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En primera persona

No necesito saber cuándo salgo en la tele: mis redes se llenan de piropos y peticiones de amistad de desconocidos

Manifestación feminista en Santander. | JOAQUÍN GÓMEZ SASTRE

Berta Barbet

Como muchas mujeres empecé teniendo un síndrome de la impostora cuando hablaba en público. De hecho, el único motivo por el que decidí hacerlo y no dejé que el síndrome tomara decisiones es una conversación que tuve con un amigo cuando estaba empezando. “Cada vez que digas que no porque no te sientes preparada fíjate en quién ocupa tu lugar –me dijo–, si el 90% de las veces es alguien menos preparado que tú es que te estás minusvalorando”. Así que decidí decir que sí, que tenía cosas que decir. Decidí que podía ir a los sitios a hablar de comportamiento electoral, elecciones u opinión pública. Al fin y al cabo, tenía un doctorado en el campo. Podía luchar contra esa voz que me llamaba impostora. Podía ir a los medios y contar mi opinión en igualdad de condiciones.

En gran parte esa intuición era cierta. Mi experiencia en medios no siempre ha sido fácil, pero casi siempre ha sido agradable, y en muy pocas ocasiones me he encontrado pensando que no tenía nada que decir en un sitio. Sin embargo, cuando me empezaron a llamar de algunas televisiones ocurrió algo con lo que no había contado, y que me ha generado un nuevo tipo de inseguridad. No necesito saber cuándo se emiten mis apariciones en televisión porque siempre hay hombres que me informan de ello con sus solicitudes de amistad en mis redes privadas de Facebook e Instagram. En algunas ocasiones incluso acompañan el aviso de que me han visto de mensajes sobre lo “guapa” que les he parecido.

Nunca nada especialmente grave, ni mucho menos generalizado. Pero sí suficientemente notorio como para hacerme consciente de que aparecer en televisión implica que algunos hombres se crean con derecho a buscarme para comunicarme sus opiniones sobre mi físico, a tratarme con una confianza que me incomoda pensar que he generado desde mi intervención televisada. Un fenómeno que además, como denunciaban recientemente la astrofísica de Berkley Sarafine Nance o la periodista Natalia Bravo, no me pasa sólo a mí. Muchas mujeres que intentan comunicar su conocimiento al mundo reciben mensajes sobre su físico como respuesta.

No me malinterpretéis, me gusta sentirme guapa, que es lo que supongo que creen que hacen estos mensajes. Es más, aunque la mayor parte de las veces solo me arreglo para sentirme bien conmigo misma, hay situaciones en las que la validación exterior me halaga. Pero que me guste sentirme guapa no implica que me guste sentirme sexualizada por desconocidos, en especial en momentos en los que estoy intentando ser profesional. Que me guste saber que hay hombres que me pueden encontrar atractiva no implica que quiera que cualquier hombre me lo haga saber.

Tampoco quita que me sienta vulnerable y poco respetada cuando personas a las que no conozco de nada deciden interrumpir en espacios privados de mi vida para comunicarme su opinión sobre mi cuerpo. Que me guste sentirme guapa no hace que deje de culparme pensando que quizá la camisa o el maquillaje han mandado el mensaje equivocado. Que me guste sentirme guapa no es incompatible con que sienta que he fracasado si, después de una aparición para hablar de un tema que me he preparado, la mayoría de los mensajes que recibo son sobre mi cuerpo, pelo o maquillaje, y no sobre lo que he dicho.

Además, muchos de estos mensajes –repito: hechos por desconocidos– se hacen desde una proximidad y confianza muy difícil de justificar teniendo en cuenta que el único contacto que han tenido conmigo es verme en una pantalla. Se veía muy claramente en los mensajes mostrados por Sarafine: la mayoría de los mensajes que recibimos en estos contextos se hacen desde la absoluta confianza. Algo que no sería negativo entre personas conocidas y de nuestra confianza, pero que resulta inquietante en un contexto en el que la relación debería ser profesional y en el que no hay confianza alguna.

Y es que esta es una segunda parte del problema. No son simples opiniones expresadas inocente y libremente por alguien. Opiniones se tienen muchas y la gran mayoría de ellas no se expresan en voz alta. Por la calle no se acostumbran a oír a gritos sobre lo bonita que es la camisa de un viandante, y no conozco muchos casos de mensajes privados preguntando por el corte de pelo del experto de turno. Estoy segura de que muchos ciudadanos tienen opiniones sobre las camisas de los viandantes o cortes de pelo de expertos, pero no las dan a conocer automáticamente. Son capaces de entender cuando el espacio o el momento no son adecuados, y de relativizar la importancia de comunicar cada opinión que tienen al mundo. Sin embargo, muchas de estas cortesías parecen desaparecer cuando se trata del físico de las mujeres.

En estos momentos sé, no es la primera vez que hago este discurso, que muchos pensarán: qué exageradas son las mujeres con este tema, no es para tanto. Y quizá haya parte de razón en el discurso; es evidente que hay cosas mucho peores que sufrimos las mujeres que los piropos. Sin embargo, es importante entender que los piropos no sólo implican asumir que el derecho a opinar sobre otra persona es superior al derecho de la otra persona a no ver invadida su privacidad. También son un recordatorio para muchas mujeres que ya han tenido que luchar contra el síndrome de la impostora, de que siguen estando en desventaja. Que por más que se preparen la intervención, muchos van a estar más pendientes de su físico que de sus argumentos. Y así es complicado convencerles de que tenemos cosas importantes para decir.

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