Lince, el tigre mediterráneo escapa de la desaparición

José María Montero

Director de ‘Espacio Protegido’ (Canal Sur Televisión) —
6 de agosto de 2023 22:21 h

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Ahora, cuando el peligro de extinción –crítico, como lo juzgó la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza en 1986– parece haberse sorteado, es relativamente fácil hablar del número de linces que habitan en la Península Ibérica, de las zonas en donde campan, de los riesgos a los que se exponen o de las medidas más eficaces para conservarlos. Pero en 2002, cuando se completó el primer censo fiable de la especie, todo eran suposiciones, más o menos documentadas, pero sin el rigor que se requería para enfrentarse a una situación dramática. 

El examen territorial arrojó un balance que daba la razón a los más pesimistas: apenas quedaba un centenar de linces repartidos en dos poblaciones incomunicadas entre sí, una en la comarca de Doñana y otra en las sierras de Andújar, Cardeña y Montoro, entre las provincias de Jaén, Córdoba y Ciudad Real. 

En algo más de una década, se calculó entonces, la especie había perdido el 90% de sus efectivos. Un animal que se había convertido en la reliquia de un mundo, el del monte mediterráneo bien conservado, que desaparecía; un felino cuyas necesidades y hábitos ya no encajaban con el modelo de naturaleza que un progreso mal entendido había terminado por imponer en demasiadas zonas rurales.  

Cuentan los cronistas que a mediados del siglo XIX llegaban anualmente a Madrid, desde los alrededores de la capital, entre 200 y 300 pieles de lince para su uso en peletería. Era entonces abundante en casi todo el país. Algunos años después, comenzado el nuevo siglo, y en un escenario mucho más silvestre, el de los terrenos del actual Parque Nacional de Doñana, el lince también era cazado sistemáticamente: hasta siete ejemplares se cobraban en un solo día. Con tanta abundancia, nada hacía suponer que se trataba de una especie que iniciaba entonces su ocaso y que ya era prácticamente imposible de encontrar en el norte del país, donde había llegado a estar presente en enclaves de Salamanca, Palencia, Asturias y Galicia.

En 1960 el lince ibérico ocupaba un territorio total cercano a los 60.000 kilómetros cuadrados. Aunque las poblaciones del felino habían quedado restringidas al cuadrante suroccidental de la Península, su distribución era amplia, y más o menos continua, en Sierra Morena, los Montes de Toledo, las sierras de Extremadura, parte del Sistema Central, los montes del sur de Portugal, ciertas zonas de la provincia de Granada y la comarca de Doñana. Incluso es posible que todavía sobrevivieran algunos núcleos aislados en Aragón, Murcia y, quizás, entre Castilla y Galicia.

“Torbellino de extinción”

Cuando se publicó aquel censo dramático, el de 2002, la superficie en donde era posible localizarlo se había reducido por debajo de los 15.000 kilómetros cuadrados y, lo que era peor aún, los grandes núcleos en los que había llegado a habitar habían quedado fragmentados en pequeños enclaves dispersos e incomunicados entre sí. Muchos de ellos contaban con tan pocos ejemplares que la extinción estaba prácticamente garantizada a corto plazo. Expertos en biología de la conservación, como Miguel Delibes, uno de los máximos especialistas en la especie, hablaban entonces de un “torbellino de extinción” que afectaba a esas pequeñas poblaciones y las arrastraba a ser cada vez más y más pequeñas, hasta la total desaparición de las mismas. 

Doñana era uno de esos territorios donde, gracias a las limitaciones y vigilancia que permitía su consideración como Parque Nacional, el lince ibérico había conseguido sobrevivir a duras penas, aunque el número de ejemplares que ocupaba la reserva era pequeño (no sobrepasaban el medio centenar) y se mantenían ciertas amenazas que no eran fáciles de corregir, sobre todo las que se referían al hábitat, la alimentación y el espacio que requiere este felino. Por cierto, que dentro de ese grupo animal, y en contra de lo que pudiera pensarse a la vista de su porte, el lince ibérico desciende de las grandes fieras. Es decir, que mantiene mayores vínculos de parentesco con el tigre que con el gato montés, y más cercanía evolutiva con el leopardo que con un ocelote.

Para empezar, el lince ibérico es un especialista, diseñado para alimentarse, casi en exclusiva, de conejos. Investigaciones llevadas a cabo en Doñana revelaron la intensidad de este vínculo, ya que de 1.200 presas analizadas en las heces de estos felinos, tan solo 19 no eran conejos. Su tamaño, su dentición o su musculatura están ajustadas a las características de esta presa, y hasta sus horarios de actividad se adaptan, según las circunstancias, a los del conejo. 

La situación pudo revertirse gracias a un gran acuerdo entre las administraciones, las ONG, propietarios de fincas, colectivos de cazadores y vecinos

Por desgracia, su principal alimento ya no es tan abundante como antaño, en parte por las modificaciones que han sufrido las zonas rurales y también por el impacto de algunas enfermedades. Los conejos mueren en verano de mixomatosis y en invierno de neumonía. De nuevo tomando como referencia los datos recopilados por los investigadores de la Estación Biológica de Doñana (EBD), se puso de manifiesto cómo a comienzos del siglo XXI la abundancia de conejos en ese territorio protegido era, en promedio, 20 veces menor que la registrada a mediados del siglo XX. 

En lo que se refiere a su hábitat, el lince ibérico es igualmente selectivo. Es un cazador del monte mediterráneo y necesita, por tanto, el abrigo de espesas manchas de matorral, salpicadas de algunos claros en los que crezca el pasto que sirve de alimento a sus presas. Zonas de vegetación bien conservada en donde las actividades humanas no molesten demasiado.

Una hembra reproductora, explican Delibes y Paco Palomares, otro de los investigadores de la EBD especializados en el felino, “precisa al menos de trescientas o cuatrocientas hectáreas para resolver todas sus necesidades y, en zonas donde comida y refugio no abunden, esta superficie puede llegar a superar las mil hectáreas”. Si hablamos de una población mínima, compuesta por varias parejas, las necesidades de espacio se multiplican hasta sumar varios miles de hectáreas.  

En el caso de Doñana, uno de los problemas más difíciles de resolver era, por tanto, el vinculado a las propias limitaciones de espacio del parque nacional (que se extiende por algo más de 50.000 hectáreas protegidas). Un factor que explica, tratándose de un animal muy territorial, que los cachorros una vez independizados de las madres tengan que buscar un hogar en donde instalarse, tarea que les obliga a recorrer grandes distancias y a encarar peligros que les resultan absolutamente desconocidos, como carreteras, cepos o cazadores furtivos.

En resumen, para dispersarse, cuando apenas tienen dos años de edad, los linces deben afrontar un peligroso viaje sin rumbo fijo. Lo normal, señalan Delibes y Palomares, es que tarden al menos dos o tres meses en encontrar un territorio adecuado, pero a veces la búsqueda se complica tanto que pueden estar dos largos años deambulando. Aunque como promedio suelen establecerse a una veintena de kilómetros del lugar en que nacieron, se han documentado casos en los que algunos individuos han llegado a explorar más de 1.000 kilómetros cuadrados. Y en zonas rurales, cada vez más humanizadas, ese trasiego difícilmente puede hacerse, en continuo, al abrigo del monte mediterráneo. Los linces se ven por tanto obligados a ‘saltar’ entre las manchas de vegetación, un comportamiento para el que no están muy bien dotados.

Así de negro se dibujaba el horizonte para la especie hace justamente dos décadas pero, contra todo pronóstico, la situación pudo revertirse. ¿Qué ocurrió para frenar este torbellino que conducía a la extinción? Más allá del valor que tuvo aquel diagnóstico, aquel censo que reveló trágicas evidencias, se produjo un inusual acuerdo entre administraciones de diferente signo político. “Un acuerdo –destaca Javier Salcedo, coordinador del proyecto europeo Life Lynxconnet– al que se sumó la comunidad científica, las ONG de perfil conservacionista, propietarios de fincas, colectivos de cazadores, vecinos de las zonas en donde habitaba el felino…”. Había que actuar con urgencia en numerosos frentes que tenían que ver con las condiciones ambientales (hábitat, alimento, diversidad genética…), pero se necesitaba, sobre todo, precisa Salcedo, “una estructura de gobernanza que permitiera la participación de todos esos sectores, de manera que no se impusieran medidas de conservación sino que, entre todos, se construyera un marco de confianza y entendimiento que facilitara todo el trabajo que había que acometer”. Hoy, en el proyecto Life que coordina Salcedo, y que es el eje de todas las acciones de conservación destinadas a la especie en España y Portugal, trabajan 21 socios, con un presupuesto global cercano a los 19 millones de euros. Y este, el Life Lynxconnet, es el cuarto programa europeo destinado a salvar a la especie, una tarea que comenzó en aquel decisivo 2002.

La historia de Aura

El éxito de la reproducción en cautividad, cuyos primeros resultados se consiguieron en el centro de cría de El Acebuche (Doñana) en 2005, añadieron una cierta tranquilidad al trabajo de los especialistas: en el peor de los casos, la especie no terminaría por extinguirse. Pero este recurso no debía suponer una excusa para relajar la conservación de las poblaciones silvestres. Los que temían que este esfuerzo restara apoyos a esos otros linces que se enfrentaban a la supervivencia en Doñana o en Sierra Morena vieron cómo buena parte de la información científica que comenzó a generarse, ya fuera sobre genética, nutrición o fisiología reproductora, servía para un mejor manejo de las poblaciones silvestres. De hecho, precisa Salcedo, “sólo en 2020 ya nacieron en libertad más cachorros que todos los que se han venido liberando procedentes de la cría en cautividad. Hasta ahora esta técnica ha permitido liberar algo menos de 350 cachorros, mientras que en 2020, y en sus poblaciones silvestres, anotamos el nacimiento de unos 400 cachorros, y en 2021 ya sumamos alrededor de 500”. 

La historia de Aura, una lince hembra que en 2002 fue capturada en Doñana y conducida al zoobotánico de Jerez de la Frontera (Cádiz), resume el valor del programa de conservación ex situ. Cuando se trasladó al centro de cría gaditano apenas era un cachorro con un mes de vida y pocos podían entonces imaginar que iba a convertirse en el ejemplar más longevo del que se tienen noticias y una de las piezas clave en el programa de reintroducción de la especie. 

A finales del pasado mes de octubre se informó de la muerte de Aura y también supimos que a lo largo de sus 20 años de vida había parido un total de 14 cachorros. Su descendencia, los genes que ha ido distribuyendo, suman más de 900 ejemplares de cinco generaciones, lo que resulta aún más llamativo. Todavía seis de sus descendientes directos viven en núcleos silvestres y otros ocho permanecen en cautividad, contribuyendo a los programas de cría. 

Como muestra el caso de Aura, los linces procedentes de los centros de cría, o aquellos extraídos del medio natural por considerar que estaban sometidos a amenazas que hipotecaban su viabilidad, se han ido repartiendo y reintroduciendo en los diferentes núcleos en donde hoy habita la especie, asegurándose en todos los casos, y como una de las condiciones indispensables, de que hay suficiente alimento (conejo) disponible y de que las amenazas no naturales no constituyen un peligro desproporcionado. 

Hoy la población ibérica de lince se sitúa en torno a los 1.400 ejemplares, de manera que en dos décadas se ha multiplicado por 14. A aquellos dos núcleos andaluces, Doñana y Sierra Morena, en donde se refugiaban los supervivientes, se han sumado los núcleos de Montes de Toledo y Campo de Calatrava, en Castilla-La Mancha, Matachel-Alange, en Extremadura, y el portugués del Vale do Guadiana. “No tenía sentido dejar al lince confinado en reductos como Doñana porque nos arriesgábamos a perder la especie”, explica Salcedo. Doñana ya jugó su papel como tabla de salvación en tiempos difíciles y hoy, aunque resulte paradójico, los atropellos que se producen en el entorno del Parque Nacional hablan del crecimiento y la dispersión de la especie: una mala noticia es, al mismo tiempo, una buena noticia. Los expertos consideran que va a ser difícil rebajar el impacto de esta amenaza que todos los años acaba con el 6,5% de los linces, pero se siguen acometiendo obras en las carreteras que discurren por las zonas más sensibles para reducir el peligro, y ensayando nuevas tecnologías que, con menor coste que la obra civil, también rebajen la sangría. 

Aura, capturada en Doñana en 2002, fue clave en la reintroducción de la especie: su descendencia suma 900 ejemplares de cinco generaciones

Decir que los atropellos están acabando con unos 80 linces cada año, cuando se están invirtiendo cantidades millonarias de fondos nacionales y extranjeros para salvar a la especie, causa una lógica inquietud ciudadana y las protestas, razonadas, de numerosas entidades y colectivos conservacionistas. Salcedo admite que la cifra “nos preocupa, pero no puede evaluarse de manera descontextualizada. Conforme vaya aumentando la población de linces ibéricos, tal y como viene ocurriendo, va a crecer el número de atropellos. Aunque resulte chocante, si no hubiera atropellos sería una mala noticia, el indicador de una escasez de población alarmante”. 

La gran reserva de linces ibéricos se localiza ahora en la Sierra Morena Oriental, distribuida en varios núcleos que han terminado por fusionarse (Guadalmellato, Cardeña-Andújar, Guarrizas, Campo de Montiel), pero el hecho de que la especie ocupe ya más de 4.000 kilómetros cuadrados en diferentes puntos de la península, y que en cada uno de esos puntos haya ejemplares suficientes, y en particular hembras reproductoras suficientes, ayuda a sortear otra de las principales amenazas que era la endogamia, es decir, la falta de diversidad genética. Este empobrecimiento genético hacía que la especie fuera mucho más vulnerable a las enfermedades y menos eficaz a la hora de reproducirse. 

Colonizaciones puente

La UICN (Unión Internacional de la Conservación de la Naturaleza) rebajó, por fin, aquella consideración extrema (en peligro crítico de extinción) y ahora el lince ibérico se encuentra en la categoría de las especies “en peligro”, muy cerca ya de considerarse “vulnerable”, una rebaja que posiblemente se obtenga en la próxima revisión de este listado, cuando sea posible certificar que al menos 250 hembras reproductoras se han mantenido a salvo en el medio natural durante cinco años. Para conseguirlo y consolidar el buen ritmo de recuperación de la especie, los objetivos a medio plazo de este esfuerzo colectivo pasan por las “colonizaciones puente”, pequeños reductos de linces que sirvan para conectar esos seis grandes núcleos en los que ahora habita el felino. También se está trabajando en la recuperación de dos núcleos históricos, dos zonas donde el lince terminó por extinguirse pero que reúnen condiciones favorables para su reintroducción: Sierra Arana (Granada) y Altos de Lorca (Murcia). Y, como es lógico, continúa el esfuerzo por reducir la tasa de mortalidad no natural, para mantenerla por debajo de niveles tolerables. 

A largo plazo, el objetivo de este último Life (el proyecto de Recuperación de la distribución histórica de Lince ibérico (Lynx pardinus) en España y Portugal), cuyas acciones se prolongarán hasta el cercano año 2025, es que la especie alcance en el horizonte de 2040 el número óptimo de ejemplares para considerarla fuera de peligro en toda la Península Ibérica: 750 hembras reproductoras. 

Si todo este trabajo, el esfuerzo coordinado de tantos especialistas durante dos décadas, se hubiera puesto en marcha apenas unos pocos años después, y si la sensibilidad de las poblaciones que conviven con este felino no hubiera evolucionado hacia un mejor conocimiento y respeto al lince ibérico, posiblemente hoy este animal, nuestro tigre mediterráneo, sólo podría contemplarse, con suerte, en algún zoológico.

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