La primera vez que un Lapeña entró en el Valle de los Caídos –hoy renombrado como Valle de Cuelgamuros y con el dictador exhumado y enterrado en El Pardo– fue de manera forzada y a espaldas de sus seres queridos. Fue el caso de Ramiro y Manuel Lapeña, dos hermanos fusilados en Zaragoza a los 39 y 44 años al principio de la guerra. Estaban acusados de anarquistas; uno era herrero y el otro veterinario, y fueron delatados por el cura de su pueblo, Villarroya de la Sierra. Manuel fue asesinado en el barranco de la Bartolina y Ramiro, en la tapia del cementerio de Calatayud.
Pero la desgracia no acabó allí. A la muerte le siguió el vacío, porque sus cuerpos se trasladaron sin informar a las familias y sin permiso en 1959, probablemente al Valle de los Caídos, un mausoleo excavado en la roca cerca de El Escorial que ideó Franco para honrar a su bando. “La dimensión de nuestra Cruzada”, dejó por escrito en el BOE. Sus familiares nunca dejaron de intentar encontrarlos.
Este lunes, medio siglo después de aquel traslado furtivo, Cecilia, la bisnieta de 37 años y auxiliar de enfermería, ha sido la última de la estirpe Lapeña que ha pisado el Valle de Cuelgamuros. Lo ha hecho dentro de las rondas de visitas para familiares que ha organizado Patrimonio Nacional, dependiente del Gobierno, después de la visita de Pedro Sánchez y un año después que se montara un laboratorio forense a pie de cripta, la del Santo Sepulcro, para localizar restos y entregarlos a las familias.
Ese laboratorio quiere documentar, identificar y devolver para su entierro digno al menos a 166 personas que allí yacen, después que sus descendientes solicitaran al Estado que lo hiciera. Son una mínima parte de los 33.834 cadáveres –12.000 de ellos sin identificar ni filiar– que están enterrados en las diferentes criptas repartidas por la basílica.
Como los Lapeña, miles de cuerpos fueron llevados a la gran iglesia benedictina de ese monumento franquista sin permiso, después de que quedaran semivacías las criptas pensadas para enterrar al bando golpista: la construcción de Cuelgamuros acumuló retrasos de más de una década y el plan de enterrar a los “caídos por España” quedó a medio gas. Entonces, se empezaron a llevar cuerpos de fosas comunes, mezclados, sin identificar, de ambos bandos, para rellenar las criptas.
“Un trabajo minucioso”
“Recuerdo a mi abuelo de toda la vida hablando de su padre”, cuenta Cecilia a la salida de la visita, que duró una hora y media. “Es muy impresionante lo que hay ahí, es un trabajo muy minucioso. Nos han enseñado un par de niveles de enterramiento, nos lo han explicado todo de manera muy detallada, y puede que hayamos estado cerca de los restos de mi familia, no se sabe aún. Para mí ha sido muy emotivo saber que ahí pueden estar mis familiares, después de tantos años de búsqueda y lucha”.
Cecilia se refiere a una lucha cívica y judicial sin cuartel que acabó con un éxito. Fueron precisamente sus padres, Purificación Lapeña y Miguel Ángel Capapé, quienes lograron abrir el camino para que fueran posibles las exhumaciones en Cuelgamuros. En 2012 pusieron una denuncia para encontrar a Manuel y Ramiro y, en 2016, un auto pionero les dio la razón y falló que el Estado debía exhumar, localizar y devolverles los restos de sus familiares, lo que abrió la puerta a otras exhumaciones en el lugar considerado más sagrado para los franquistas.
Fue entonces cuando los monjes benedictinos y los lobbies franquistas iniciaron una batalla legal, buscando cualquier resquicio desde administrativo hasta penal, para que esa sentencia no se cumpliera y, más adelante, para que el Gobierno no instalara allí el laboratorio de identificación de restos y exhumación. De hecho, el trabajo de los forenses se paralizó a finales de año por un recurso de una particular y también se ha intentado revocar la licencia municipal.
Aunque es un derecho reconocido, el hijo de Manuel Lapeña –y abuelo de Cecilia– murió sin poder dar sepultura a su padre, “pero murió a los 97 años sabiendo que mis padres seguirían la búsqueda”, como así fue. Ahora que su padre ha fallecido y su madre, Purificación, está convaleciente por una operación, es Cecilia quien ha retomado la lucha familiar: “Siempre lo viví en mi casa, quizás en la adolescencia me sentí más ajena, pero cuando coges conciencia ves que hay que seguir, más aún tras morir mi padre [un referente en la lucha por las exhumaciones y la memoria]. Yo lo hago primero por decencia y ahora también por continuar con su labor”, dice emocionada la bisnieta de Manuel y sobrina bisnieta de Ramiro.
La eterna espera
“Hemos muerto muchas veces esperando esta visita”, dice Eduardo Ranz, el abogado que llevó el caso de los Lapeña a una veintena de instancias judiciales europeas, españolas e internacionales, y que lo ganó. Ranz, que también ha estado en la visita de este lunes, lamenta que ese auto judicial histórico esté aún por cumplir: “Lo que fue un éxito legal deja una sensación agridulce porque no se ha materializado, que acabará cuando se les pueda enterrar”, algo que sí han podido hacer los familiares de 12 personas exhumadas e identificadas gracias al laboratorio instalado en la capilla, con el caso de Fausto Canales como uno de los hitos más simbólicos al inicio de los trabajos.
El grupo de Cecilia y Eduardo Ranz, el segundo de los cinco que pasan por el Valle los lunes, era de nueve personas, y algunas de ellas los han identificado, ya que su caso ha sido un referente en España para conseguir exhumar en el Valle pese a todos los obstáculos que se han puesto. Pero el obstáculo principal es el tiempo: “Había tres generaciones en ese grupo: hijos, nietos y bisnietos”. El psicólogo que los ha recibido les ha explicado lo que iban a ver, “sobre todo atendiendo a los hijos de víctimas”, cuenta Cecilia, porque la emoción es fuerte si es tu bisabuelo, “pero si es tu padre el que está allí, imagínate”.
Los avances de las exhumaciones, lentos por el mal estado de las fosas y las cajas que contienen los restos, abren una ventana a la esperanza de encontrar a los Lapeña. A final de 2023 se encontraron cinco cajas procedentes de fosa común (con tiro en la cabeza) con víctimas procedentes de varias localidades de Zaragoza –entre ellas de Calatayud, la zona de los hermanos Lapeña– y Tarragona, como publicó en una nota de prensa la Secretaría de Memoria Democrática. Más de 200 muestras fueron mandadas a analizar y el resultado se conocerá y dará a conocer a las familias que buscan cuando el Instituto Nacional de Toxicología arroje un resultado.
Las fotos dentro del laboratorio y la cripta están prohibidas, pero Cecilia Capapé Lapeña y Eduardo Ranz han salido con un recuerdo y una sensación muy nítida: “Hemos estado como una hermandad, nos ha dado un poco de paz”, dice la bisnieta de Manuel. Hoy, lo tiene claro: “Hemos tenido que esperar mucho, pero yo estoy segura de que los voy a enterrar. A mi bisabuelo lo enterraré en Villaroya de la Sierra, junto a mi abuelo”. Así podrán, por fin, encontrarse.