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CRÓNICA

Franco no está, pero el franquismo sigue en el Valle de los Caídos

Un grupo de personas frente a las losas que han reemplazado la lápida de Franco. Uno de ellos hace el saludo franquista.

Elena Cabrera

A pesar de la considerable retención de automóviles que se formó en la calle de entrada al Valle de los Caídos, que parecía presagiar un colapso de proporciones tardofranquistas, luego no fue para tanto. Veinte minutos después, la carretera hacia Cuelgamuros comenzaba a engullir los coches, uno a uno, permitiendo el acceso gratuito, 15 minutos antes de que comenzara la misa de once.

Que se pueda aparcar sin problemas, una vez dentro, evidencia que la fila de coches parados en el arcén era una falsa alarma. También hay cola para entrar en la basílica, pero no supera los diez minutos de espera y está provocada por el control de entrada. Comienza la misa y hay sitios libres en los bancos, pero no tantos como en otros días, ni como en otros 20 de noviembre. Hoy es un 20N especial. Es el primero sin Franco allí desde su entierro. Pero no solo por eso: los franquistas se sienten de enhorabuena. Como diría una famosa canción, es un bien muy mal o un mal muy bien. Es decir, los franquistas se sienten observados y eso les devuelve al espacio público. Y a la postre, la basílica se llena con unas 200 o 250 personas. Quizá más. Aunque Franco ya no esté allí.

En verdad, sus restos mortales son los que ya no están allí, pero eso no parece ser motivo suficiente para que los nostálgicos de la dictadura sigan acudiendo en el día de su muerte a su mausoleo; dejando rosas sobre las losas que han reemplazado su lápida; traspasando, incluso, un beso de los labios hasta el suelo; levantando un brazo con rigidez totalitaria y proclamando, al finalizar la misa, un enérgico ¡Viva Franco!, respondido con un coro de voces que contestaba “¡Viva!”. En definitiva: Franco sigue estando allí.

El que indudablemente está, en cuerpo y alma, es José Antonio Primo de Rivera, pues en 20 de noviembre también se recuerda –casualidad o no, no está probado– la muerte del fundador de Falange Española, el partido político que contribuyó al golpe de Estado de 1936. Su enterramiento ocupa un importantísimo lugar en la basílica, ubicado entre el altar y la nave central. Un amontonamiento de flores rojas, sobre todo rosas atadas con banderas españolas y falangistas (rojas y negras), parecía un enorme y luminoso neón intermitente, interpuesto entre el cristo y los mortales, entre los sacerdotes y el mundo, recordando que está ahí, como dirían sus seguidores… presente. Es más, por si acaso alguien no se hubiera percatado, una mujer, detenida delante de su lápida, dice en voz alta, potente, el nombre y el apellido del muerto, seguido de la palabra, pegajosamente asociada a la mitología falangista.

La mujer no era la única que tenía esta mañana cosas que decir. Al menos entre quince y veinte personas quisieron dejar claro qué hacían un 20 de noviembre en el interior de esta obra megalómana, incrustada en la roca de Cuelgamuros, horadada con trabajo esclavo durante 18 años. Y para exponer su declaración de intenciones, estas personas levantaban un brazo tieso, como accionado por un resorte, justo en el momento en el que algún acompañante pulsaba, escondiéndose de los vigilantes, el disparador de su cámara o su móvil. Después, el o la retratada sonreían como si hubieran realizado una travesura, como si de esa manera se burlaran de la historia. El líder de La Falange, Manuel Andrino, depositó unas rosas con una tarjeta de su partido sobre la lápida de José Antonio.

La liturgia de las once es la misa cantada, a diario, por la Escolanía, un grupo de niños (varones) menores de 14 años que viven y estudian allí mismo, y ayudan también como monaguillos. La dramaturgia de este acto eclesial es estremecedora, no solo por su acompañamiento musical sino por el juego de luces y la puesta en escena. Presiden el oficio cinco religiosos engalanados, uno de ellos con un solideo o casquete púrpura, señal de jerarquía dentro de la Iglesia

La basílica del Valle de los Caídos es, probablemente, el único y último símbolo, aún en pie, de lo que fue el nacionalcatolicismo. Durante la hora de misa, dedicada a “José Antonio, Francisco y los caídos”, España cae absorbida por un agujero negro, el tiempo y el espacio se doblan, Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera están, efectivamente, vivos de nuevo. Varias veces se repiten sus nombres, siempre sin apellidos, como si de esa forma fueran más católicos y menos nacionales.

En la homilía se recuerda por segunda vez que se reza también por “los caídos de los dos bandos”, acogidos “en la fe cristiana”. El sacerdote recuerda que se trata de una “reconciliación”. La lectura del testamento escoge un pasaje de San Mateo en el que “unas esposas necias” se quedan sin esposos en la noche de bodas porque les cerraron la puerta mientras iban a comprar aceite para sus lámparas. La conclusión de la lectura es que “hay que velar” constantemente porque no se sabe “cuándo llegará el momento”. Ahí quedan las palabras, para ser interpretadas por los creyentes. Se recuerda de nuevo a “Francisco, José Antonio y los caídos”, así como a “los 57 beatos mártires, y otros que están en proceso, cuyas reliquias se conservan aquí”. El tiempo no ha pasado y pareciera que nunca más se va a reanudar.

Pero eso es otra falsa alarma. El tiempo sigue avanzando. La misa acaba. Salen los adeptos y entran los turistas. Un par de autobuses han desembarcado un grupo guiado de extranjeros con pinganillo. Miembros del patronato de la Fundación Francisco Franco, entre ellos su presidente Juan Chicharro, se hacen fotos. Vienen acompañados por el empresario hostelero Chen Xiangwei, quien no para de recibir saludos y apretones de manos. Xiangwei regenta un bar en Madrid, conocido por estar decorado con simbología franquista. Es preguntado si en su bar sirve “comida española”. Él dice que sí. Le piden la dirección y él explica que tiene pensado moverse pronto porque no le renuevan el alquiler. Dice que ha comprado un local cercano. “¿Cuándo te mudas?”, le preguntan. “El 1 de abril”, contesta. “¡Hombre, el día de la victoria!”, le señalan, en alusión al día de 1939 que marca el fin de la Guerra Civil. El empresario ríe y añade: “Sí, por eso”. “Pregúntame cómo se va a llamar el bar”, le dice Chen a su interlocutor, y casi sin esperar, lanza la respuesta: “Una, grande y libre”.

Aunque visto desde allí parece un búnker, impenetrable y eterno, al regresar a Madrid por la A-6 es fácil recordar que el Valle tiene por delante un futuro ajetreado. El Gobierno tiene previsto trasladar los restos de José Antonio Primo de Rivera a “un lugar más discreto”; la vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo, le dio en unas declaraciones categoría de “víctima de la Guerra Civil” y, por ello, derecho a “estar ahí”. El movimiento memorialista, en cambio, pide que salga del Valle. Habrá exhumación, con un destino u otro, de unos restos más simbólicos que cadavéricos, y será ya la tercera. Justo este año se cumplen 60 del traslado desde El Escorial al lugar en el que se encuentran.

Para quienes el tiempo también parecía haberse congelado, comienza a accionarse, tarde y lentamente, la maquinaria burocrática. Son los familiares de víctimas del franquismo enterrados en los columbarios bajo la basílica, cuyas exhumaciones deberían empezar a realizarse pronto pero no antes de Navidad, según estas fuentes. En el Valle de los Caídos hay actualmente 33.847 cadáveres, 12.530 sin identificar. Hay una tienda de regalos en el interior de la basílica, pero no hay ningún cartel, rótulo u octavilla que explique a los visitantes por qué están allí esos muertos y cómo llegaron. No se explica que la gran mayoría de los que fueron allí reinhumados, víctimas del franquismo, se trasladaron sin autorización y a espaldas de sus familias. Tampoco, que el último en ser trasladado allí, el alcalde de Villafranca del Penedés, fusilado en 1936 por los republicanos, lo hizo ya en democracia, en 1983, durante el Gobierno de Felipe González. El relato, incontrolable y opaco, queda al capricho del guía turístico.

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