- Artículo publicado en 'Cambio climático: El Planeta Atormentado', número 18 de la revista de eldiario.es. Hazte socio y te enviaremos a casa nuestras revistas monográficas
El ser humano bate récords planetarios con inusitada facilidad y rapidez. Quizá uno de los más sorprendentes es el de ser la única especie capaz de apropiarse de aproximadamente la cuarta parte de toda la producción biológica primaria neta de la Tierra. Este es el impacto primordial y último de nuestra especie sobre el planeta. Pero no el único.
Toba (Indonesia), 75.000 años antes del presente: la mayor erupción volcánica jamás registrada causó una debacle ambiental que estuvo a punto de exterminar a la especie humana. La cantidad de cenizas aportada a la atmósfera generó un frío y un descenso en la productividad primaria del planeta de tal calibre que apenas pudieron sobrevivir unas quinientas hembras reproductoras de nuestra especie, según reconstrucciones demográficas recientes.
Fukushima (Japón), año 2011: el sexto terremoto más potente jamás medido golpea la costa noreste, cambia en nueve centímetros el eje de rotación de la tierra y pone a Japón cuatro metros más cerca de EE.UU. Debido a este terremoto y al sunami asociado pierden la vida más de 19.000 personas. Pero lo peor estaba por ocurrir. La ubicación en este área de una central nuclear que se ve parcialmente destruida por el terremoto y el sunami provoca un episodio de contaminación radiactiva sin precedentes, generando un éxodo de un cuarto de millón de personas y una extensa zona marítima y terrestre en la que la vida humana no es segura. Seis años después, se han medido 530 sieverts por hora en los restos el reactor destruido, cuando una dosis de radiación de tan solo 10 sieverts es suficiente para que una persona muera a las pocas semanas.
La diferencia principal entre estas dos catástrofes naturales es que los efectos de la segunda se amplificaron enormemente por la huella humana. Lo mismo que está ocurriendo ahora y a escala global con el cambio climático. Nos encontramos en un periodo interglaciar, un periodo donde se espera que las temperaturas suban por causas naturales. Pero a este calentamiento hay que sumar los efectos de la emisión a la atmósfera de toneladas de gases con efecto invernadero, unos gases que en otras circunstancias podrían servir para “descongelar” o “templar” la Tierra pero que en la actualidad están generando un sobrecalentamiento rápido y preocupante.
Para muchos nos encontramos en el momento más peligroso de la historia de la humanidad. La renacida amenaza nuclear y el cambio climático han hecho que el llamado reloj del apocalipsis, ese que según un comité de expertos científicos y premios nobeles nos indica cuan próximos estamos de la catástrofe final, esté más cerca que nunca del temido momento. Lo paradójico es que es la propia humanidad la que está empujando las manecillas de ese reloj, conduciendo al Planeta a unas condiciones en las cuales una de las formas de vida que no serán posibles es la humana. Pero la historia de un planeta atormentado por las actividades de nuestra especie comienza mucho antes de los desastres nucleares de Fukushima o Chernóbil, mucho antes de la constatación de que estábamos acentuando el agujero de ozono o alterando el clima del planeta.
El primer impacto
El primer impacto humano global en el planeta ocurrió hace unos 50.000 años con la extinción de la megafauna del Pleistoceno. Aunque el ser humano ha estado modificando localmente el medio natural durante decenas de miles de años, es con la “revolución neolítica,” que trajo agricultura, ganadería y asentamientos permanentes, cuando la huella humana se hace conspicua y realmente global. Está bien comprendido por los científicos y bien asimilado por la sociedad que nuestra emisión de gases con efecto invernadero, especialmente el CO2 que liberamos por la quema de combustibles fósiles, está detrás del calentamiento global y las alteraciones climáticas asociadas. Pero hace ya más de 8000 años que comenzamos a alterar el CO2 atmosférico y esa temprana huella global es detectable y medible. Una revisión reciente muestra evidencia científica de ríos y lagos alterados a escala global por las actividades humanas durante los últimos 4000-12000 años. Las alteraciones tempranas y más importantes en estos sistemas de agua dulce fueron de cuatro tipos: erosión del suelo, contaminación (por ejemplo, restos de cobre, mercurio y plomo derivados de las actividades humanas se observan en lagos de Europa, Asia y Perú), introducción de especies exóticas y modificación del hábitat mediante presas y alteraciones del cauce y la cuenca. Todos estos impactos se acentúan notablemente a partir de las edades de bronce y acero (hace 5000-3000 años).
Las migraciones humanas llevaban asociado ya en la prehistoria el transporte voluntario o involuntario de micro y macro-organismos y de sus formas de resistencia (semillas, esporas, huevos, propágulos en general). Los primeros humanos transportaban voluntariamente consigo las especies de plantas y animales que conocían y sabían gestionar, pero también introducían en nuevas áreas geográficas insectos, aves, reptiles, microbios, plantas y hongos que integraban las listas de sus principales comensales y parásitos. Cada gran movimiento migratorio y cada campaña militar de conquista de nuevos territorios que tuvo lugar en los tres últimos milenios estuvo asociado a la movilización no solo del trigo, la alfalfa, la palmera, la cabra o el cerdo sino también de las ratas, el virus de la gripe, las chinches, las llamadas “malas hierbas”, las cucarachas o la lepra. Por ejemplo, existen reconstrucciones moleculares precisas que muestran la alteración genética de extensas poblaciones de pinos y encinas en la Península Ibérica como consecuencia de la expansión del imperio romano. Estos procesos sutiles de alteraciones o contaminaciones genéticas al favorecer ciertas variedades o formas se suman a los conocidos ejemplos de extinciones de flora y fauna local, particularmente en islas, por la introducción deliberada de gatos, cabras o cerdos o por la introducción inadvertida de ratas, insectos o plagas durante los últimos dos milenios. Como todo proceso relacionado con el cambio global, la evolución temporal de estas “invasiones biológicas” ha sido exponencial. En la actualidad tenemos varios centenares de especies exóticas, desde cotorras argentinas hasta mosquitos tigre, acacias, mejillones cebra, cangrejos rojos, ailantos, hierbas de las pampas o tortugas de Florida, que se han establecido en miles de zonas del planeta por acción del hombre y que están afectando al buen funcionamiento de numerosos ecosistemas y causando importantes pérdidas económicas e impactos en la salud humana.
Curiosamente, en un nuevo giro de tuerca de cambios ambientales, el ser humano está dejando poco espacio para algunas especies hasta ahora abundantes. Las especies de aves mas comunes que durante siglos han mantenido un equilibrio con la actividad humana están dejando de serlo. Hay evidencia para Europa de que el gorrión, la golondrina, el mirlo y muchas otras especies de aves que acompañaron al hombre en sus asentamientos rurales y urbanos durante siglos o milenios están perdiendo efectivos. Entre las causas de este enrarecimiento de especies se barajan dos, la contaminación y la limpieza, renovación y constante eliminación de residuos orgánicos. Así pues, no solo las especies raras están en riesgo sino también muchas de las comunes. En un primer momento el ser humano desplaza a muchas especies y obliga a otras a adaptarse a su modo de vida. Después las abandona o cambia de hábitos y no queda espacio para ellas. Lo que se ha visto para las aves europeas se está viendo también para numerosos insectos, mamíferos y plantas. De hecho, la pérdida de biodiversidad es el límite planetario que hemos rebasado en mayor medida. Estos límites planetarios que definiera Röckstrom y colaboradores hace más de una década establecen valores de referencia umbrales, que, una vez sobrepasados hacen que el sistema se vuelva impredecible y la situación irreversible.
La revolución de Jethro Tull
Al periodo que transcurre entre las primeras huellas inequívocas de la actividad humana en el funcionamiento del planeta y la revolución industrial se denomina Paleoantropoceno. Entre la revolución neolítica, que trajo la implantación de la agricultura hasta la revolución industrial, el planeta ha sufrido varios momentos de expansión humana que han estado vinculados a la domesticación de ciertas especies muy productivas o a ciertos desarrollos tecnológicos que han permitido un crecimiento demográfico más intenso de nuestra especie. Jethro Tull no es solo el nombre de un grupo de rock progresivo sino el de un gentleman británico que con sus inventos y su actitud participó en la revolución agraria del siglo XVIII. Esta revolución trajo consigo un aumento de la población humana, al igual que ocurrió con la revolución verde en pleno siglo XX. La clave en la revolución verde estuvo en la recién adquirida capacidad de fertilizar los campos de forma extensiva y global gracias a la fijación artificial del nitrógeno atmosférico mediante el proceso de Haber-Bosch.
A partir de la revolución industrial el impacto humano se dispara y crece de forma exponencial. Pero no será hasta los años 50 del siglo XX que se encuentran testigos irrefutables y globales de la huella humana y se acepta por el mundo académico el comienzo de una nueva era, el Antropoceno, caracterizada precisamente por esa influencia profunda del ser humano en el funcionamiento del planeta Tierra. Los numerosos ensayos con bombas atómicas que se realizaron a mediados del siglo XX dejaron una señal inconfundible y global (los residuos radiactivos de plutonio) que puede comprobarse en los sedimentos recientes de diversos puntos de la Tierra como la playa de Tunelboca, en la Ría de Bilbao. El Antropoceno está repleto de términos, conceptos y testimonios que, como las acumulaciones de huesos de pollo, los plásticos marinos, los “tecnofósiles” o los neominerales, permiten cuantificar, datar y monitorizar la profunda injerencia humana en los procesos naturales del planeta de una forma objetiva y referirla a unos estratos o capas geológicas que cualquier científico presente o futuro puede analizar o estudiar.
La huella humana en el planeta es hoy en día tan extensa geográficamente como variada en su tipología. El ser humano está aumentando la frecuencia y la fuerza de los huracanes, extendiendo en más de un mes el periodo anual de riesgo de este tipo de eventos extremos en las zonas tropicales. Lo mismo cabe decirse de los grandes incendios como los que se han sufrido en la última década en Australia, California, Amazonía, Indonesia, Chile, Portugal y España, sólo que en estos casos a nuestra injerencia en el clima hay que sumar nuestros cambios de uso del territorio que lo hacen mas proclive a incendios catastróficos. Por nuestra alteración del clima no solo se funden rápidamente los glaciares en el ártico, los Alpes, el Kilimanjaro o los Andes sino que desaparecen mares y lagos a una velocidad sin precedentes en el registro geológico del planeta. La desaparición del lago Poópo en Bolivia, del lago Chad en Africa o del Mar de Aral en Asia se debe no solo al cambio climático sino también a la sobrexplotación de un recurso clave como es el agua subterránea. Las sequías intensas en el Sahel y el Africa subsahariana causan fallos masivos en la agricultura de subsistencia que practican millones de personas en estas regiones y provocan a su vez movimientos migratorios desesperados y de grandes dimensiones. La sobrexplotación de recursos no solo afecta al subsuelo: nos estamos quedando sin la otrora abundantísima sardina y mas de la mitad de todos los caladeros mundiales de todas las especies de peces de interés comercial han rebasado los umbrales de sobrepesca; el restante 50% está ya en el número máximo de capturas para mantener las poblaciones de peces o muy próximos a este máximo.
Del Castor al terremoto de Lorca
Con la exploración del subsuelo nos quedamos sin recursos hídricos, mineros o petrolíferos y además estamos aumentando la sismicidad del planeta. La técnica de fracking, empleada para extraer con mayor avidez los combustibles fósiles del subsuelo, produce miles de temblores al año solamente en Estados Unidos. En España vivimos algo parecido con el proyecto Castor, que pretendía almacenar gas en una sima submarina; generó centenares de microseismos al año y llego a producir un terremoto de magnitud 4 en Vinaroz. Aunque las autoridades, los políticos y los responsables negaron cualquier relación con el gaseoducto, la evidencia científica entorno a las causas de esta sismicidad fueron incontestables y el proyecto tuvo que abandonarse y la monumental inversión de dinero público se perdió por la borda.
Resulta muy interesante el caso del terremoto de Lorca, Murcia. Ocurrió en 2011 y tuvo una magnitud mayor que el de Vinaroz (5,1) pero aun así insuficiente por si sola para explicar los grandes daños generados en la población. El terremoto fue por causas naturales: la falla de Alhama sobre la que se asienta la zona tarde o temprano hubiera generado este terremoto o incluso alguno mayor. Pero el daño se amplificó una vez más por la huella del hombre. Un estudio en profundidad reveló que la extracción excesiva de agua en el subsuelo generó una gran inestabilidad en el conjunto y que este colapsara de manera trágica ante un terremoto notable pero no devastador como el acontecido.
La capacidad humana para afectar a los grandes ciclos de la materia ha sido siempre muy notable. Desde el momento que pudo talar árboles con una simple hacha comenzó a interferir en el ciclo del carbono, uno de los ciclos que más nos preocupa en la actualidad. Mientras la tasa de fijación del carbono atmosférico (CO2) por parte de los ecosistemas naturales se mantiene más o menos constante a escala geológica, al igual que el paso de este carbono al subsuelo mediante la fosilización de la materia orgánica, el ser humano ha alterado el ciclo acelerando la re-emisión a la atmósfera del carbono que lentamente se fija en los organismos fotosintéticos de bosques, praderas y océanos, y más lentamente aún se almacena en el subsuelo. Esta aceleración de una parte del ciclo la comenzamos a generar hace miles de años con el descubrimiento del fuego y la magnificamos sobremanera en la revolución industrial al comenzar a explotar el petróleo, el carbón y el gas que son formas muy concentradas de carbono. Lo interesante es que el ser humano influye en la función de secuestro del carbono atmosférico que realizan los bosques tanto directamente, por gestión forestal, como indirectamente, por deposición de nitrógeno (fertilización) y cambio climático. Así, el ser humano juega a aprendiz de brujo en un ciclo global complejo como el del carbono, acelerando la acumulación de carbono en la atmósfera y afectando directa e indirectamente la capacidad de ciertos ecosistemas como los bosques de volverlo a fijar, eliminándolo de donde más daño nos hace ahora. De momento, la injerencia múltiple de nuestra especie en este ciclo de la materia, injerencia que comenzó hace miles de años y que en la actualidad no ha hecho sino multiplicarse, solo puede medirse y parcialmente simularse. Cada poco tiempo un nuevo estudio científico revela complejas interacciones que afectan al carbono que se aporta o que se quita de la atmósfera.
Extrayendo fósforo del suelo y nitrógeno del aire para hacer fertilizantes y aprovechando la energía basada en el carbono que se almacenó durante cientos de millones de años los seres humanos estamos aumentando la productividad y acelerando ciertas partes de los ciclos de la materia y energía muy por encima de los niveles naturales. El ser humano bate récords planetarios con inusitada facilidad y rapidez. Quizá uno de los más sorprendentes es el de ser la única especie capaz de apropiarse de aproximadamente la cuarta parte de toda la producción biológica primaria neta de la Tierra. Este es el impacto primordial y último de nuestra especie sobre el planeta. Pero no el único.