su paso al emeritazgo, también con la idea de gestionar el ‘traspaso’–. Otras personas van a continuar con el proyecto y estamos haciendo esa transición”. Entre tanto, como Carreras, también ejerce de ‘consultor’ interno.

En el caso de López Alonso, lo que más la empujó a seguir vinculada a la universidad es que estaba en pleno desarrollo de una asignatura que había creado ella para un máster y no quería dejar la labor a medias, recuerda.

Antes de que nadie le pregunte, esta emérita señala el elefante en la habitación de toda conversación sobre eméritos. “Uno de los problemas que se pueden dar es que si das clase puedes resolverle problemas de trabajo a la universidad y quitar espacio a que otros entren”, expone, pese a que esa práctica está específicamente prohibida para los eméritos. “Yo creo que está bien resuelto, aunque se dan casos”, admite.

“La única crítica posible –tercia Juan Manuel de Faramiñán Gilbert– es porque se ocupe un despacho, pero hoy en día eso no supone un problema. Es al contrario, un emérito puede promocionar, yo ayudo mucho a los jóvenes para que no les cueste tanto como a otros nos ha costado”.

Este catedrático de Derecho, que sigue lo que él llama la teoría de la bicicleta (“si paras de pedalear te caes”), es un ejemplo de la diversidad de cuestiones en las que puede ocuparse un emérito: dirige la revista de estudios jurídicos de su facultad, da cursos de oratoria, participa en congresos, publica “mucho”, asesora a gobiernos en derecho marítimo, del que es experto, y participa en el Colegio de Abogados de Jaén.

De Faramiñán lamenta que en España no haya un especial aprecio por los eméritos. “Depende mucho de las universidades. Pero en Estados Unidos o Reino Unido el emérito es una figura respetable, a la que se acude para consultar”, una cuestión en la que coinciden otros como Carreras: “Me da la sensación de que estamos un poco infravalorados como colectivo, en otros países se mantienen durante más tiempo que los tres años de aquí y tienen más funciones”, explica en alusión a que originalmente los emeritazgos estaban limitados en el tiempo –también el suplemento económico que los acompañaba, compatible con la pensión– y luego pasaron a ser honoríficos y vitalicios en tanto en cuanto no están remunerados.

En lo que todos están de acuerdo es en que parte fundamental de su labor es no molestar y que están a lo que puedan necesitar los que vienen por debajo. “En la medida en que pueda colaborar como consultor lo haré”, dice Campos. “No sería correcto que asumiera la carga docente de una catedrática”, señala López.

Carreras, que en parte se quedó porque se lo pidieron, se alinea: “Ya dije cuando me pidieron que me quedara que de acuerdo, pero sin molestar. No voy a dedicarme a mangonear, básicamente contesto a lo que me preguntan. No tengo vocación de seguir hasta los 90”, cierra. Solo mientras tenga algo que aportar.