La larga historia del control de las faldas cortas y la ropa femenina
- En el Deuteronomio 22:5: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace”
Luisa Capetillo. Anette Kellerman. Micheline Bernardini. Charlotte Reid. Son algunos de los nombres de mujer que sirven como hitos en la larga historia del control legal de la ropa femenina. Desde la antigüedad clásica (el primer código legal escrito griego) hasta hoy mismo y con diferentes y variadas justificaciones (religión, política, obscenidad, escándalo, excesivo lujo) numerosas jurisdicciones han legislado y hecho cumplir códigos de vestimenta que han afectado desproporcionadamente a una mitad de la población sobre la otra.
Policías y jueces se han visto implicados en casi todos los países en el intento de decidir por la vía legal qué es aceptable y qué no en lo que respecta a lo que se puede poner una mujer en público. Encarnada en algunos nombres, esta es una breve e incompleta historia de un fenómeno que está lejos de haberse terminado: decenas de países aún hoy tienen leyes sobre la vestimenta femenina y surgen nuevas cada día.
Frugalidad por decreto
Numerosas sociedades desde la era clásica hasta bien entrado el siglo XVII se preocuparon por el exceso de lujo en la vestimenta y mobiliario de sus ciudadanos y legislaron quién podía llevar qué tipo de telas, colores o piezas de ropa y quién no según sexo, profesión y rango social.
El primer ejemplo aparece en el Código Locrio, el primer compendio escrito de leyes de la antigua Grecia que fue promulgado por el mítico Zaleuco para la ciudad de Locros Epicefiros en la magna Grecia del siglo VII AC. Entre las pocas normas que se conservan está la que prohíbe a las mujeres llevar vestidos dorados y sedas refinadas, a no ser que se trate de su traje de novia, y la que fuerza a las mujeres casadas a llevar ropas blancas e ir acompañada por una esclava en público; sólo las núbiles podían llevar ropa de diferentes colores.
Roma, en tantas cosas heredera de Grecia, también reguló en sus normas los ropajes; determinadas categorías de tejido como la seda, el número de bandas coloreadas en una túnica y sobre todo el uso de determinados colores, en especial el famoso Púrpura de Tiro, estaban reservados a senadores, caballeros u otras clases determinadas y su uso estaba prohibido para el resto.
Para que las mujeres decentes no se pudieran confundir, Roma legisló también el uso obligatorio de una toga coloreada en tonos rojos (Toga muliebris) para las prostitutas y las divorciadas por causa de adulterio. Estas y otras limitaciones estaban codificadas en las llamadas Leyes Suntuarias proclamadas durante la República cuyo cumplimiento era más bien relajado; a lo largo del Imperio fueron cayendo en desuso.
En la Europa medieval, durante el Renacimiento y en Gran Bretaña hasta el siglo XVIII se siguieron promulgando leyes que, con la excusa de limitar los gastos suntuarios, creaban unos códigos sociales de vestimenta que en la práctica servían para subrayar y perpetuar las diferencias sociales.
Un ejemplo son los Estatutos Suntuarios promulgados por Isabel I de Inglaterra reformando legislación anterior. En estos estatutos se especifica con meticuloso detalle qué rangos nobiliarios pueden llevar qué tipos de tejido (seda, brocados, oro, diferentes pieles) diferenciando entre hombres y mujeres y llegando hasta la longitud de las espadas o la superposición de las prendas.
Así, por ejemplo, ninguna mujer que no tuviese rango de esposa de caballero o superior estaba autorizada a lucir cordones de seda sobre sus ropajes externos. Sólo las esposas de Caballeros de la Espuela y del Consejo Privado, duquesas, marquesas y damas de compañía y de honor de la reina además de vizcondesas y baronesas, estaban autorizadas a usar terciopelo carmesí en según qué prendas dependiendo de su rango concreto. La violación de las normas era castigada con multas, aunque el cumplimiento era laxo.
Los peligrosos zapatos de tacón
Otra prenda que provocaba furor en la Europa medieval eran los zapatos de tacón en sus diferentes encarnaciones y estilos. En un primer momento fueron puestos de moda por las damas de las cortes como método para realzar su belleza y disimular la escasa estatura, pero pronto se convirtieron en una verdadera carrera hacia el absurdo.
Por ejemplo los chapines, una especie de zapatos de plataforma de origen español que se extendieron por el continente en el siglo XV, llegaron a alcanzar alturas ridículas de más de 70 centímetros. Para evitar la competencia en esta moda, Venecia legisló en 1430 que no podrían superar las tres pulgadas, unos siete centímetros.
La preocupación legislativa por los zapatos de tacón y su efecto en el atractivo femenino se extendieron en el tiempo: en el Estado norteamericano de Massachusetts una ley del siglo XVII amenazaba con considerar brujas a las mujeres que atrajeran a un hombre al matrimonio con el artero uso de zapatos de tacón; ni que decir tiene que en aquel momento y lugar ser considerada bruja no era muy saludable.
En 1770 se presentó en el Parlamento británico una proposición de ley para castigar con las mismas penas que la brujería el uso de zapatos de tacón y de otros engaños cosméticos, prueba de que los legisladores todavía consideraban su uso un peligro social, o al menos algo similar a una estafa.
En la actualidad los zapatos de tacón siguen causando problemas y provocando la presentación de proposiciones de ley, aunque ahora son las mujeres las que solicitan protección legal. En determinadas industrias y puestos de trabajo (auxiliares de vuelo, camareras, recepcionistas, etc) hay empresas que obligan a sus empleadas a usar uniformes que a veces incluyen zapatos de tacón.
Varios conflictos laborales han surgido en relación con esta obligación o con despidos relacionados con la negativa de algunas empleadas a usarlos; una recepcionista británica que perdió su empleo por esta razón llegó a reunir 130.000 firmas para presentar una proposición de ley ante el Parlamento británico con la que forzar la resolución del problema. El hecho de que los zapatos de tacón pueden provocar problemas médicos si se usan durante demasiado tiempo avala estas peticiones.
La amenaza del pantalón
El pantalón era considerado en la era clásica una prenda bárbara que las personas civilizadas no utilizaban jamás. A lo largo del Imperio Romano, sin embargo, la progresiva mezcla de pueblos y costumbres acabó extendiendo su uso, que se hizo prácticamente universal en Occidente, eso sí, única y exclusivamente entre los hombres. Hasta tal punto de que a partir del siglo XIX, y bien entrado ya el XXI, ha habido mujeres que han sido encarceladas por atreverse a usar pantalones en público. Una curiosa mezcla de religión e indignación moral ante la confusión de sexos hizo de esta prenda un símbolo feminista, y también de opresión legal.
La base original para la rotunda prohibición del uso de pantalones por las mujeres que se extendió en uso y ley hasta bien entrado el siglo XX (y que aún perdura en ciertos lugares) está en el Deuteronomio 22:5: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace”.
Por esta cita y por considerarse el pantalón como prenda quintaesencialmente masculina era en el siglo XIX de enorme escándalo la idea de una mujer vestida con ella (a pesar de la opinión tolerante de al menos un papa medieval). Sin embargo, la extensión de las ideas feministas y otras, como el uso de la bicicleta que hacía poco práctico llevar faldas, convirtieron el uso público de pantalones en reivindicaciones políticas en sí mismas, en algunos casos con resultado de detenciones.
Un ejemplo fue el de la activista puertorriqueña Luisa Capetillo, que aún en 1919 fue detenida y pasó una noche en comisaría por osar vestir un pantalón en publico. Y si esto suena a cuento de terror, conviene recordar que la primera mujer en llevar unos pantalones en el Congreso de Estados Unidos fue la republicana Charlotte Reid en 1969, pero hasta 1993 el Senado de EEUU prohibía el uso de esta prenda a las mujeres.
Dos senadoras, Barbara Mikulski y Carol Moseley Braun, desafiaron la norma y consiguieron que se anulara, tras un plante del personal femenino de la institución. Hay que considerar que las escuelas estadounidenses consideraban obligatorio el uso de vestidos para las niñas hasta la aprobación de las Enmiendas Educativas de 1972, que provocó que los pantalones se pusieran de moda.
De hecho los pantalones se consideraron símbolo de libertad femenina mucho antes: estrellas de Hollywood como Katharine Hepburn o Marlene Dietrich aparecían con frecuencia con ellos durante la década de los 30, y su uso se había extendido a la práctica deportiva o de actividades físicas (como la jardinería).
Durante la Segunda Guerra Mundial las mujeres movilizadas para trabajar en las factorías que habían dejado los hombres por el frente usaban con frecuencia ropa de trabajo que incluía monos o pantalones reforzados, normalizando así su uso. Aun así no fue hasta 2013 que la ciudad de París derogó una norma municipal que prohibía el uso de pantalones a las mujeres “excepto aquellas que tengan las manos en un manillar de bicicleta o en las riendas de un caballo”. Había sido diseñada para evitar las connotaciones revolucionarias de la prenda en aquella ciudad.
Los problemas con los pantalones originados en el Deuteronomio afectan también a algunas ramas de la religión judía, que consideran el espacio entre las piernas de la mujer como privado y por tanto exigen el uso de prendas que lo cubran, como una falda amplia. Razonamientos similares explica la preferencia por vestidos y faldas en grupos como algunas sectas menonitas. Otras confesiones, como los sij, interpretan que los pantalones son una prenda que cubre por completo las piernas de la mujer garantizando así el pudor, y aconsejan su uso.
Últimamente una interpretación extrema de la jurisprudencia islámica ha causado que el pantalón sea considerado haram (prohibido) por impúdico en países como Sudán, donde algunas activistas han sido amenazadas con penas de flagelación por usarlo en público.
Bañadores y pudor
Durante una buena parte de la historia en Occidente la ropa de baño nunca fue un problema: en la Era Clásica la gente se bañaba desnuda, y durante buena parte de la Edad Media y el Renacimiento el baño era algo que se hacía poco y en la intimidad. No había necesidad de trajes de baño, por tanto.
Pero cuando hacia mediados del siglo XIX se empieza a poner de moda el mar y darse baños en la playa aparece un problema: cualquier exhibición de anatomía, en especial femenina, es considerada inmoral y provocadora por lo que debía ser perseguida.
Así los primeros trajes de baño, para ambos sexos, dejan todo a la imaginación cubriendo desde los tobillos hasta el cuello, con manga larga y a menudo capucha y con telas que no transparenten y cortes que no marquen el perfil del cuerpo. Algo no muy diferente en corte, en realidad, del actual y polémico burkini.
Los hombres descubren enseguida que este género de trajes de baño son incómodos y poco prácticos, en especial para tomar el sol, por lo que en seguida simplifican y optan por una especie de calzón que llega a medio muslo unido en una sola pieza a una camiseta con tirantes confeccionado en tejido de lana ligero y ceñido, un modelo que se usa durante décadas sin problema aparente.
En el caso de las mujeres, sin embargo, dejar hombros, brazo y piernas al descubierto y marcar volúmenes se considera del todo escandaloso. Así comienza un pulso que durará más de un siglo: por un lado las mujeres buscan prendas de baño menos engorrosas y más prácticas que liberen su piel para el agua y el sol; del otro las autoridades, preocupadas por la provocación y el escándalo de semejantes exhibiciones.
En un primer momento el problema se soluciona con los carros de baño, carruajes que permiten entrar en el agua más ligero de ropa pero a cubierto de las miradas indiscretas. Pero esta solución no es práctica ni permite nadar; la extensión de los ideales deportivos y de la libertad de vestimenta provoca una búsqueda de modelos con mayor facilidad de movimiento. En las playas se libra una guerra de centímetros, según las autoridades intentan legislar la cantidad de carne femenina expuesta que es tolerable dando lugar a las inolvidables imágenes de policías imponiendo la ley regla en mano.
Ya en 1907 la nadadora y actriz Annette Kellerman fue detenida en la playa de Boston por utilizar en público un bañador escandaloso: un traje de lana tejida que la cubría de tobillos a cuello, pero que marcaba el cuerpo, similar al que ya empleaban los hombres (aunque más pudoroso).
El impacto de su detención y de su aparición en varias películas (fue una pionera de la natación sincronizada) fue tal que acabó dando su nombre a un estilo de traje de baño. Los annete kellerman eran bañadores de una pieza, algunos de ellos cubriendo por completo las piernas y otros acabando a medio muslo, que fueron la primera colección de moda de baño y antecesores de los actuales.
Pero al mismo tiempo en la cultura en general cada vez se abre más la mano, jugando incluso con las connotaciones sicalípticas de los trajes de baño más reducidos. En películas de los años 30 la sirena Esther Williams realiza sus coreografías acuáticas en sugerentes trajes de baño con nombres como double entendre (doble sentido), y algunas de sus bailarinas llegan a aparecer en trajes de dos piezas precursores del bikini de postguerra. Las mujeres recortan, mientras las autoridades intentan recortar los recortes.
Durante la Segunda Guerra Mundial, paradojas del destino, son las autoridades las que proceden a recortar: debido a la escasez de materiales y a que eran necesarios para el esfuerzo bélico, el Gobierno de EEUU solicita la reducción de un 10% en la tela necesaria para los trajes de baño.
La moda responde eliminando las falditas sobrepuestas y los cortes amplios que hasta entonces habían tratado de camuflar las formas de la mujer. Los bañadores empiezan a aproximarse a la forma actual, manteniendo todavía el tabú del ombligo a cubierto. Pero poco después habría de llegar a gran revolución, de la mano de las escaseces europeas de postguerra y de la necesidad de reinventar el glamour: el bikini.
“Es como el átomo, muy pequeño pero devastador”, dijo del bikini su creador. Y no era para menos: los testigos de la época fueron conscientes de que la diminuta y reveladora prenda violaba todos los tabúes sobre vestimenta femenina. Hasta tal punto que su creador, el diseñador de moda francés Louis Réard, no pudo encontrar una modelo de alta costura dispuesta a presentarlo y se vio obligado a contratar a una bailarina de strip-tease llamada Micheline Bernardini.
La versión de Réard tenía apenas 200 centímetros cuadrados de tejido, dejaba ampliamente al descubierto el ombligo y para ciertos diseños actuales sería considerada pacata, pero entonces provocó apoplejías: su uso fue prohibido en toda la costa atlántica francesa, Italia, España, Portugal y Australia, y en varios estados de EEUU se prohibió o se desaconsejó su uso.
Cuando en el certamen de belleza que acabaría convirtiéndose en Miss Mundo la ganadora, la sueca Kiki Håkansson, fue coronada luciendo un bikini, el papa Pío XII la condenó personalmente y países como Irlanda y España amenazaron con retirase de la competición. Como consecuencia del escándalo numerosos concursos de belleza prohibieron explícitamente el uso del bikini.
En EEUU el Código Hays que controlaba el contenido de las películas de Hollywood permitía trajes de baño de dos piezas, pero no mostrar ombligos; no se abandonó hasta entrados los años 60. Y no sólo las religiones y grupos moralistas se opusieron: para algunas corrientes feministas el bikini degradaba a la mujer al convertir su cuerpo en objeto de deseo masculino.
Hoy día todavía hay países, como India, donde el uso del bikini se considera inmoral. En los países donde rigen normativas de tipo religioso está prohibido y su uso perseguido, como en buena parte de Oriente Medio, donde es motivo de escándalo que una actriz aparezca con uno en una portada.
Pero en una buena parte del planeta el bikini clásico puede llegar a ser considerado como púdico, en comparación con otras versiones más extremas o con la práctica (cada vez más común) del nudismo. En este caso, como en los anteriores, las mujeres y su afán de libertad acabaron por ganar la partida a las leyes y su afán de control, siempre mucho más desatado cuando se trata de limitar la libertad de acción de la mujer. Las polémicas con la ropa femenina y su significado siguen, y seguirán; pero el resultado final no deja lugar a la duda.