En un mundo ahora lleno de obstáculos para el periodismo (despidos, cierres de medios, pérdidas crecientes), José María Izquierdo se hace la pregunta definitiva en el título del libro '¿Para qué servimos los periodistas? (hoy)', publicado por Los Libros de la Catarata. Un veterano periodista de mil batallas como Izquierdo –la última en el diario El País– no niega la evidencia de la abundancia de información disponible hoy para todos los ciudadanos, pero reivindica la necesiad de la existencia de los periodistas. Publicamos un extracto del tercer capítulo dedicado al periodismo en Internet.
Y sigamos tratando de escalar las gigantescas montanÌas que amenazan con cerrar el camino, para conseguir, si llegamos, saber para queÌ servimos los periodistas. AsiÌ que enfrenteÌmonos al cambio de modelo, como deciÌamos antes, forzado por la aparicioÌn de Internet y la transformacioÌn de los perioÌdicos tradicionales, los de papel y tinta, en cabeceras digitales.
El 4 de mayo de 1996 naciÌa, por ejemplo, elpais.es, hoy elpaiÌs.com, exactamente 20 anÌos –solo, aunque parezcan siglos– despueÌs de la aparicioÌn en los quioscos de su hermana mayor, la edicioÌn en papel. AsiÌ que ya hace maÌs de 15 anÌos que los diarios de referencia de todo el mundo –lo de elpais.com es una simple referencia temporal– conviven con sus especulares ediciones .com. Hoy existen 250 millones de dominios de Internet en el mundo. Todas las estadiÌsticas mundiales no pueden fallar. El descenso de consumo de los medios tradicionales, menos en radio, pero tambieÌn en televisioÌn, va pareja a la aparicioÌn de esta arma revolucionaria que todo lo ha reventado: Internet, primero, y las redes sociales, despueÌs.
Llegados a este punto, me voy a atrever, a cara descubierta, a defender la edicioÌn digital de los perioÌdicos. Doy por hecho que tendreÌ que encarar que tuerzan el gesto los lectores maÌs tradicionales, los que pertenecemos a aquella denominacioÌn del macizo de la raza, porque en algunos casos hemos hecho los perioÌdicos con nuestras manos, casi quemaÌndonos con el plomo de las linotipias, pero tambieÌn quienes han disfrutado tantos y tantos anÌos del olor de la tinta, de desayunar a toda velocidad o a todo relax con el perioÌdico papel bien extendido en la mesa junto al cafeÌ y el cruasaÌn o mal doblado en el metro.
Pero debo reconocer que no se me ocurre ninguna razoÌn objetiva –a estas alturas de mi vida– para votar a favor del papel en contra de la edicioÌn digital. Ninguna. Cero. Entre otras cosas porque ninguÌn periodista podiÌa sonÌar hace veinte anÌos con que sus croÌnicas tuvieran millones de lectores en todo el mundo, como ocurre con los perioÌdicos digitales de referencia. ¿Quemamos, pues, el papel? No, claro. Afeitarse con una maquinilla eleÌctrica –los chicos, ignoro si en la depilacioÌn masculina o femenina puede servir igualmente el ejemplo– es mucho maÌs raÌpido y seguramente maÌs eficiente que hacerlo con cuchilla. Pero esta es la fecha en que las maquinillas tradicionales, con sus tres o cuatro hojas, arrasan en la publicidad. Porque eso es reivindicar el puro placer fiÌsico –al que me apunto con la lectura reposada del papel, que a nadie se le ocurra quitaÌrmelo–, pero nada dice sobre la calidad del rasurado.
Leer el perioÌdico digital es un auteÌntico prodigio. De entrada, informacioÌn continua, sin tener que esperar a que el papel te lo cuente al diÌa siguiente. Lo que no es poco. Pero es que, ademaÌs, tienes a la mano todas las ampliaciones que gustes, el texto iÌntegro de ese comunicado que se cita, los artiÌculos de opinioÌn que completan la informacioÌn, sus antecedentes, otras informaciones del mismo autor, etceÌtera, etceÌtera. Pero es que, ademaÌs, tienes acceso a todas las fotos que quieras sobre el caso e, incluso, a los viÌdeos. Del diÌa y de declaraciones anteriores, con lo que tuÌ mismo puedes comparar sin que nadie tenga que hacerte el trabajo. La informacioÌn que te da una buena web, The Guardian o The New York Times, pero tambieÌn CNN, por ejemplo, para citar solo extranjeras, es absolutamente imposible que te la pueda ofrecer el ejemplar que has comprado en el quiosco. MetafiÌsicamente imposible.
Porque aquiÌ conviene hacer algunas distinciones para saber de queÌ estamos hablando. Por lo pronto, de Internet, ese invento extraordinario, magniÌfico, grandioso, soberbio, que ha revolucionado a fines del siglo XX el mundo de la comunicacioÌn. PermiÌtanme que me evite el sonrojo de mostrar las ventajas de la Red a estas alturas del partido. Pero en este momento debemos hacer la primera advertencia: una cosa es comunicacioÌn y otra, periodismo. En Internet, fundamentalmente, y para abreviar, debemos separar su importancia como vehiÌculo de transmisioÌn, extraordinario, y como soporte de productos periodiÌsticos en siÌ mismo, selva interesante donde podemos extendernos un poco maÌs. Porque aquiÌ ya entramos en el objeto de este opuÌsculo.
Antes de seguir: diferenciemos, ademaÌs, Internet de las redes sociales. De las que luego hablaremos, pero que generan otras consideraciones radicalmente distintas, al menos para quien escribe. Digamos, como previo y auto publicidad de los capiÌtulos siguientes, que el primero me merece todo el respeto y las segundas... bueno, las segundas requieren comida aparte. Sobre todo para quien quiere certificar, otra vez maÌs, la muerte del periodismo porque ha llegado hasta nosotros el advenimiento de la verdad revelada del siglo XXI, que se llama Facebook, Twitter o similares. Un poco de tranquilidad, por favor, que conviene no confundir los teÌrminos. AquiÌ estamos hablando, o al menos intentaÌndolo, no de comunicacioÌn, sino de periodismo. Pues eso. Luego insistiremos.
¿Internet es una selva?
SiÌ, desde luego, Internet es una selva, que solo supera a la que existe en la letra impresa en cantidad: ilimitado nuÌmero de fuentes, de cabeceras, de opinantes, de blogueros, de medios no identificados, de asociaciones desconocidas, de foros incontrolables donde se insulta de forma absolutamente soez a todo lo que se mueve. Las mentiras fluyen y se multiplican, se adjudican citas falsas, se inventan datos, declaraciones, se cambian paÌrrafos, se suplantan identidades... ¡El anonimato, amigos, el anonimato, que todo lo oculta! Un desastre, una verguÌenza. Pero solo pasan estas cosas –los fraudes son otra cosa, claro, a quienes ya parten con el equipamiento de faÌbrica para ser enganÌados.
Las virtudes de Internet –de todos para todos a enorme velocidad– son invencibles. La Red se ha convertido en un altavoz prodigioso para quienes nunca habiÌan tenido voz, para todos aquellos que la superestructura –¿verdad que auÌn se puede utilizar alguÌn teÌrmino marxista?– ha silenciado, incluso con el asesinato, durante siglos. Internet es un canto a la libertad, donde cualquiera –es verdad que auÌn no en todos los paiÌses, desgraciadamente– con acceso a un ordenador puede hacerse oiÌr y denunciar las injusticias que llenan, todaviÌa, el saco que transporta la humanidad. Y auÌn otro punto que se menciona todaviÌa poco para lo que habriÌa que hacerlo: las cabeceras de la prensa de prestigio pueden hoy ser leiÌdas por millones de personas, con el uÌnico requerimiento, claro estaÌ, de que conozcan el idioma. Un diario de eÌxito en papel –El PaiÌs, por ejemplo– podiÌa vender en sus mejores momentos en torno a 450.000 ejemplares de media mensual. En diciembre de 2012, uÌltimos datos de los que dispongo, elpais.com superoÌ los siete millones y medio. Volveremos a este dato.
Pero esa misma virtud, de todos para todos, lleva en siÌ misma el virus de su enfermedad. Porque si procede de “todos” no podemos estar ciegos ante la posibilidad de que entre ellos se encuentren miles de ignorantes, malvados, infames y fementidos que pueblan este mundo de maÌs de 2.300 millones de internautas con acceso a Internet, un tercio de la poblacioÌn mundial, seguÌn un informe publicado en octubre de 2012 por la UnioÌn Internacional de Telecomunicaciones (UIT), una agencia de las Naciones Unidas. Que son muchos millones. Con que haya un solo rufiaÌn por cada mil personas honestiÌsimas, incluso uno por cada diez mil, siÌrvanse ustedes hacer la cuenta para hallar el nuÌmero de malandrines, truhanes y villanos que pueden navegar por la Red travestidos de bondadosos y honrados ciudadanos.
Dejemos hablar a Mario Vargas Llosa: “La revolucioÌn tecnoloÌgica audiovisual, que ha impulsado las comunicaciones como nunca antes en la historia, y que ha dotado a la sociedad moderna de unos instrumentos que le permiten sortear todos los sistemas de censura, ha tenido tambieÌn, como perverso e impremeditado efecto, el de poner en manos de la canalla intelectual y poliÌtica, del resentido, el envidioso, el acomplejado, el imbeÌcil o simplemente el aburrido, un arma que le permite violar y manipular lo que hasta ahora pareciÌa el uÌltimo santuario sacrosanto del individuo: su identidad. TeÌcnicamente es hoy diÌa posible desnaturalizar la vida real de una persona –queÌ es, coÌmo es, queÌ hace, queÌ dice, queÌ piensa, queÌ escribe– e irla sutilmente alteraÌndola hasta desnaturalizarla del todo, provocando con ello, a veces, irreparables danÌos”.
Pero ademaÌs, y recuerden de nuevo que hablamos de periodismo, ocurre otro fenoÌmeno que se incluye en ese “para todos”. Los lectores habituados a los medios de comunicacioÌn ya poseen un grado de habilidad selectiva que han ido adquiriendo con el tiempo, incluso que han heredado de sus familiares o su entorno. Quien se acerca, o se acercaba, a un quiosco para comprar uno o varios perioÌdicos es un lector proactivo, un ciudadano que ejerce una determinada opcioÌn intelectual y que sabe que existen una serie de coÌdigos no escritos pero sobrentendidos en los perioÌdicos. Por ejemplo, dentro de un mismo ejemplar de su perioÌdico favorito, el lector sabe que el lenguaje de la seccioÌn de Gente –llaÌmese como se llame—, o incluso la de Deportes, es muy distinto al que se emplea en la seccioÌn de PoliÌtica. La ligereza, para entendernos, que se cuela en una croÌnica de una fiesta en Hollywood no se admitiriÌa en una parlamentaria. AuÌn es mayor la diferencia, naturalmente, si hablamos de la que existe entre unas y otras cabeceras...
La radio, por cierto, auÌn mantiene –afortunadamente, a mi juicio– esta caracterizacioÌn de las marcas. Pero aceÌptenme que un punto maÌs difusa, por cuanto es obligada la multiplicidad de voces, sobre todo en las tertulias, que a veces empanÌan el mensaje, maÌs difiÌcil de embozar en la letra impresa. Pero ha sido la televisioÌn el primer gran medio de comunicacioÌn en desdibujar esos perfiles. En EspanÌa es manifiesto. Hay cadenas, Tele 5, por ejemplo, que pueden estar hablando de un hecho noticioso –casi siempre truculento, aunque no solo– casi durante las 24 horas del diÌa ininterrumpidamente, sin que el televidente, al final, sepa distinguir si la informacioÌn que se ha tragado le ha sido ofrecida por un profesional que la ha contrastado o si procede de la hermana del primo del suegro de una vecina que vivioÌ cerca de la viÌctima –casi siempre hay una desgraciada viÌctima a la que se voltea y agita como un sucio trapo– y que ha oiÌdo que alguien deciÌa queÌ, en un magaciÌn que ignora cualquier parecido con el periodismo riguroso. Imposible repetir al diÌa siguiente para el espectador si la fuente de tal o cual frase, de tal o cual acusacioÌn, era fiable o producto de la facundia de un familiar deslenguado, al que le importa un bledo la verdad o la mentira. Es aquel cuento del idiota, lleno de ruido y de furia. Y no nos enganÌemos: quien quiere seguir la actualidad y elige uÌnicamente este medio para enterarse de lo que ocurre en el mundo que le rodea, es que tiene escaso intereÌs en profundizar en ese conocimiento.