La cuarentena les pilló en una habitación de escasos metros cuadrados de la que debían marcharse. Ana, Marcos, su bebé y su niña de diez años pasaron sus primeros días de encierro en aquel pequeño cuarto pendientes de las plataformas de anuncios de alquiler, ansiosos ante la dificultad de encontrar otro lugar donde quedarse. Lo lograron, pero pocos días después varios agentes policiales aporrearon la puerta de su nueva vivienda. Ana aún estaba en pijama cuando se enteró de que tenían que irse por segunda vez, en un confinamiento en el que ya han dormido en cuatro camas distintas.
La primera era la de siempre, la cama en la que durmieron desde su llegada a España como solicitantes de asilo hace cinco meses. La habitación era demasiado pequeña para una familia con dos hijas, pero su idea era permanecer allí hasta encontrar un lugar mejor. Ella pasaba los días haciendo cursos de Cruz Roja junto a su bebé de diez meses. Él trabajaba como camarero, aunque sin contrato: los demandantes de protección internacional obtienen el permiso para la actividad económica transcurridos los seis meses de la tramitación de su petición. “Apenas estábamos en casa, no se hacía muy pesado”, detalla Ana. El 14 de marzo, la declaración del estado de alarma precipitó los acontecimientos.
La esposa de su casero, con el que convivían, empezó a tener síntomas compatibles con la COVID-19. Todos los habitantes de la primera vivienda empezaron a tener fiebre, tos, escalofríos. La familia, de origen peruano, pasaba los días en esa pequeña habitación. “Charlábamos, jugábamos, pero a veces la niña lloraba y mi hija mayor - de 10 años- se agobiaba más”, detalla la mujer. El casero les exigió macharse: “Ya nos había dicho que nos fuésemos en febrero y nos hizo el favor. Pero con la cuarentena éramos demasiada gente en casa... Nos dijo que, si no nos íbamos, llamaría a la Policía”, recuerda Ana, mientras da el pecho a su bebé.
“Fue muy difícil. Nos exigían muchísimo dinero de fianza y un contrato de trabajo, lo que para nosotros era imposible”, describe Marcos, quien desde el inicio del estado de alarma ha tenido que dejar de trabajar, por lo que la familia no recibe ningún ingreso. “Encontramos un piso en Fuenlabrada. La mujer parecía que comprendía la situación, parecía muy amable”, continúa. Pagaron 300 euros de alquiler por un pequeño apartamento a la supuesta propietaria. Les entregó las llaves de un día para otro, explican.
“Nos dijo que, como vio que era una emergencia, nos hacía el favor de entrar de manera inmediata. Dijo que volvería para que firmásemos el contrato, pero no lo hizo”, sostiene Ana. Se encontraron una casa sucia y destartalada. Tres días después comprenderían por qué.
“Fuimos estafados”
Acababan de almorzar, su bebé dormía y los cacharros aún estaban sin fregar. Varios agentes golpearon la puerta el sábado 18 de abril acusándoles de “allanamiento de morada”. Tras el aviso de “algunos vecinos”, la Policía Nacional acudió al domicilio para pedir su salida, dado que el verdadero propietario no había alquilado esa vivienda, confirman fuentes policiales a eldiario.es. “Fuimos estafados”, denuncia el matrimonio. Salieron de forma voluntaria después de hablar con el sobrino del dueño de la casa que crían haber alquilado por 300, sus últimos ahorros, sostiene la familia. Volvían a la casilla de salida de nuevo, en plena cuarentena.
La mujer no tuvo ni tiempo para cambiarse los pantalones blancos de flores rojas cuando se vio en la calle con su esposo, sus hijas, un colchón y las maletas a su alrededor. Varias cabezas se asomaban, una tras otra, por las ventanas de los edificios de la que creía su calle. “Me sentía juzgada, pero no avergonzada porque sabía que me habían engañado”, recuerda Ana sentada sobre la cama de la habitación del hostal gestionado por Cruz Roja donde por fin descansan.
La familia recuerda las acusaciones de la Policía. “Uno de los agentes gritaba mucho. Pensaban que éramos gente mala. Nos dijeron que era una allanamiento de morada, que íbamos a acabar en el calabozo y nos iban a quitar a nuestras hijas. Nos asustamos mucho. Mi hija mayor lloraba... ”, sostienen. “Cuando les explicamos todo, el sobrino dijo que era verdad que habíamos dejado la casa más limpia, y les mostramos las llaves, se tranquilizaron”, indican.
Tras escuchar su versión de los hechos, la Policía Nacional trasladó a la familia a una comisaría de Fuenlabrada para esperar allí la llegada de Cruz Roja. Fuentes policiales confirman a eldiario.es haber acudido a su domicilio ante un posible caso de allanamiento de morada, pues “varios vecinos” advirtieron de que había gente en el interior de la casa de “una persona que estaba fuera”. Aunque no detallan la justificación esgrimida por la familia, confirman que “salieron de forma voluntaria” y fueron puestos a disposición de los servicios sociales.
La unidad de respuesta social de la entidad recibió el aviso por parte de la Policía y acudió a las dependencias policiales para buscar una solución para la familia. Se los encontraron nerviosos. Preguntaban qué iba a ser de ellos, adonde les llevarían. Uno de los voluntarios trató de calmarlos. Les aseguró que no se quedarían en la calle, y cumplió su palabra.
A partir de entonces, solo les quedó confiar. Los solicitantes de asilo tienen derecho a acceder al sistema de acogida en caso de no disponer con recursos económicos para cubrir sus necesidades básicas. Ana y Marco confiaban en contar con suficientes ahorros para subsistir por su cuenta, pero tras perder su trabajo, ya han agotado lo poco que les quedaba. “Lo único que manteníamos de nuestros ahorros eran esos 300 euros. No tenemos nada”, contaba con angustia Marcos a eldiario.es el día siguiente de verse en la calle.
“Mi hija decía que el miedo no le dejaba hablar”
La familia fue trasladada por Cruz Roja a un hostal de emergencia ubicado en el centro de Madrid. La entidad social les indicó que allí pasarían dos noches, y el lunes buscarían otra solución más estable junto a los servicios sociales. Su hija mayor, de 10 años, dejó de hablar el día que la Policía apareció en su segunda vivienda. “Estaba muda. Decía que el miedo no le dejaba hablar”, explica su madre mientras la bebé gatea sobre la cama de una colorida habitación.
“No quería ni comer: solo decía que quería volver al primer lugar donde estuvimos. No entendía que no podemos, que nos habían vuelto a sacar”, sostiene Ana. La niña quería regresar a aquella habitación de tres metros cuadrados, donde se agobiaba ante la falta de espacio, pero donde no sentía la incertidumbre que padecía en este nuevo lugar, la tercera habitación, la tercera cama en apenas dos semanas.
En este hostal temporal, sus padres no podían responder a la pregunta de dónde estarían al día siguiente. No sabían con seguridad si acabarían en la calle, seguirían allí o les llevarían a otro lugar. Cumplidos los dos días de estancia en el hostal de emergencia, los propietarios les indicaron que debían preparar sus cosas. Se imaginaron de nuevo en la calle, una tercera vez, pero la intervención de Cruz Roja con su trabajadora social lo evitó, indican. Las servicios sociales se comprometieron a financiarles un piso durante un mes ante la situación de emergencia.
Debían encontrarlo ellos mismos, algo complicado. “Fue muy angustioso. Nosotros no dormíamos, creíamos que volveríamos a la calle. No encontrábamos nada. En todos nos exigían desembolsar muchísimo dinero de fianza o de agencia”, relata Marcos. El hecho de ser solicitantes de asilo y aún no contar con permiso para trabajar en España dificultaba aún más el cumplimiento de los requisitos exigidos en el ya inflado mercado del alquiler de la Comunidad de Madrid.
La trabajadora social cada día nos iba diciendo si nos pagaba otra noche más. “Otra noche más, sigan buscando. Otra noche más, sigan buscando”, relata el matrimonio. “Tienes que moverte Marcos, tienes que moverte', me decía. Yo no sabía qué más hacer”, dice el hombre con resignación.
El lugar donde han recuperado la tranquilidad
El pasado miércoles, Cruz Roja les dio una respuesta. Ante la dificultad para alquilar, serían trasladados a un hostal gestionado por la organización. “Nos daba un poco de miedo cómo sería, pero cuando lo vimos, nos tranquilizamos. Por fin sentimos algo de paz”, confiesa Ana, sobre la cama de un prestigioso hostal de viajeros de Madrid reconvertido en albergue temporal de Cruz Roja durante la emergencia de la COVID-19.
La familia se divide en dos modernas habitaciones. En un rincón del cuarto de Ana, las pequeñas prendas del bebé ya están colgadas en un pequeño mueble. Aquí pueden quedarse hasta que todo acabe. Vivirán el resto del confinamiento junto a otras personas que se han quedado en situación de calle durante el estado de alarma.
Mientras, su hija mayor escucha con atención en el comedor a una profesora voluntaria de Lengua. Desde hace unos días, la niña ha vuelto a hablar. El miedo se diluyó cuando recuperó cierta rutina y empezó a sentir la calma de sus progenitores. “Ella ahora se levanta, se peina y se va a las clases. Vuelve a ser ella”, ríen mientras la esperan de vuelta en su nueva habitación, sentados en la cuarta cama donde han dormido en un mes de confinamiento.