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De profesión, 'cazafraudes' científicos

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Daniel Sánchez Caballero

27 de diciembre de 2024 21:02 h

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Investigar artículos científicos es adictivo. Elisabeth Bik empezó por casualidad en 2013, cuando descubrió que alguien había plagiado su trabajo sobre el microbioma de los humanos y los delfines. Tirando un poco del hilo, cuenta por videoconferencia, averiguó que el robo de frases estaba más extendido de lo que podría haberse imaginado. Unos meses después encontró que en una tesis no solo había textos copiados. Su ojo clínico detectó algo raro en una imagen. “Un par de páginas más adelante aparecía la misma foto, pero estaba volteada. Era la misma cosa, pero representaba un experimento diferente”. Siguió buscando y encontró “muchos otros ejemplos que habían sido reutilizados”. Aún no lo sabía, pero había comenzado un camino que no tendría marcha atrás. Pese al gran coste personal en forma de amenazas, insultos y acoso que le supone.

Llegó un momento en el que esta microbióloga de la Universidad de Stanford se pasaba el día esperando a que concluyera su jornada laboral para irse a casa a rastrear fraudes científicos. Hasta que echó unas cuentas, puso en la balanza su nueva afición frente a su antiguo trabajo, y decidió que le llenaba más –y se podía permitir– investigar los plagios, duplicaciones y todo tipo de trampas que asolan al interminable mundo de la publicación de artículos científicos. Hoy es una de las pocas personas en el mundo que vive de esta actividad.

Bik es una de las detectives de fraudes (scientific sleuths, como se conocen en inglés) más conocidas en el sector, pero no es la única. Científicos (o no) de todo el mundo como Michael Dougherty, Kevin Patrick, Nick Wise o Smut Clyde (este es un pseudónimo) y varias decenas dedican buena parte de su tiempo libre a vigilar altruistamente un sector descontrolado, que en los últimos años (¿décadas?) ha incentivado la productividad por encima de la innovación como forma de progresar en la carrera científico-investigadora-académica. Que prima la cantidad sobre la calidad. Una reciente revisión de la revista Nature ha concluido que en los últimos años la innovación científica, los grandes avances, se ha estancado. Se publican más artículos que nunca, pero se cambia el paradigma –es decir, hay disrupción– cada vez menos.

Un trabajo altruista

¿Qué mueve a alguien a investigar el trabajo ajeno a cambio de, en el escenario más habitual, nada, y en el malo un montón de odio o amenazas? “La mayoría de las personas que trabajan en la integridad de la investigación solo se implican después de descubrir problemas con sus propias investigaciones”, comenta por email Dougherty, profesor de Filosofía en la Ohio Dominican University y una rara avis en un mundo dominado por investigadores de ciencias naturales o biomédicas. Fue, también, su caso cuando descubrió un artículo plagiado a conciencia en una respetada revista por un exitoso profesor de una importante universidad, que acabó denunciando con éxito (fue retractado).

Bick entró por casualidad. Nick Wise, investigador en dinámica de fluidos en la Universidad de Cambridge, porque se aburría escribiendo su tesis y empezó a mirar artículos. Smut Clyde comenzó haciéndolo a título particular, casi como un entretenimiento, hasta que alguien le invitó a escribir un artículo en una web. Kevin Patrick tiene otro perfil. Consultor financiero, su caso es todavía un poco más particular porque es un profesional ajeno al mundo científico. Empezó por curiosidad personal, explica, cuando pasó de lector habitual de Retraction Watch, quizá la web por antonomasia sobre fraudes científicos, a comentarista incisivo y un día se enganchó con el investigador Richard Fleming a raíz de un estudio sobre dietas que acabó siendo retractado. Acabó contactando con otros detectives y sistematizando su labor.

“Hago esto por varias razones”, cuenta. “Para mejorar potencialmente el registro científico (eliminando errores o investigaciones fraudulentas), para ayudar potencialmente a disuadir de malas conductas en el futuro (aumentando la preocupación de los defraudadores por ser descubiertos), y para animar posiblemente a las partes responsables (revistas, editores, instituciones, agencias de financiación) a tomar medidas para mejorar el sistema de publicación de investigaciones”.

Porque, coinciden todos los investigadores consultados, el sistema incentiva prácticas erróneas. “Todos los incentivos apuntan básicamente a que la gente se anime a publicar más artículos. A veces explícitamente: usted necesita tantos papers para graduarse. Hay países en los que necesitas una cantidad de artículos cada año para mantener tu trabajo como profesor y ser ascendido”, explica Wise, cazafraudes a tiempo parcial. Ellos colaboran entre sí en la distancia. Se envían artículos, se piden revisiones, consejos. Interactúan a través de la web PubPeer, donde cientificos de todo el mundo comentan artículos científicos publicados. De vez en cuando consiguen cuadrar agendas y encontrar un lugar en el mundo que les vaya relativamente bien a todos para verse las caras en directo e intercambiar impresiones.

Se combinan estas prácticas con un sector, el editorial, que no ponen los medios para controlar su producto con el celo que a los detectives les gustaría. Y tienen que llenar ellos ese espacio. “No creo que [las grandes editoriales, como Elsevier] pasen por alto los problemas, sino que intentan ocultarlos de forma activa porque están más preocupados por no perder financiación pública proteger la reputación de sus investigadores”, tercia Patrick. “No les culpo, ya que no tienen ningún incentivo para limpiar su registro científico. Parece que eso no es el trabajo de nadie, y solo cuando los editores ven una amenaza para su reputación y sus modelos de negocio (como sucede con las fábricas de papers) empiezan a abordar proactivamente los problemas en sus artículos ya publicados. No conozco ninguna editorial o institución que revise proactivamente sus artículos antiguos en busca de errores o fraudes”, sostiene.

Una relación difícil con las revistas

Todos los cazafraudes lidian con las grandes editoriales cuando denuncian artículos falsos o plagiados para que los retiren, con diferente nivel de éxito. “La respuesta más común probablemente sea que no hay respuesta”, cuenta Wise su experiencia. “Incluso puede que ni siquiera haya una dirección de correo electrónico. Creo que una vez en los tres años y medio que llevo haciendo esto me contestó un editor pidiéndome hacer una videoconferencia para que le contara más”, explica.

El resto de investigadores refiere experiencias similares, aunque hay quien distingue a los editores, normalmente científicos expertos en el área de la que se ocupe la revista, de las empresas. “Hay una gran distancia entre la editorial y la revista. Así que a veces el editor de la revista escucha, pero la empresa no reacciona con rapidez, y por mucho que el editor quiera retractarse, si la editorial no lo hace no va a suceder, porque la revista depende de la editorial”, sostiene Bik.

Uno de los casos más recientes del rol que desempeñan estos cazafraudes es el del infectólogo Didier Raoul, que publicó en pandemia un artículo defendiendo la hidroxicloroquina como tratamiento para la Covid-19 y que acaba de ser retractado gracias a las denuncias de varios investigadores

Pero también hay casos de éxito. Sonados. Uno muy reciente es el del infectólogo Didier Raoult, que publicó un artículo al comienzo de la pandemia de Covid-19 en el que sostenía que tratamientos a base de hidroxicloroquina o zinc eran eficaces contra la enfermedad. Bik fue una de las personas que denunció a Raoult inicialmente. Le costó caro: el infectólogo la denunció, en un proceso legal que duró tres años hasta que se archivó, y que vino acompañado del acoso de los seguidores del científico. “Me decían que debería estar en la cárcel, que soy transexual, fea, una gran ballena, una cerda... Cosas de ese estilo”, cuenta Bik, que aunque admite que es una percepción subjetiva piensa que recibe más odio que sus colegas varones –que también refieren ciertas dosis– por ser mujer. Al menos este caso ha tenido un final feliz para ella (y para la ciencia). El artículo de Raoult acaba de ser retractado.

El problema es que han pasado cuatro años largos, durante los que el artículo ha estado colgado y vigente. ¿Sirve para algo retirar un texto varios años después? “La mayor parte de las veces, los artículos que tengo entre manos son antiguos; de hace cinco años más o menos. Tengo que creer que conseguir que se retracten merece la pena”, opina Smut Clyde. “Las retractaciones han tenido un gran impacto”, sostiene Dougherty. “Los periodistas de Retraction Watch siguen moldeando las conversaciones sobre la integridad de la investigación y la publicación y han hecho avanzar la causa de manera importante. La base de datos de Retraction Watch permite a los investigadores comprobar si los artículos que citan han sido retractados. Evitar las citas de investigaciones retractadas es un problema constante. Me quedó claro cuando investigué cómo el primer artículo plagiado que descubrí seguía citándose, al igual que muchos otros artículos del plagiador”. Clyde también cree que puede servir, de alguna manera, de aviso a navegantes. “A los futuros académicos que están pensando en pagar para que su nombre aparezca en un artículo: puede que el artículo que has comprado se publique ahora, pero dentro de cinco años podría ser retractado. ¿Cómo afectará eso a tu carrera?”.

Un fallo sistémico

En cualquier caso, y aunque para estos voluntarios el trabajo tiene más satisfacciones que inconvenientes pese al coste personal y a hacerlo de manera altruista, los cazafraudes creen que su mera existencia es la prueba de que el sistema no funciona. “El sistema –instituciones, editoriales, editores– está empezando a reconocer que se enfrenta a una amenaza existencial. Pero existe un problema de acción colectiva. En un mundo ideal, los editores financiarían a la comunidad de detectives para que hicieran el trabajo en el que ellos han fracasado estrepitosamente. Pero por la propia naturaleza de la actividad de investigación, los beneficios (en términos de identificación de artículos falsos) no se limitan a un único editor, porque cualquier fábrica de artículos que identifiquemos, o un grupo de investigación corrupto, no se limitaría a publicar en una única revista. Por ello, Elsevier (por ejemplo) se muestra reacia a financiar cualquier actividad que pueda beneficiar también a Springer-Nature, o viceversa, por lo que cada gran editorial preferiría crear su propia Oficina de Integridad y su propio programa informático de detección de posibles conductas indebidas en los nuevos envíos”, reflexiona Clyde.

“Los fallos sistémicos son enormes”, opina Dougherty, que pone un ejemplo. “Las revistas especializadas rechazan los manuscritos de artículos que tratan de fallos en la integridad de la investigación en sus propias áreas de especialización. Este rechazo significa que los investigadores del campo a menudo se mantienen ignorantes sobre fallos que son relevantes para ellos. Hace poco envié un manuscrito a una revista que documentaba fraudes en la investigación en un puñado de artículos que se habían publicado en esa misma revista. El editor rechazó el manuscrito, alegando que los resultados no serían de interés para los lectores”.

“No deberíamos tener que hacer este trabajo”, cierra Bik. “La mayoría de nosotros sólo estamos mirando artículos de los que no tenemos ninguna información. No tenemos fotos originales de alta calidad, solo un PDF con fotos incrustadas, y aún así podemos encontrar problema tras problema tras problema. Todas estas cosas, o casi todas, deberían haber sido detectadas durante la revisión por pares. Una esperaría que un editor tuviera algún control de calidad”.

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