“Cuando quise hablar con la congregación sobre mi cotización, en 2002, la superiora me colgó el teléfono. Y hasta hoy”. La de Araceli es una de las muchas historias con las que se encuentran exreligiosas que, tras abandonar los hábitos, descubren que su trabajo no existe a efectos laborales y por tanto tampoco existe en el cálculo de su pensión. Que sus años trabajados en colegios, centros sanitarios o como agentes religiosos no han sido cotizados por las órdenes que debían hacerse cargo. Muchas de ellas no preguntan sobre ello hasta que les llega la edad de jubilarse, pero el derecho a reclamar prescribe a los cinco años. ¿Qué sucede? En la práctica, que casi todas las monjas que han abandonado su vocación religiosa no aparecen como trabajadoras. “Nos tratan como a limpiadoras, cocineras, secretarias... pero no nos pagan como tal”, dice Araceli. Las monjas que acaban su vida en la Iglesia nunca se dan cuenta porque su manutención corre a cargo de sus instituciones.
Durante años, Araceli, a punto de cumplir 60 años, trabajó “dando clases de Religión y catequesis”, y también asistiendo a personas con problemas de droga y prostitución. En la localidad venezolana de Mérida llegó a ser secretaria del actual cardenal Porras Cardozo. “Fueron años con momentos muy bonitos, y otros muy difíciles y duros” en los que surgieron algunos escándalos sexuales relacionados con el clero y una denuncia contra el obispo, a quien acusaron de tener dos hijas. Todos los casos fueron desestimados.
“¡Prófuga!”
“Los últimos años fueron traumáticos. Tuve a una superior a la que conocía de cuando era niña en el colegio de Málaga, y pensé que sería diferente”. No fue así: Araceli sufrió “mentiras, malos tratos”, según denuncia, hasta el punto de “cuestionar mi vocación”. Tras unos años de duda, decidió abandonar la orden. “Cuando salía por la puerta, la superiora me llamó 'prófuga'. Me dieron la espalda y mintieron sobre mí. Dijeron que me había ido porque mi madre estaba muy enferma”. Sus 'hermanas' tampoco quisieron saber nada de ella, y algunas la tildaban de “traidora”, relata. La congregación de las Hermanas de la Presentación ha sido contactada por este medio sin obtener respuesta.
“Cuando me salí, mi padre intentó arreglar el problema de mis años cotizados con el obispo, pero él no quiso ayudarnos”, añade la exreligiosa, desde hace cuatro años felizmente casada. En total, fueron doce años sin cotizar. La familia intentó solucionarlo denunciando ante la Seguridad Social, pero “los abogados le dijeron a mi padre que con la Iglesia no había nada que hacer”. Al cabo de unos años, cinco, la denuncia de sus años cotizados había prescrito a ojos de la Administración.
“Ellas cotizan por las hermanas cuando estás en España, pero cuando me fui a Venezuela dejaron de hacerlo, era como si no existiera”, añade. “Hay una falta de coherencia entre lo que se predica y lo que se vive”, denuncia esta mujer, que añade que otra de las razones de su marcha fue “el papel de la mujer en la Iglesia, que es peor que el segundo plano”. Toda esta situación no ha hecho mella en su fe, “pero sí en mis principios. Creo en Dios, pero no practico. Lo que sí se derrumbó es lo que había construido durante gran parte de mi vida”.
La situación laboral de Araceli no es única. Los religiosos españoles, desde 1982, son autónomos. Pero no se dan de alta o baja en la cotización por su actividad sino en orden a la protección social. Al llegar a una edad se jubilarán pero seguirán haciendo exactamente lo mismo. “Como religiosos, nosotros seguimos trabajando”, apunta Miguel Campo, profesor de Derecho Canónico y Eclesiástico del Estado en Comillas y uno de los asesores jurídicos de temas fiscales en la Conferencia Española de Religiosos (Confer).
Desde 1982, religiosos y religiosas forman parte del RETA (Régimen Especial de Trabajadores Autónomos), pero no porque desempeñen un actividad por cuenta propia, sino para que no queden fuera del sistema, obtengan cobertura sanitaria y una pensión cuando se jubilen. En el caso de la vida religiosa, es la congregación la que se encarga de todo: de su inscripción en la Seguridad Social, de notificar las altas y bajas, gestionar su seguro sanitario y pagar sus cotizaciones, dado que los autónomos religiosos cumplen voto de pobreza y no disponen (o no deberían disponer) ni siquiera de cuenta bancaria propia.
“Durante años, algunos institutos no lo hacían, o lo hacían una vez se profesaban los votos perpetuos”, señala el experto, que sostiene que la situación hoy ha cambiado radicalmente. Aunque, según ha sabido este diario, algunas congregaciones de clausura, especialmente en conventos con monjas mayores y que no 'producen' (no tienen actividad económica reseñable y únicamente se dedican a la oración), durante años dejaron de pagar las cotizaciones. ¿El efecto? Que si una religiosa abandona la orden, se vería literalmente en la calle y sin haber trabajado un solo día, a efectos de la Seguridad Social.
Las congregaciones no cotizan en el extranjero
El problema de Araceli, como el de otros exreligiosos secularizados, está en que, según la legislación española, la RETA les afecta siempre que “residan y desarrollen normalmente su actividad en el territorio nacional, exclusivamente bajo las órdenes de sus superiores respectivos y para la Comunidad Religiosa a la que pertenezcan”. Así, los años cotizados en el extranjero dependen, única y exclusivamente, del convenio que tengan España con el Estado correspondiente. Y del control que haya que, en muchos países (denominados 'de misión'), no existe.
“Es cierto que si la congregación hubiera cotizado por ella en España, mientras residía en el extranjero, sería algo ilegal. Habría que ver los convenios de colaboración entre España y Venezuela”, sostiene Miguel Campo, quien recalca que en los últimos años se han dado “un goteo de casos” de difícil solución. “El derecho de la Seguridad Social a reclamar las cotizaciones no realizadas prescribe a los cinco años. Pasado este tiempo ya no se puede exigir al instituto que realice las cotizaciones. Otro escenario distinto se planteará cuando el exreligioso llegue a la edad de jubilación. Ahí el instituto sí que podría ser obligado a aportar el capital-pensión que corresponda. Eso sí, siempre seguimos hablando de religiosos, españoles o extranjeros, residentes en España, no fuera del territorio nacional”.
La salida en el caso de Araceli, que ya ve cerca su jubilación, puede venir del hecho de que la labor de su antigua congregación sea catalogada como misionera. Desde 1998, el Estado español asegura la pensión mínima a misioneros y cooperantes. En caso de poder demostrar esta actividad misionera, Araceli podría reivindicar sus últimos tres años en Venezuela, pero no los 15.
Una cuestión de 'equidad'
Pero, más allá de lo legal, el asesor jurídico de Confer sostiene que las instituciones religiosas no puede dejar colgadas a aquellas personas que, durante años, se formaron y trabajaron para la Iglesia. “Es una cuestión de equidad”, sostiene el experto, que insiste en que “es un tema de justicia para con personas que han formado parte de la comunidad y que han compartido su tiempo y su trabajo durante años.
De hecho, en el escrito de salida del instituto de Araceli, similar a cualquiera de los que se prescriben en el Vaticano, se estipula que “según el canon 702.1, nada puede exigir de su instituto, el cual no obstante deberá observar la equidad y la caridad evangélica según el punto 2 del mismo canon”. Para Miguel Campo, “es de equidad que a alguien que abandona la vida religiosa se le ayude económicamente”.
“Los institutos deberían hacer una reflexión de justicia social”, recalca el jesuita. Por esa misma equidad de la que habla el Derecho Canónico “las congregaciones deben ayudar a las personas que se han salido” porque, por el voto de pobreza, “quien deja la vida religiosa en una edad madura está hipotecado para tener una vida semejante a los trabajadores de la misma condición”. Y ahí, la vida religiosa “tiene la obligación moral” de no dejar a sus antiguos hermanos, como Araceli, en la estacada.