Lo primero que hace Emilio Criado cuando se sienta en el sofá es coger el móvil. Acaba de terminar una sesión de psicoterapia y se relaja mirando la pantalla. Natalia Martín, su psicóloga, regresa para acompañarnos hasta una habitación amplia donde impera el color blanco y en la que destaca un enorme espejo unidireccional –al otro lado hay una sala habilitada para ver, escuchar y grabar las sesiones–. “Vine aquí por adicción a las nuevas tecnologías, pasaba ocho horas al día con los videojuegos. Mis padres se preocuparon y decidieron solicitar ayuda profesional”, cuenta el adolescente, que hoy cumple 14 años.
Según Martín, sanitaria en el centro de salud mental ITA Moscatelar, cuando Emilio empezó la terapia semanal le costaba expresar lo que sentía. Era la primera vez que acudía al psicólogo. A esta sesión sumaron dos mensuales: una terapia familiar y la cita con el psiquiatra. Casi tres meses después, el joven cuenta sus problemas con una normalidad que sorprende. “En el confinamiento, como dábamos las clases online, terminaba una y me ponía a jugar. Este curso [estaba en segundo de la ESO, que es presencial] jugaba por las tardes”. Emilio reconoce que antes de que estallara la pandemia no estaba tanto tiempo con los videojuegos, pero en la cuarentena se ponía con la Play Station o el ordenador porque era lo único que tenía “para no aburrirse” y para estar conectado con sus amigos, que también juegan en línea.
El análisis de Martín es algo distinto. “Cuando se encontraba mal, se encerraba en su cuarto y jugaba a los videojuegos, lo que no ayudaba si se sentía desmotivado porque dan un refuerzo inmediato, son adictivos. Y esta bajada de ánimo le ha afectado a las notas porque en vez de estudiar, jugaba”, explica la especialista en trastornos de conducta.
En un congreso virtual organizado a principios de junio por la la Asociación Española de Pediatría (AEP), los más de 3.000 profesionales reunidos lanzaron la voz de alarma ante la saturación en lo centros de salud mental y en las urgencias psiquiátricas por la alta demanda de solicitudes de pacientes menores de edad.
“El fenómeno del incremento de ingresos urgentes de adolescentes por problemas de salud mental se sitúa en torno al 30%”, afirma Mercedes Navío, coordinadora de la Oficina Regional de Salud Mental y Adicciones de la Comunidad de Madrid. En Catalunya, los sanitarios han avisado de un aumento del 50% por urgencias psicológicas de jóvenes. “El sistema público está colapsado”, advierte con preocupación Celso Arango, director del Instituto de Psiquiatría y Salud Mental del Hospital Gregorio Marañón de Madrid.
Camas llenas
En la unidad de hospitalización de adolescentes del servicio de Psiquiatría de este centro, uno de las cuatro que hay en la región, han ingresado 200 menores entre enero y mayo de 2021, un tercio más que en el mismo periodo de 2020. “A pesar de que en toda la Comunidad de Madrid se ha incrementado en un 30% el número de camas de hospitalización para adolescentes con problemas de salud mental, están todas llenas”, añade Arango, que además es presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría.
Los expertos que participaron en el congreso de la AEP también destacaron que hay un aumento preocupante de trastornos de conducta alimentaria, autolesiones e intentos de suicidio, así como casos de ansiedad, depresión y trastornos obsesivo-compulsivos. Además, subrayaron cómo se había disparado el consumo de pantallas en niños y jóvenes por el aislamiento y la falta de estímulos, entre otros motivos.
Precisamente, parte de la terapia que realiza Natalia Martín con Emilio consiste en encontrar nuevas motivaciones y mejorar en la planificación con sus estudios, así como trabajar la higiene personal que el adolescente había descuidado. “A raíz de tener nuevas ocupaciones y establecer rutinas en casa, como la hora de levantarse y acostarse, empezó a evolucionar”, señala la psicóloga que lo trata.
Aunque decidieron dar por perdido este curso para centrarse en sacar las asignaturas que le quedaron de primero de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), Emilio reconoce que se encuentra mejor porque “hace más cosas y se organiza de otra forma”. Ahora está una hora y media con el móvil o el ordenador “porque le gusta y no quiere dejarlo”, como cualquier chico de su edad, pero invierte más tiempo en estudiar o en hacer deporte –juega al fútbol y al balonmano–.
—¿Tus amigos saben que vas al psicólogo?
—Sí, es algo normal. Hasta los famosos lo hacen: es como ir al médico.
El adolescente se despide con un poco de prisa. Tiene que ir a celebrar el cumpleaños. Estará con sus amigos de toda la vida. Algunas de ellos, afirma, también han ido a psicoterapia en alguna ocasión.
Ingresos por trastornos de conducta alimentaria
Antes de la pandemia, en ITA Moscatelar trataban a 71 pacientes; ahora atienden a 124. “Estamos desbordados”, confiesa su directora Marta Gago. “Hemos tenido que contratar a tres terapeutas, una nutricionista, aumentar las jornadas de los psiquiatras, de los educadores sociales… No damos abasto”. La psicóloga explica que el verano pasado empezaron a notar más afluencia de pacientes, pero con el inicio del curso en septiembre empezó a ser más notorio.
Además de tratar a adolescentes como Emilio, este hospital privado está especializado en los trastornos de conducta alimentaria (TCA), cuyas patologías (anorexia, bulimia y trastorno por atracón) tienen en común la obsesión por el peso, el cuerpo y la alimentación. Actualmente, allí tratan a 75 pacientes con este problema, el doble que antes de que estallase la pandemia, y nueve de cada diez son mujeres. Un incremento que se asemeja a lo que han detectado en los centros de salud mental y hospitales públicos de la Comunidad de Madrid. “En el Gregorio Marañón, los dos grandes grupos de pacientes menores de edad que necesitan hospitalización en el servicio de Psiquiatría del Niño y del Adolescente son los que llegan con trastornos de conducta alimentaria, con un incremento del 80% con respecto a 2020, y con trastornos afectivos-adaptativos con ideación suicida, con una subida del 30%”, apunta Celso Arango.
Irene Cano, de 22 años, es una de las pacientes que acuden allí para curar esta enfermedad. Se sitúa en la franja de edad en la que muchos jóvenes han solicitado atención psicológica o psiquiátrica durante la pandemia –según una encuesta publicada por el CIS en febrero de 2021, las personas de entre 18 y 34 años son las que más habían frecuentado los servicios de salud mental hasta ese momento–. Como le pasa a Emilio, Irene es la primera vez que acude al psicólogo, pero a diferencia de él, que va puntualmente, realiza su tratamiento en régimen de hospital de día en horario de 10.00 a 19.00 de lunes a viernes.
“Al principio odiaba este sitio, pero ahora es mi refugio”, confiesa esta estudiante de cuarto de Administración y Dirección de Empresas (ADE). Irene ha recuperado su peso, pero llegó a perder 15 kilos. Cuando empezó el tratamiento en marzo pasado creía que iba a estar dos o tres semanas como mucho. Sin embargo, tuvo que paralizar el curso para poder curarse.
“Pones el piloto automático y no paras. Hay momentos en los que tienes que dejarlo todo”, apunta Marta Gago. En el hospital que dirige, la terapia en pacientes que tienen TCA consiste en sesiones individuales con el psicólogo, pero también grupales, llegando a tener cuatro al día, y una mensual a la que acuden familiares. Hacen seguimiento desde Psiquiatría y con el nutricionista y hay un control de las comidas, el peso e, incluso, acompañan a los pacientes al baño. El coste del tratamiento de Irene ronda los 1.500 euros mensuales, aunque en su caso, el 80% lo cubre el seguro escolar. Emilio, sin embargo, paga 369 euros al mes sin descuento por el seguro.
Más de tres meses después del ingreso, Irene cuenta sin tapujos su historia. “En la cuarentena comencé, lo típico, a hacer deporte. Al principio entrenaba una vez al día en el jardín de casa, estudiaba y me iba a la habitación. Siempre he hecho deporte, pero nunca me ha apasionado. Pero todo fue a más. Cuando nos dejaron salir a la calle, pasé de entrenar de una a tres veces al día y salía a correr. La redes sociales tampoco ayudaron. Veía los vídeos de Patri Jordán (famosa youtuber con 11 millones de seguidores) y pasaba cada vez más tiempo en Instagram, leyendo mensajes que me iban metiendo aún más en la enfermedad. La primera vez que la vieron sus amigas, exclamaron: ”¡Qué tipazo! Le dio un “subidón” y empezó “la fiesta” con la comida.
“El trastorno sigue, pero sé que se va a acabar”
De comer sano pasó a comer muy poco. Y llegaron los atracones. En un viaje que hizo en septiembre con sus amigas apenas bajaba a la playa, se pasaba el día entrenando y seguía alimentándose poco y mal. “Una noche íbamos a salir y no me podía permitir comer, así que con un melocotón me propuse el reto de hacer una tabla de crossfit y aguantar hasta la cena. Eso te empoderaba. Cuando llegué al restaurante, me metí un atracón como si no hubiera un mañana. Llevaba casi seis meses sin comer bien”, relata la joven. Pero “la fiesta más gorda” empezó después con la compensación. Hizo uso de la ingesta de laxantes para expulsar parte de la comida ingerida durante los atracones y a veces vomitaba.
Cuando empezó el curso en septiembre, al estilo de vida que llevaba se sumaron los estudios y su trabajo en una tienda de ropa. Dejó de dormir bien y llegó la depresión. “Me preguntaba por qué estaba triste y empecé a tomar antidepresivos”, señala Irene.
La joven madrileña confiesa que ha conseguido salir de la depresión y ha vuelto a ser la que era, pero en una versión mejorada. “Era como una persona muy simpática, pero falsa. Ahora soy más autocrítica”. Ella misma ha descrito con detalle su historia en una carta donde cuenta cómo, gracias a su psicóloga Jimena, encontró muchos “monstruos” que le habían llevado al hospital. “El trastorno sigue ahí y estoy harta, pero no me rindo. Me queda mucho por delante y lo único que sé es que se va a acabar”.